Se pierde en la noche de los tiempos qué fue lo que pasó con la otra mitad de la democracia. Me refiero a la democracia no como la narré en el artículo anterior, sino como la queremos imaginar nosotros, en México y en 2010. Se le da una enorme importancia al hecho de elegir a los candidatos a los puestos que se disputan: publicidad en todos los medios, mítines, las caras sonrientes nada más con la boca (signo seguro de sonrisa falsa) de alguien que no conocemos y que llega a tocar a nuestra puerta, pleitos de quinto patio ante el IFE, y finalmente la elección. Después de algunos jaloneos, declaraciones alegres en los periódicos y lamentaciones del que perdió, se declara triunfador a alguien, y en ese momento se termina la democracia.
Se termina por tres partes: el IFE siente que “ya la libró” en una elección más; el candidato obtuvo lo que quería; el pueblo se olvida del asunto.
De estos finales, el único que está justificado es el del IFE, cuyo objetivo es precisamente supervisar, organizar y darles credibilidad y validez a las elecciones. En ese sentido, yo considero que es extraordinario el avance que hemos tenido en este país. Los que tenemos edad para recordar podemos referirnos a los años en que solamente se necesitaba el voto del presidente para elegir gobernadores, y cuando se decía de una persona que era necia en todas las discusiones: “es como tratar de ganarle al PRI”. Hoy en día, el PRI, el PAN y cualquier partido pueden perder, y tienen que hacer alianzas en muchos casos para conseguir el éxito. Con todos sus defectos, con la nefasta influencia que ejercen sobre él los partidos políticos, el IFE es una institución que le da validez y certeza a nuestra democracia. En estas últimas elecciones, las historias de urnas embarazadas o desaparecidas fueron prácticamente inexistentes. Ha costado muchos años y muchísimo dinero, pero México ha logrado dar validez a la mecánica de las elecciones.
El segundo final, que ya no está justificado, es el de los candidatos elegidos. La sonrisa de portada de revista con que nos regalaban cuando pedían nuestro voto desapareció, y esta ausencia no es más que un símbolo de la actitud que por regla general tienen los políticos con respecto al pueblo: somos un instrumento para que ellos lleguen al poder. Utilizan al pueblo para ganar las elecciones; una vez ganadas, el pueblo deja de tener valor, como una lata de refresco una vez que fue consumido. Como ejemplos, voy a mencionar nada más dos. Hace no mucho tiempo, cuestionaron al gobernador de Jalisco, Emilio González, acerca del dinero del presupuesto que había dado para la construcción de una iglesia. Algún reportero tomó el video en donde el gobernador utilizaba un lenguaje de cantina para decir que él hacía lo que consideraba conveniente; los que lo vieron aseguran que estaba borracho. Un poco más recientemente, después de un partido de futbol entre el Necaxa y el León, se formó una bronca al final. Alguien provocó al diputado por Aguascalientes Raúl Cuadra -debo concederle el beneficio de suponer que actuó en legítima defensa- y se difundió un video donde el diputado ejercía el arte del futbol, pero desde la tribuna, y pateando a una persona del público en vez del balón.
Si todo fuera el lenguaje florido y las patadas fuera del campo de juego, el asunto no sería tan importante. El problema es que el político, una vez ungido en el puesto, pierde conexión con el pueblo, se olvida de que fue elegido por el pueblo, y actúa sirviendo nada más a sus intereses o a los de su partido. Esto no es sorprendente: está en la naturaleza humana, buscar el propio beneficio por encima del beneficio colectivo. Una vez que el pueblo cumplió su función, se descarta y el político se puede concentrar en lo que realmente le interesa.
El tercer final es el del pueblo, su olvido del asunto electoral una vez que las elecciones se realizaron. Las discusiones que había acerca de las virtudes y defectos, los pronósticos de lo mal o muy mal que nos resultará de elegir a uno u otro candidato se terminan y nada más nos queda, como a los pueblos antiguos, esperar que el siguiente no sea tan peor como los anteriores.
En todo juego político hay alguien que gana y alguien que pierde, y no me refiero a los candidatos que perdieron la elección. Hablo del juego político DESPUES de las elecciones. El juego consiste en participar en las acciones políticas, y cosechar las consecuencias de esas acciones. La mayoría de la gente piensa que su participación en la vida democrática termina en la elección, porque está ampliamente difundida la idea de que la democracia ES la libre elección de candidatos, nada más. Esto no es cierto, es un gran error; pidiendo prestado un pequeño insulto al gobernador Emilio González, yo digo que es una estupidez. Las razones que daré son dos: una, que podemos elegir, gracias a la mercadotecnia y a los asesores en imágenes, a un perfecto inútil para cualquier puesto. La otra razón es que una vez elegido, como el pueblo se desentiende de su mandato, el político en funciones puede hacer lo que le viene en gana.
Invito a mis lectores a que encuentren en todo el país un metro cuadrado más caro que el del terreno que está en la esquina noreste de Insurgentes y Reforma, en la ciudad de México. Mi casa, mi oficina y el rancho con que yo soñé, están a años luz de ese precio. Pues bien, ahí se está construyendo actualmente la nueva Cámara de Senadores. Yo no discuto que el antiguo recinto fuera ya inadecuado ni que los senadores necesiten un lugar digno, pero pregunto: ¿era necesario que lo construyeran precisamente ahí, en el terreno más caro de todo el país? Hay muchísimos lugares en la ciudad de México en donde podría construirse el nuevo recinto, ¿por qué no se eligió uno de esos? Lamentablemente, la culpa la tenemos nosotros, pueblo, que una vez elegidos nuestros gobernantes y representantes, nos olvidamos de ellos y ellos lo entienden como patente de corso para actuar como les convenga.
Nosotros, el pueblo, somos como padres desentendidos de lo que hagan los hijos, cuando nos desentendemos de los políticos una vez que los hemos elegido. Y al igual que los hijos sin supervisión, los que ganaron las elecciones se sienten libres y soberanos, se olvidan de que el puesto se lo deben a los electores que votaron por ellos, y hacen lo que les pega la gana.
¿De quién es la culpa? En el sentido de responsabilidad y de honor, del político; también sería una pérdida de tiempo buscar por ese lado. En el sentido de descuido, la culpa es de nosotros, el pueblo.
Las aseguradoras son empresas que hacen su negocio basándose en cálculos de probabilidades. Tienen estadísticas de mortalidad, de choques de autos, de enfermedades, etc., que les permiten calcular qué tan probable es un “siniestro”, como por ejemplo que un hombre de 40 años, casado, y con aparente buena salud, llegue a fallecer en el transcurso del siguiente año. Cobran una prima de seguro por cubrir el riesgo de muerte, y se la juegan. Las aseguradoras ganan dinero porque la experiencia les enseña cuánta gente de 40 años se muere y le apuestan a esa experiencia. En teoría es posible que haya una mortalidad muy grande en cualquier grupo de edad, y en ese caso, la aseguradora perdería dinero. Pero no sucede así, porque tienen muchos años de experiencia y cálculos hechos con gran cuidado.
¿Cuál era la probabilidad de que el pueblo de Jalisco, en masa, fuera a protestar a la casa de gobierno, en la calle de Manuel Acuña, por los insultos y la prepotencia de Emilio González? Prácticamente cero. El gobernador sabía eso, así que se dio el lujo de contestar en estado de embriaguez y con lenguaje muy mexicano, porque nadie le iba a decir nada. ¿Cuál era la probabilidad de rescindirle el contrato a Raúl Cuadra y enviarlo como reservista al Necaxa? También, prácticamente cero. Por lo tanto, el señor tuvo que seguir de diputado, no porque nosotros quisiéramos, sino porque no pudo ser candidato a gobernador.
Así funciona la aseguranza política. El político es una empresa de seguros que calcula el riesgo de que el pueblo se le eche encima, digamos, por votar acerca de construir la Cámara de Senadores en lo más parecido en precio a Park Avenue, NY. Hace sus cuentas y ve que la probabilidad es algo así como 0.000001, y decide tomarse el riesgo. Al final, el pueblo pasa enfrente de esa construcción, no le echa la bronca al político, y la aseguranza del político sigue ganando.
La aseguranza política seguirá ganando mientras nosotros, pueblo, pensemos que la democracia se termina en el momento de la elección.
jlgs, El Heraldo de Ags., 23.9.2010

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