Iván Turgenev, escritor ruso del S.XIX, provenía de una disfuncional familia de latifundistas. El padre gustó de la buena vida desde chico y cuando se le acabó el dinero, buscó una heredera para sostener su ritmo de vida. La encontró en Varvara P. Lutovinova, se casaron y él continuó jugando, bebiendo y cazando mujeres hasta que murió joven, dejando a la viuda con dos hijos pequeños. Varvara no era una mujer hermosa, había tenido una infancia difícil y sufrió mucho en el matrimonio; cuando quedó viuda salió a relucir el tormento que había sido su vida, y ella misma se comportó despóticamente con hijos y criados, golpeándolos, desarrollando por Iván una pasión enfermiza, y convirtiendo su casa en un infierno. Una leyenda narra que en un acceso de ira tumbó a un siervo en el sofá, puso una almohada sobre su cabeza, y se sentó en ella hasta ahogar al siervo. En Rusia se medía la riqueza de los latifundistas no en hectáreas –la tierra ahí era casi inagotable- sino en almas, es decir en siervos de su propiedad; la esclavitud en Rusia se llamaba servidumbre, no era tan brutal como la de los negros en Estados Unidos pero era esclavitud; los siervos eran propiedad del señor, no podían salir de sus propiedades, el señor podía hacer lo que quisieran con ellos, como forzar a las hijas o ahogar a uno de ellos bajo la almohada.
La historia anterior sucedió hacia 1833; en esa época, haciendo un enorme contraste, vivió en México otro latifundista, José María Rincón Gallardo (1793-1877). La fortuna de su familia eran las propiedades que tenía entre Aguascalientes, Ojuelos (Jalisco) y San Felipe (Guanajuato), tan extensas que se tardaban varios días en recorrerlas de lado a lado, tan grandes que algunos de sus antepasados no se preocuparon de visitarlas todas. José María no nació en el latifundio familiar, sino en la Ciudad de México, dato emblemático del lugar en el que residía en última instancia el poder y la riqueza que pudiera tener cualquier habitante del México Colonial: la Corona, ya que era el Rey quien otorgaba la tierra, quien podía favorecer con una concesión de minas, quien nombraba al Virrey y a todos los cargos importantes. José María llegó a acumular en sus manos uno de los mayores latifundios del país, con una superficie de 360,000 has (un poco menos que la del estado de Aguascalientes), que permitía viajar desde aquí hasta San Felipe Torresmochas, unos 200km, sin salir del latifundio. La familia Rincón Gallardo no era disfuncional, y José María recibió una educación que pudo balancear su riqueza, su papel como gran propietario, y sus creencias religiosas. Era un hombre inteligente en la versión prudente, no astuta. Le tocó vivir las guerras de Independencia y se dio cuenta que el país había cambiado, que ya no eran súbditos mudos del Rey sino que las opiniones y las alianzas que se formaban entre los ciudadanos eran lo que marcaría el rumbo del país.
En particular, se dio cuenta con mucha anticipación de que el latifundio estaba condenado a la muerte. Tanto por lo sucedido en la región como por los hechos en todo el país, llegó a la conclusión de que el Mayorazgo que su familia había logrado crear, que esa propiedad indivisa que eran sus cientos de miles de hectáreas era imposible de sostener así, y llegó a la conclusión de que era preferible terminar con el Mayorazgo, dividiendo la propiedad, aunque violara una tradición familiar de siglos. De esta decisión surgen varias consecuencias. La primera fue que proporcionó a sus hijos, en forma razonablemente equitativa, propiedades con las que ellos podrían continuar trabajando, a fin de cuentas una herencia de 12,000 has es casi un latifundio. La segunda es que evitó que futuras autoridades o movimientos armados destruyeran la propiedad, distribuyéndola sin conocimiento de la región ni de sus habitantes, otorgándola a amigos del jefe en turno. La tercera, que en mi opinión es la más importante, José María Rincón Gallardo sentó las bases de la relativa estabilidad de que gozamos quienes vivimos en la región.
El autor llama al reparto que hizo José María “una pequeña reforma agraria”, un acto de extrema entereza realizado por el último gran propietario de su familia, que decidió terminar con el Mayorazgo porque previó que era él, o serían fuerzas desconocidas, seguramente destructoras, quienes terminarían con ese statu quo. El término “mayorazgo”, que está en todo el libro, se refiere a una forma de propiedad de la tierra que pertenece a una familia, no a un individuo; el mayorazgo no se puede dividir, tiene un administrador individual y no tiene dueño de carne y hueso, el dueño es una familia. El dilema que en toda la Historia enfrentan las personas que acumularon grandes riquezas y que tienen que decidir el futuro de sus riquezas al morir, es la forma de repartir entre los hijos: se le da a cada hijo una parte, o se le da todo a un hijo. La primera es más equitativa, pero a la larga es una sentencia de muerte para la riqueza, porque se atomiza y porque los hijos no son iguales, unos podrán hacerla crecer y otros la malgastarán. La segunda forma es injusta, pero tiene la provisión de cuidar un patrimonio. El Mayorazgo era parecido al segundo tipo: se crea un patrimonio indivisible cuyo dueño es la familia, se nombra un administrador, que no es dueño sino lo que el título dice, y de esta forma se evitaban abusos de poder, se cuidaba el futuro de todos los hijos, haciendo una apuesta para que ese “modelo de negocio” funcionara durante generaciones.
En la Nueva España no se podía hacer un Mayorazgo sin autorización del Rey –uno más de la lista de los favores que eran prerrogativa real- y los antecesores de José María batallaron durante muchos años, gastando mucho dinero en abogados hasta que pudieron obtener el permiso. En el camino se convirtieron en nobles, Marqués de Guadalupe Gallardo, y los descendientes vivieron en suficiente armonía como para mantener y hacer crecer la propiedad. Era natural que tuvieran en la sangre sus títulos y estuvieran dispuestos a defenderlos a toda costa, por eso es extremadamente raro que José María, después de vivir la historia de México desde 1810 hasta 1857 y darse cuenta que si le había llegado el turno a la Iglesia con las Guerras de Reforma, reconociera que no era probable sino seguro que en un futuro le tocaría el turno al Mayorazgo. Insisto que es “raro” porque la historia del rico es casi siempre la de aferrarse a su riqueza.
Jesús, que es un gran erudito en Historia local, menciona varios personajes en la vida de Aguascalientes que ya empezaban a hacer la vida difícil a los grandes propietarios como el gobernador Esteban Ávila en 1861, y nos ofrece un relato coherente de la forma en que se gestó la decisión de dividir: es uno de los puntos más interesantes del libro, porque nos da un retrato sicológico de José María, describiéndolo como un hombre sensato que entendió que las mercedes reales habían caducado en 1821 y el concepto de latifundio en sí mismo encerraba una injusticia, porque por más benévolo que él fuera con sus peones, ellos seguirían siendo peones y heredarían esa condición a sus hijos, mientras que él tenía el poder de decidir sobre tierras y propiedades, y acercándose al fin de su vida, tendría que decidir entre perpetuar la injusticia total (y además condenarla a la destrucción) o aminorarla, haciendo un reparto. Al final, yo creo que por una conjunción entre ideas de justicia y de conveniencia, se decidió a repartir.
Un rasgo notable del reparto fue el destino de las tierras en El Llano, las tierras planas al oriente de Aguascalientes, casi todo parte del latifundio. Eran la parte pobre, pero habían sido trabajadas por peones, asentados junto con sus respectivas familias por generaciones en ciertas porciones de tierra. Formaban una especie de propiedad adentro de la propiedad: los Rincón Gallardo eran dueños, pero concedían a la familia de Jesús Reyes y Antonio Meza –dos de los hombres mencionados-, a quienes conocían y apreciaban como aquellos que con su trabajo contribuían a la riqueza del mayorazgo, el valor de amigos y no el de propiedad, como la familia de Turgenev, a quien le tocó la abolición de la servidumbre (1862) pero siempre vivió en Europa, lejos de Rusia y de sus propiedades. Entre los Reyes, los Mezas y muchas otras familias, José María Rincón Gallardo repartió más de 46,000 has, una superficie enorme para los estándares de hoy. Los ranchos que se formaron fueron adquiridos en propiedad por las familias que los habían trabajado, a precio reducido, con un enganche simbólico y la simple promesa de pagar el saldo en un futuro. Los beneficiados formaron la base de lo que en mi opinión es una de las causas de la estabilidad de la región: convertir a los habitantes en personas arraigadas a su tierra, porque la poseen y porque pueden vivir de ella.
En el libro de mi hermano Jesús se lee, entre líneas, una descripción del carácter del mexicano: entendido de que los favores se consiguen desde arriba, hay que cultivar la amistad de los poderosos, formar relaciones con los que van a subir, y exprimir hasta la última gota la ubre del poder, cuando está a nuestro alcance. La situación ha cambiado mucho, principalmente a partir del 2000 en que dejamos de respetar a los presidentes, pero desde la Conquista hasta ese año, México vivió una época en que las acciones que generaban fortuna no eran tanto la propia industria y el trabajo, sino los favores recibidos del gobernante. Jesús empieza su historia con Pedro Mateos de Ortega, llegado al país en 1576 desde Extremadura, uno de esos españoles que supieron combinar sapiencia con trabajo y con relaciones, empezando a acumular tierras en la región. Más tarde, el nombre de la familia se estabilizó como “Rincón Gallardo” porque la heredera se casó con uno de ellos, y al crear el Mayorazgo se estipuló que el apellido prevalecería, aunque fuera por línea materna. En el libro también se lee entre líneas, simbolizado en José María, el cambio de paradigma en nuestra mentalidad, de uno quasi-feudal durante la Colonia, a otro más moderno donde el individuo es mejor dueño de su propio destino.
El ambiente social y político en que se desenvolvió la Nueva España está descrito en el primer capítulo, pero se llega a apreciar solamente a lo largo de la obra, al poner nombre, apellido y lugar a los hechos que narra el autor. Por ejemplo, en la página 30 está escrito
Al menos en las esferas altas de la sociedad, las personas no se veían a sí mismas como individuos aislados, sino que se concebían como miembros de una unidad más amplia, especialmente la familia.
Leído por alguien sin gran contexto de la vida en la Nueva España (como yo), esta es una observación curiosa, que ciertamente choca con la sociedad basada en el individuo –perdonando el oxímoron- que vivimos ahora, pero sin entender su valor en los años del virreinato. Más adelante, capítulo por capítulo, Jesús va tejiendo una historia en donde ese sentido de pertenencia a grupo, puesto por encima del destino individual, se va apreciando en la vida de los Rincón Gallardo.
Los mexicanos somos grandes ignorantes de la Historia. Esto quizá se debe a la machacona insistencia con que la escuela y el dogma oficial pregonan a nuestros héroes, tanto que acabamos por ignorarlos y despreciarlos. No se diga de historia local, creo que fuera de la leyenda del beso, no podemos citar hechos o personajes locales vividos en el S.XIX. El mérito mayor de este libro es, en mi opinión, la contribución del autor a llenar con una narración amplia e inteligente, la historia de una familia que contribuyó a formar el Aguascalientes de hoy, principalmente con el reparto organizado por José María Rincón Gallardo, que contrasta en lo atinado que fue con los repartos demagógicos posteriores durante los gobiernos de la revolución, quienes crearon de la nada a propietarios de ejidos, tierras minúsculas y unidades improductivas, queriendo arraigar por decreto al campesino con la tierra. Con gran arte describe Juan Rulfo esta situación en su relato Nos han dado la tierra, parte del libro El llano en llamas.
Jesús entiende y transmite que la Historia no es una sucesión de fechas y nombres propios, sino una narración de los caracteres e intereses humanos que la formaron, como José María Rincón Gallardo. El estilo es coherente, comprensible y elegante, no utiliza los manierismos de superespecialistas en la materia, que escriben para que ni sus colegas los entiendan. La presentación del libro es excelente: papel de buena calidad, en una hermosa tonalidad amarillo pálido, con clara tipografía, notas al margen que los no historiadores podemos ignorar sin perder el hilo de la narración –es decir, Jesús queda bien con sabios y con ignorantes- y donde abundan los cuadros sinópticos que en una cifra nos transmiten la magnitud de las tierras o riquezas acumuladas por los Rincón Gallardo. Invito al lector a adquirir la obra, y espero que en futuras ediciones se añada un índice con nombres, conceptos, fechas y lugares, que beneficiaría a quien se acerque a esta obra.
Hace unos días, que leí una especie de autobiografía del matemático ruso Vladimir I. Arnold (From yesterday and long ago), sentí envidia por su familia, ya que en las primeras páginas hace un recuento de antepasados en donde el más tullido es alambrista, como decimos en México: historiadores, físicos, médicos, exploradores, matemáticos; toda clase de frutos ilustres caen de ese árbol genealógico. Yo no podría hacer eso ahora, pero recuerdo las crónicas de mi padre, leo lo que escribe Jesús, observo el desarrollo profesional de mis hijos y sobrinos, y espero que en algunos años, uno de nuestros descendientes pueda mencionar a varios miembros de la familia como personas que con sus trabajos han contribuido a conocernos mejor, a crear obras nuevas, o a descubrir los secretos del mundo que nos rodea.
Jesús Gómez Serrano:
Formación, esplendor y ocaso de un latifundio mexicano. Ciénega de Mata, siglos XVI-XX.
Universidad Autónoma de Aguascalientes.
Aguascalientes, 2016.
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