Ya era un oso entrado en años cuando pasó a manos de Lucía, su tercera dueña; había sido antes juguete de sus dos hermanos mayores. Cuando llegó a casa, era un oso reluciente de limpio, tersa su piel como mano tibia de mamá y abultada su barriga blanca como una calabaza. Con el paso de los años y las manos de los niños, los osos, al igual que los niños, se hacen mayores, y ya mayores, al igual que los mayores, envejecen; la pancita tenía ahora algunas manchas y ya no era tan firme como al principio. Pero Godofredo había tenido una vida muy feliz con Rodrigo: no fue el único muñeco de peluche que tuvo, pero fue el más querido, llegó a hacerle compañía a su dueño desde que estaba en la cuna y todavía era su oso cuando el niño creció lo suficiente para querer dormir fuera de la cuna y llevarse a Godofredo con él. En esa época, el oso no tuvo más competencia que los Legos y un Meccano viejo que su padre quiso creer durante treinta años que su hijo lo usaría como él lo había usado, pero los tiempos habían cambiado y los hijos se parecen a los padres, mas no son idénticos.
Sofía heredó a Godofredo a fuerza de llorar y de decir, como buena mujer, que ese era el único favor que en toda su vida le había pedido a su hermano, que él tenía muchos juguetes y que como ella era la menor, nunca la habían querido como a él. Rodrigo accedió a regalarle a Godofredo, a condición que lo cuidara mucho y lo quisiera como él lo había querido; la fecha del regalo había coincidido, por casualidad, con el día en que Rodrigo recibió su segundo Lego. El amor de Sofía por Godofredo no había durado mucho: no lo podía peinar, no lo podía vestir y desvestir como a sus muñecas, y después de unas pocas semanas Godofredo empezó a sentir que la vida ya no tenía sentido. El principio del fin se marcó en la memoria del oso cuando le regalaron a Sofía otro mono de peluche, un bello oso blanco, con una cinta roja en el cuello y una pequeña corbata de moño. Lo llamaron Filipo, y Godofredo lo odió con todas sus fuerzas: le parecía feo el lazo rojo, aborrecible la corbata de moño y ridículo el nombre. Pero la vida de Filipo fue breve: un día los papás llevaron a los niños a una fiesta, y Sofía volvió sin el oso. Godofredo creyó al principio que Rodrigo había reclamado a Filipo en pago de algún favor, pero cuando vio a Sofía meterse a su cama con cara de regañada, supo que su enemigo por fin había tenido su merecido, y volvió a tener fe en la vida.
Pero Sofía siguió prefiriendo a sus muñecas, y así pasó un tiempo largo, quizá años, en que Godofredo quedó arrumbado en un baúl de madera que había llegado a la casa sin que nadie supiera de dónde venía, era sencillamente parte del orden natural de las cosas. Ahí encerrado, Godofredo se pasaba días y semanas completas en la oscuridad de un rincón, y su corazón latía de esperanza cuando por fin llegaba alguno de los niños y abría el baúl: pensaba que llegaban por él, pensaba que otra vez se habían acordado de su oso, hacía esfuerzos por tender sus brazos regordetes, como de bebé, hacia el niño que buscaba otro juguete; los bracitos trataban de acercarse a los brazos de su dueño, pero el niño estaba ocupado en otro lugar del baúl hasta que después de un rato se volvía a cerrar la tapa. A veces el niño se iba con las manos vacías, otras se llevaba algún juguete, pero nunca a Godofredo. Después de tanto esperar y tanto desengañarse, llegó una época en que cuando sentía que otra vez estaban levantando la tapa del baúl ya no se atrevía a abrir los ojos para ver las manos que lo buscaran, se quedaba con los ojos cerrados esperando el contacto divino de las manos de un niño que lo viniera a sacar de su olvido. Pero esas manos ni siquiera lo tocaban: el baúl era muy grande y Godofredo había quedado en una esquina, perdido en su fondo.
Mucho tiempo después, en la oscuridad de un día como cualquiera, Godofredo oyó voces que no eran las de sus dueños: eran los papás que venían a al baúl. Estuvieron sacando todo y la mamá separaba los juguetes en dos grupos; uno de ellos era atemorizante, porque se trataba de juguetes viejos, rotos o descompuestos que ella ponía ahí sin mucho cuidado. En cambio el otro grupo eran juguetes casi nuevos, uno de ellos tenía todavía la caja en que había llegado. El oso empezó a confirmar su sospecha de que el primer montón era de juguetes que ya no querían en la casa, porque oía decir a la señora frases como “mira, esta caja de música le gustó mucho a Rodrigo de bebé, pero luego la rompió”, o “creo que este caballo de madera ya no tiene ni cola ni patas, mejor vamos a tirarlo”. En cambio oía que los del segundo grupo venían junto con expresiones como “este cochecito se lo vamos a regalar a tu sobrino Alejandro, el hijo de tu hermano Fernando”, y atando cabos en su pequeña cabeza, Godofredo que su futuro era uno de dos: lo iban a tirar en la calle como si fuera basura, o iría a parar a otra casa, a las manos de algún niño que él no conocía, lejos de ese baúl que por primera vez su vida le pareció bonito. Godofredo había estado en la misma casa, con Rodrigo y con Sofía, desde que era bebé, es decir, desde que fue comprado en la tienda. Había tenido una buena vida, si no se fijaba en ese último período en que sus dueños se habían olvidado de él. Pero seguía creyendo que sus amos tenían buen corazón, entendía que Rodrigo ya había crecido y ya no jugaba con osos de peluche, y entendía también que Sofía prefiriera a aquellas muñecas tan hermosas; él las habría preferido también. Con todo y esto, secretamente abrigaba la esperanza de que un día lo rescatarían de ahí, que un día se acordarían de él, y soñaba en su noche interminable que no recibía la luz de los días, que volverían los tiempos en que Godofredo saldría de si encierro y oiría otra vez su nombre, que alguien jugaría con él y lo llevaría a dormir a su cama. Mas las palabras de los papás, armadas como un rompecabezas en la mente de Godofredo, le decían que su futuro sería bien diferente, en una casa desconocida o todavía más triste, tirado junto a un camino como la muñeca fea de Cri-Cri. Mientras todavía estaba en el baúl, como aquel que aguarda su turno para ser fusilado, quería hacer eternos esos momentos de espera, sus últimos momentos en esa casa. En medio de sus desgracias, agradeció a la Vida que estuviera guardado hasta el fondo del baúl, porque así podía estirar la su esperanza.
“Mira, José Luis, aquí está Godofredo, ¿te acuerdas? Se lo regalamos a Rodrigo cuando todavía era un bebé, ya ni me acordaba de él. ¿Qué vamos a hacer con este oso? Ya no está tan bonito como cuando llegó, pero creo que le serviría a mi sobrina Anilú”.
“¡Ah, no! A Godofredo no lo vas a regalar a ningún sobrino tuyo. Ese fue el primer juguete de Rodrigo y ahí se va a quedar. Cuando crezca, ya sabrá Rodrigo qué hacer con él”.
En ese momento Godofredo se dio cuenta que su suerte sería otra, que seguiría ahí encerrado hasta que Rodrigo creciera y supiera qué hacer con él, pero que no se iría de esa casa. Le sonrió a la mamá, reconoció en José Luis a un aliado y dio aún más gracias a la Vida por esta segunda oportunidad. A partir de ahí, los años en confinamiento solitario en el fondo de un baúl que tardaba muchos días oscuros con sus noches indistinguibles para volverse a abrir, ya no le parecieron tan terribles a Godofredo. Todavía estaba joven, pero aprendió a ejercitar la paciencia que tienen los viejos; se volvió observador y prefirió escribir poesía que darse a la desesperación. Se convirtió en el decano de los juguetes que eran condenados a ese destierro, los aconsejaba y les decía que deberían de tener paciencia, aunque internamente sabía que algún día volvería la mamá con sus ansias renovadoras y todos estos compañeros serían regalados a algún sobrino, o tirados, a menos que alguien lo impidiera.
Lucía llegó a la casa algunos años después. Era una niña delgada, de cabellos oscuros y ondulados, con ojos grandes de un color café claro que miraba con seriedad y con amabilidad. Por un tiempo fue el juguete preferido de sus hermanos, porque había nacido cuando ellos ya estaban crecidos y habían pasado la edad de ponerse celosos por tener hermanito nuevo. La querían y la cuidaban, compartían sus juguetes con ella, Rodrigo quería que hiciera máquinas espaciales con su Lego y Sofía la enseñó a peinar sus muñecas. Al final, ganó Sofía y Lucía no quiso más hacer torres de petróleo ni naves de otras galaxias, y en recompensa por su apoyo tuvo todo el conjunto de muñecas de Sofía para ella sola; Sofía estaba ya en una edad en que sus compañeras de escuela abiertamente se criticaban por jugar todavía con muñecas, aunque secretamente dormían con alguna de ellas.
Habían pasado cinco años desde que Lucía nació; se acercaba su cumpleaños y había que darle un regalo para el 1 de Noviembre. Los hermanos no tenían dinero, así que se les ocurrió buscar en el baúl, y abrirlo por primera vez desde hacía mucho tiempo, para tratar de hallar allí algo que pudieran regalarle a Lucía. Así se fijaron de nuevo en Godofredo, por única vez desde hacía 7 años. Los ojos negros y grandes de Godofredo se enrojecieron por un momento y las piernas le temblaron, pero él se hizo el fuerte y se dijo que no iba a presentarse ante sus dueños como un oso vencido, sino como un oso que los había sabido esperar todo ese tiempo. A los niños les vinieron recuerdos de cuando habían jugado con Godofredo, de la cesión de derechos a Sofía, y estuvieron de acuerdo en que sería un buen regalo para la hermana chica.
Así fue como Godofredo se convirtió en el oso de Lucía. Como ella no tenía otros osos de peluche, sino nada más muñecas, Godofredo era un rey oso en una tierra sin otros osos, y disfrutó de unos meses hermosos, tal vez los mejores de su vida, acompañando a Lucía a todos lados por la casa, a la sala, al comedor, y al jardín. Pero lo mejor de todo sucedía al llegar la noche, cuando Lucía, que ya se consideraba una niña crecida, arropaba a Godofredo con una manta de bebé y lo colocaba a dormir en su propia almohada, junto a ella.
Por ese tiempo el papá consiguió un contrato para hacer un proyecto en una ciudad cercana, y empezó a viajar todas las semanas para estar los días hábiles atendiendo este trabajo. Con sus compañeros de proyecto rentó una casa en las afueras de la nueva ciudad, en la ladera de un cerro que hacía pocos años no era más que tierra y piedras, pero donde alguien había tenido la iniciativa de plantar ahí un bosquecito de eucaliptos, que habían crecido hasta alcanzar unos tres metros de altura. Era un bosque joven, con muchas hojas alargadas que llenaban de verde amarillento primero, y de amarillo cobrizo después, la tierra en donde habían caído. Por las noches soplaba fuerte el viento, movía las hojas y silbaba con ellas. José Luis batallaba siempre para dormirse con ese ulular que le recordaba su propia infancia, el silbido lejano del viento en el árbol al fondo de la casa de su abuelita.
Un día, el papá tuvo que viajar por trabajo a San Miguel Allende. En ese día lluvioso, en un escaparate que no quería resbalarse por una calle empedrada y empinada, vio una muñeca hermosa, y creyó que lo había mirado a él cuando pasaba. La sensación era parecida a lo que sucede cuando uno come en algún restaurante y voltea a ver hacia un lado, para encontrarse con alguien que lo mira a uno; así se había topado ahora con los ojos de la muñeca. Sintió que la muñeca le hablaba y se había fijado en él, y no le pareció raro porque desde que tenía hijos chicos había aprendido otra vez a mirar los escaparates con juguetes; cuando era niño había imaginado que los juguetes vivían su propia vida y despertaban durante la noche, y ahora de adulto imaginaba lo que pensarían sus hijos cuando recibieran los juguetes que a veces les compraba. Esta vez creyó que la muñeca quería irse a vivir a su casa, pensó que a Lucía le gustaría mucho, y la compró.
A Lucía le encantó la muñeca. Llegó de sorpresa, porque no era su cumpleaños ni era Navidad; era un día cualquiera de Enero, después de las fiestas de fin de año y con la esperanza lejana puesta en muchos meses después para volver a recibir regalos. Le gustó porque la muñeca era muy hermosa, tenía sus enaguas, sus medias y sus zapatos, un fondo y un vestido de holanes de la cintura para abajo, con motitas de color guinda sobre una tela blanca. Arriba en el busto el vestido era ceñido, tenía mangas terminadas en unas cintas que estaban un poco arriba de sus manitas, en las muñecas de la muñeca. Y encima del vestido, un delantal blanco, hermoso y bordado. Y el rostro, ese sí era un bello rostro: unos ojos azules y profundos, un poquito rasgados, con pestañas grandes que se cerraban para dormir. Su pelo era largo, ondulado como el de Lucía, de color rojo y fogoso, llegaba hasta debajo de los hombros y podía ser peinado con trenzas, o dejarlo suelto alrededor de su cabecita, o con el mejor de todos los peinados, uno que Lucía aprendió de su madre el día que ella iba a dar un concierto: anudado detrás, en chongo, y a los lados pegado al contorno de las sienes.
Natalia Gonchárova llegó para quedarse como la muñeca preferida de Lucía. La llamaron así porque era tan hermosa como Natalia Gonchárova, la que inspiró a poetas y a nobles y al mismo rey de Rusia. Así como aquella mujer atraía a los hombres, así la muñeca atraía a los muñecos. Como la Natalia de la historia, la Natalia de esta historia se sabía hermosa y además se sabía la única, la preferida de Lucía. Poco a poco, los demás muñecos y muñecas sufrieron uno tras de otro el desprecio de Natalia Gonchárova, y gracias a sus intrigas fueron condenados al olvido en un rincón del cuarto de Lucía. Godofredo empezó a temer que ahora sí, la siguiente etapa en su vida sería otra vez el fondo de aquel baúl, y dentro de unos años, más viejo y más roto, su destino sería ser tirado junto a un camino.
Sin embargo, en medio de toda esta inquietud se acordó Godofredo que tenía un aliado.
Esa noche había estado especialmente inquieta, el viento movía los eucaliptos y decía con silbidos lo que no había dicho ayer ni otras noches. El silbido y ese ulular que se mete en las casas a través de ventanas y debajo de puertas llegaba fuerte a José Luis, que quería dormir pero terminó por compartir la inquietud de la noche. Se levantó, se vistió de nuevo, se puso una chamarra para que el frío de la noche no llegara a su espalda, y salió a caminar alrededor de la casa. Entró luego de un momento, volvió a salir con un vaso de agua, y regresó después de un buen rato, con el viento ya calmado y una mirada en la que no se podía leer todo lo que estaba pensando.
Ese fin de semana llegó a su casa el viernes por la noche, ya muy tarde; los niños se habían quedado dormidos esperándolo. Pero el sábado, luego del desayuno, José Luis buscó a Lucía y le dijo que lo acompañara a la oficina, que quería que lo ayudara con algo; ella fingió que olvidaba despedirse de los hermanos: tenía la satisfacción doble de ser preferida a ellos y poder ayudar al papá.
“Tengo que hablar contigo de una cosa muy rara que me pasó allá donde trabajo, quiero ver si tú me puedes explicar. El martes pasado soplaba un viento horrible allá en el cerro donde tenemos nuestra casa. Tú sabes que la casa está en medio de un bosquecito de árboles, eucaliptos como ese que está aquí junto a nuestra casa, ese grande que tira muchas hojas. A veces sopla el viento por aquí y mueve todas las hojas, ¿verdad? ¿Te has fijado que cuando sopla muy fuerte el viento parece silbar? Eso se llama ‘ulular’ ”.
“Fíjate que esa noche el viento soplaba como si lo trajera el diablo. Imagínate que estás rodeada de muchos eucaliptos, que estás en una casa chiquita y que en tu cuarto las ramas de los árboles chocan contra tu ventana cuando sopla así. Si estás dando la espalda a la ventana, cuando chocan las ramas es como si alguien te estuviera tocando por la ventana. Así sentía yo esa noche. Me quería dormir porque iba a tener que levantarme temprano, pero con ese ruido, con esos silbidos que parece que alguien se queja, con esos ruidos en tu ventana que te hacen sentir que no estás solo, hasta yo que soy un papá tengo dificultad en dormirme.”
“Pero pasaba otra cosa rara esa noche. No sentía miedo, en vez de miedo tenía la curiosa sensación de que alguien que me conocía me estaba llamando. Me armé de valor, me vestí y salí a ver de qué se trataba. Enfrente de la puerta nada más veía a los árboles mecerse y a las hojas ulular con el viento, nadie estaba enfrente de la casa. Le di la vuelta para acercarme a mi ventana, porque ahí era donde había estado oyendo como que tocaban en mi ventana, ¿y sabes a quién me encontré? ¡A Godofredo! Tu pobrecito oso estaba brincando como podía, con sus patitas gordas y cortas, y cuando brincaba apenas alcanzaba a golpear la parte baja de la ventana con su manita izquierda, ya ves que él es zurdo”.
“‘Godofredo, ¿qué haces aquí?’ le pregunté con sorpresa. ‘Ah, José Luis, qué bueno que por fin saliste y me viniste a buscar. Tengo aquí ya un buen rato, saltando y tocando a tu ventana, y cada salto me cuesta muchísimo trabajo, acuérdate que soy un oso de peluche, y ya estaba muy cansado y pensaba que no te iba a poder ver’, me decía y jadeaba, se sentaba en una piedra y luego se levantaba y se paraba apoyando sus bracitos en las rodillas como esos deportistas que han hecho un esfuerzo muy fuerte y que no pueden quedarse sentados. ‘¿Y por qué viniste? Me da mucho gusto que me visites, pero platícame, se ve que quieres decirme algo, déjame traerte algo de beber y me cuentas.’”
“Se bebió el vaso de agua de un tirón, y se reanimó un poco. ‘Sí, José Luis, es verdad que quiero decirte algo. Tú eres mi amigo, me conservaste en tu casa cuando Beatriz ya me iba a regalar, y desde entonces supe que podría confiar en ti el día que tuviera un problema. Pues mira, la situación es ésta: yo y todos mis compañeros, los muñecos y muñecas de Lucía nos alegramos cuando llegó Natalia Gonchárova, ¡ella es tan hermosa! Pensamos que estaba bien que hubiera una muñeca realmente bella, y estábamos juntos en esto el Teufel, ese perro Rotweiller que es bien flojo y se la pasa todo el día echado y durmiendo en la colcha de Lucía, un gato de madera que no tiene nombre pero que es muy simpático, la muñeca esa de Beatriz que es muy sangrona (al menos ella decía que le daba gusto que hubiera llegado Natalia Gonchárova), la colección de cocodrilos de Lucía y yo, un simple oso de peluche. Todos pensamos que jugaríamos con Natalia Gonchárova, y creo que todos secretamente tuvimos otros pensamientos hacia ella. Claro está, todos excepto esa otra muñeca, que se volvió más fea y más odiosa de pura envidia a Natalia Gonchárova’”
“‘Pero no fue como esperábamos. En vez de acercarse a nosotros, Natalia se encargó desde su llegada de que ningún otro mono volviera a jugar con Lucía, imagínate, y ahora estamos todos con caras largas todo el tiempo, enojados y atacándonos unos a otros, y nos echamos la culpa de que Lucía no nos quiera. Lo entendemos, Natalia Gonchárova es más hermosa que cualquiera de nosotros, a Lucía le da gusto llevarla con sus abuelos y presumirla a sus amigas, quizá yo lo haría también en su lugar. Un día me armé de valor –me había dado ánimos el grupo de cocodrilos- y fui a presentarme como Godofredo von Kanon, poeta; ella apenas prestó atención a lo que dije. De pura tristeza escribí unos versos dedicados a Natalia Gonchárova, los pasé en limpio con esa hermosa caligrafía muy derecha que tenemos los zurdos, pero cuando fui a buscara y le dije que había escrito algo para ella nomás me escuchó distraída y ni las gracias me dio.’”
“‘Bueno, entonces ¿están todos ustedes preocupados porque Lucía ya no juega con sus demás muñecos?’ ‘No, José Luis, bueno… sí y no, cómo decirte…’ y se veía que Godofredo quería decirme algo muy importante, que no era nada más que Lucía ya no se acordaba de él. Lo animé para que siguiera hablando, le di unas palmaditas en las espalda y le dije que efectivamente, yo era su amigo y podía confiar en mí, porque yo lo había defendido de Beatriz hacía algunos años y podía hablar ahora con Lucía.”
“’No, José Luis, ¿es que no me entiendes? El problema no es con Lucía, el problema no es ese, cómo decirte, el problema es…, lo que me preocupa es…, la verdad es que… ¡yo amo a Natalia Gonchárova! ¡Sí, la amo, la amo con locura, yo que soy un oso de peluche ya transcurrida mi primera juventud, que ya he pasado por las manos de dos niños y ahora estoy con mi tercera dueña, yo que me veo en el espejo y me acuerdo de cuando mis ojos miraban con inocencia y mi panza era blanca como la nieve! No sé qué hacer, José Luis, ni siquiera me atrevo a hablarle a Natalia Gonchárova después de aquellos versos, mucho menos a declararle mi amor. ¡Ayúdame, tú que eres mi amigo, tú que me salvaste una vez, dime qué hacer! Vine hasta aquí para verte, hoy que es la Noche de los Vientos le pedí al Viento del Oeste que me trajera hasta tu casa y me ayudara a hablar contigo, él también es mi amigo, pero él no conoce ni a Lucía ni a Natalia Gonchárova.’”
“Me sorprendió muchísimo lo que me decía Godofredo, yo no sabía qué decirle. Al principio estaba muy agitado, estaba cansado por el viaje y por el esfuerzo por brincar hasta mi ventana, pero cuando hablaba y hablaba yo sentía que iba cambiando su cansancio por desesperación, y que al final, sus jadeos se habían convertido en sollozos. ‘Godofredo, no te preocupes. Yo me encargo de este asunto, déjalo en mis manos. A Natalia Gonchárova yo la llevé a la casa y por lo tanto puedo decirle que aunque sea bella, no puede ser tan soberbia, a fin de cuentas la belleza no le durará toda la vida. Y Lucía es mi hija, así que ella escuchará lo que yo le diga porque es buena niña, porque te quiere y porque yo sé que cuando me mira, cuando me ve atentamente y al final entrecierra los ojos, es que lo ha entendido todo. Regresa a tu casa, dile al Viento de Oeste que vuelva al Oeste y te deje ahí en tu lugar’. Godofredo se calmó con lo que le dije y me agradeció; después llamó a su amigo el viento y los vi alejarse volando y a los eucaliptos callando. Yo me metí a mi casa contento porque mi amigo Godofredo me había visitado, y pensando cómo ayudarlo.”
“Esto es lo que te quería comentar, hijita. Como te lo dije antes, ya eres una niña crecida y tú que eres la dueña de esos muñecos, sabrás qué hacer con el problema de Godofredo.”
Lucía escuchó a su papá todo el tiempo muy atenta, moviéndose poco y de vez en cuando levantando las cejas; quizá era la sorpresa de saber que Godofredo había ido solo, y tan lejos. Se apretó las manos cuando supo de los sentimientos del oso, pero no interrumpió a su papá. Al terminar, miró a su papá y entrecerró los ojos; se levantaron y la niña siguió a su papá hacia el coche, sabía que esa plática era lo que él le quería decir.
El resto del fin de semana todos en la casa vieron a Lucía paseando con Godofredo, veían que se iba a un extremo de la sala, y les parecía que ella hablaba con el oso.
Al siguiente fin de semana, todo el sábado Lucía estuvo muy seria, como pensando y un poco distraída. La mamá la veía y no sabía qué pasaba, creía que quizá no se sentía bien. El papá también la veía pero él sabía que la niña estaba pensando en Godofredo.
A media mañana del domingo, Lucía llamó a toda la familia a su cuarto. Los llevó uno por uno, los sentó en unas sillitas que había colocado junto a una pared, les dijo que guardaran silencio, luego tomó a sus papás de la mano y los cambió a las sillas de adelante y colocó otros muñecos en las sillitas vacías. En la pared del frente había preparado una mesita de té con un mantel blanco y con dos velas que encontró en la cocina. En medio, había un florero con de flores que cortó de la jardinera de su mamá. Le pidió a su papá que encendiera las velas, se metió al closet y dejó a todos esperando. Después de un momento, en el estéreo portátil empezó a tocar una música, y Lucía entró a su cuarto otra vez. Llevaba en una mano a Godofredo y en la otra a Natalia Gonchárova. “Godofredo y Natalia se van a casar” les dijo a todos. Sentó a los muñecos frente al altar, tomó un misal que sobrevivió del abuelo, lo abrió en las páginas del centro y simuló que leía, les preguntó a los muñecos si se tomaban por esposos, los muñecos le dijeron que sí, y los declaró marido y mujer.
Por unas semanas, José Luis se estuvo fijando en Godofredo cuando iba a su casa; le pareció que Godofredo era feliz, y hasta imaginó que se lo agradecía.
El amor de Natalia Gonchárova por Godofredo duró poco, había sido el amor de una bella joven por un caballero ya entrado en años: unos meses después, los dos muñecos estaban definitivamente separados, Natalia Gonchárova volvía a ser la favorita única de Lucía y Godofredo fue relegado al olvido, al destierro de los muñecos de esa casa.
Un día le preguntó José Luis a Godofredo qué había pasado, por qué ya no estaban juntos él y Natalia Gonchárova. “Mira, mi amigo” le dijo con voz seria el oso, “yo haría lo que fuera por Natalia Gonchárova, le he escrito versos y estaría dispuesto a batirme en duelo con cualquier muñeco de ahora y de antes, pero veo que no tiene caso. Yo pienso que Natalia Gonchárova no me quiere porque soy zurdo”.
José Luis prefirió contestarle a Godofredo que tenía razón.
Hoy, los dos muñecos están en el baúl. Natalia Gonchárova ha perdido algo del brillo en el pelo y de la tersura en su piel; también parece que ya no se fija mucho en que Godofredo es zurdo.
Xalapa, 12.6.2009
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