“Mira, m’hijo: ahora que ya te casaste, yo creo que estará bien si te cambias a una casa más grande que esa donde estás viviendo, porque luego vendrá la familia y los niños necesitan espacio para poder moverse a gusto.”
“Sí, papá.”
“Bueno, lo mejor será que aproveches el terreno ese que tenemos ahí por la calle de Atenas, ¿te acuerdas? Es uno que está en esquina, y tiene doble orientación, así que no va a padecer frío ninguno de ustedes.”
“Ay, Román, a esa edad ¿quién tiene frío?”
“Vieja, déjame hablar, no quiero que lo eches a perder por segunda vez.”
Romancito ve discutir a sus padres por milésima ocasión; aunque está seguro de quién resultará ganador esta vez, abriga la secreta esperanza de que algún día se haga la Justicia Divina y gane su mamá. No sucede así.
“A ver, dónde estaba…, te decía que en esa esquina yo he pensado que ustedes van a quedar muy bien. Toma en cuenta que ya casi toda la cuadra va a quedar en manos de nosotros, de no ser por ese viejo don Abelardo, ya ahorita tendríamos toda la calle, ahora voy a tener que esperar a que se muera para comprárselo a los buenos para nada de sus hijos…” carraspea con disgusto don Román, “entonces: habla con tu esposa y dile que la casa ahí es lo mejor, y claro, también le puedes decir que no deberá preocuparse por el costo, que yo me voy a hacer cargo.”
Romancito sale de la oficina del papá, feliz y contrariado. No sabía cómo decirle que el lugar donde estaba viviendo le parecía muy estrecho a la Negra su esposa, y llevaba ya un año hablando frente a su padre de los terrenos que él tenía y de lo que podría hacerse en ellos, pero sin decirle abiertamente que quería tener una casa más grande. Ahora tiene resuelto un problema y creado otro: a su mujer no le gusta el rumbo. Dice que el lado Norte de la ciudad está plagado de Pérez de la Serna, y no quiere estar en una calle en donde toda la familia política se entera a qué horas sale y a qué horas regresa.
Como uno de los pocos pronósticos que era capaz de hacer, Romancito comprueba la oposición de su mujer hacia la nueva casa: de ninguna manera se va a vivir a ese rumbo, cuando media ciudad le parece poca para tomar distancia de su familia política. Romancito regresa al siguiente día a la oficina del papá con el cálculo ingenuo de que los argumentos de su mujer lo convencerán.
“¿Pos no te dije ya que esa esquina está bien? ¿Qué es lo que le encuentra de malo la Negra? No, no, de ninguna manera. Ya invertí mucho dinero en ese terreno como para ahora ver qué hago con él. Dile a tu esposa que la saludo mucho y que tu mamá y yo queremos que todos los hijos vivan lo mejor posible.”
Romancito regresa cabizbajo con su mujer.
“¿Que qué? ¿Ahora resulta que tu papá no sabe qué hacer con su dinero? Muy fácil, que nos lo dé a nosotros y hacemos la casa donde queramos y como queramos.”
Este último argumento tampoco progresa con Don Román y la casa se empieza a construir en la esquina de la calle de Atenas. El ingeniero Boris Godunov es el encargado de hacerla, él sí es de fiar, no como ese bonachón y bueno para nada de su hijo Romancito, que nada más hace lo que su mujer le dice: el ingeniero Godunov no le pregunta a su mujer cómo hacer los castillos ni las cadenas, con él sí se puede trabajar.
La obra avanza y retrocede, porque la Negra llega y examina los muros que están levantados y no le entiende a las explicaciones del ingeniero, pero de todas maneras da su opinión acerca de las proporciones de arena, cemento y grava para las mezclas y tienta la paciencia del ingeniero relatándole que en su último viaje a Europa vio unos ladrillos hermosísimos que no eran de color rojo, sino del color de la tierra.
“Seguramente eran adobes, señora.”
“Ay no, cómo cree usted. En Europa están demasiado adelantados como para usar adobes.”
Por instinto de supervivencia la Negra deja que el ingeniero trabaje, pero hay un lugar en donde ella sabe mejor que nadie cómo deben de ser las cosas: el cuarto de los niños. Le pide explicación al constructor y no entiende que los muros “trabajan”; revisan los planos, la Negra tampoco entiende por qué unas rayas están punteadas y otras con trazo grueso, al día siguiente le traen una maqueta, la Negra sigue sin entender y la obra avanza inexorablemente hasta que el cuarto de los niños está completamente terminado. En ese momento se da cuenta la señora de que así no debía de ser, que el closet iba para el otro lado y la ventana para la parte de adentro de la casa, no viendo hacia el jardín. El ingeniero Boris Godunov está tomado entre dos fuegos y hace lo mejor que puede para quedar bien con la joven esposa del cliente nominal y para no hacer enojar a Don Román, el verdadero cliente, pero al fin cede. Tumba la habitación y la vuelve a levantar según las instrucciones de la señora.
Don Román y Boris Godunov tienen juntos muchas obras, como para saber que la primera etapa de una construcción es limpia, trazo y nivelación, la segunda es cimentación, y que no se vuelven a tocar esas partidas en el resto de una obra. Así que con temor entrega el ingeniero la estimación de gastos en donde aparece el concepto demolición de habitación y luego el concepto nueva cimentación, esperando que Don Román viole su costumbre milenaria de revisar uno por uno los gastos que va a pagar.
“¿Qué es esto? A ver, explíqueme ingeniero, si lo contrato a usted es porque sabe hacer las cosas. ¿Cómo está que a mitad de una obra usted me sale con estas partidas? ¿Se equivocó usted? Porque no creo que me quiera ver la cara, ¿verdad?”
El ingeniero Boris Godunov siente que la mirada lo traspasa, palidece y explica tartamudeando que la Negra se dio una vuelta por la obra cuando estaban empezando, revisó los planos y les hizo unas correcciones porque “ella también sabía de construcción” y ahora que siguió sus indicaciones resulta que a la señora no le gustaron.
“Pero Boris, Boris, me asombra que usted me diga esto… ¿pues qué no sabe usted que a las mujeres no hay que dejarlas aparecerse en las construcciones sino hasta que están terminadas? Y además, ¿quién le está pagando? ¿Ella o yo? ¿Por qué no me dijo antes?”
El ingeniero sale regañado y con la orden terminante de deshacer los nuevos cimientos, volver a hacer los cimientos originales de la habitación de la discordia, y decirle a la Negra cada vez que se aparezca por la obra, que es bien recibida en la construcción pero será mejor recibida cuando se la vaya a entregar.
La Negra monta en cólera y el ingeniero escucha con resignación de santo sus opiniones sobre Don Román. De rato llega también Romancito, no entiende que los albañiles estén tapando con tierra las zanjas que habían abierto para los nuevos cimientos y teme que el ingeniero, por ahorrar costos y tener contento a su papá, vaya a poner esa habitación directamente sobre la tierra, sin cimentación. El ingeniero le explica lo que sucedió, le informa que regresan al plan original autorizado por su papá, y le pide que la próxima vez que la Negra venga a visitar la obra, que por favor la acompañe él mismo, en calidad de marido y hombre de la casa.
Al hombre de la casa lo ponen como lazo de cochino en su propia casa. Ese día alcanza el siguiente nivel en las etapas de meditación, al conseguir tomarse la sopa sin prestar atención al discurso de su mujer.
Finalmente la Negra entiende que el que paga manda, aunque sea el suegro, pero desquita su coraje en forma equitativa: la mitad con su marido, la mitad con el ingeniero. Ambos sufren su suerte con mansedumbre. A ambos los mueve el interés económico.
La obra avanza según lo previsto (descontando la semana empleada en tumbar la habitación y volverla a hacer) y el ingeniero anuncia que la construcción ya está en obra gris, que falta nada más la elección de los pisos, baños, cocina integral y color de las paredes. Don Román tiene una cuenta pendiente con don Sebastián de Aparicio, porque hace seis meses le vendió un camión para su negocio donde vende pisos, baños y cocinas integrales y todavía no le paga. Don Román mata dos pájaros de un tiro permitiendo que don Sebastián decida pisos, baños y cocinas integrales.
Sin embargo, por caballerosidad instruye al ingeniero Boris Godunov sobre la verdad oficial:
“A la Negra hay que decirle que le pedí lo mejor a Don Sebastián y que él me lo vendió a precio de oro, pero qué le vamos a hacer, todo sea por la familia.”
La Negra no toma con filosofía que Don Román haya tomado esa decisión, ni siquiera en aras de la familia, y la emprende contra el ingeniero por no le avisó a tiempo para que ella pudiera intervenir. El ingeniero se defiende abriendo imprudentemente la puerta a una opinión de la Negra:
“Pero el color, señora ¿cuál va a ser? Me pidió Don Román que le preguntara cuál era el que usted prefería.”
“Mire, ingeniero: la mera verdad, ahorita no estoy de humor para pensar en el color que quiero. Después le digo.”
El ingeniero informa el resultado de su misión y Don Román sonríe.
Una semana después, el ingeniero Godunov llega a cobrar su estimación, donde hay una sola partida: mano de obra. A Don Román le parece raro que no le pase una cuenta de materiales ni de herramienta y pregunta por qué. El motivo es la necesidad de mantener ahí a los trabajadores, aunque no hagan nada, porque si los deja ir después será un problema volverlos a contratar.
“Explíqueme, ingeniero, ¿y por qué no están haciendo nada?”
“Es que la Negra no ha decidido el color.”
Don Román explica sin muchos formalismos que está en desacuerdo, pero paga la estimación. El sábado siguiente, el ingeniero llega con la misma historia. Don Román limita aún más los formalismos de su desacuerdo, y paga.
El miércoles, Don Román va a darse una vuelta por la obra; llega de mal humor, puesto que ha contratado al ingeniero Boris Godunov porque con él tendría que verse nada más dos veces -cuando le paga la obra completa por adelantado y cuando la recibe- y ahora ha tenido que alterar esa rutina para poder considerar las opiniones de la Negra.
Don Román ve a los albañiles sentados alrededor de una fogata donde colocaron encima una lámina para calentar el almuerzo que les llevaron las esposas. No hay avance. No percibe el aroma delicioso de los tacos de huevo con rajas, de queso, de frijoles, de picadillo, de chorizo y de chicharrón que le ofrecen los trabajadores, y va directamente con el ingeniero para exigir explicaciones.
“Es que la Negra no me ha dicho el color que quiere, Don Román.”
“Pues dígale a la Negra que si no se decide hoy mismo, mañana me hace favor usted de pintar la casa completamente de negro.”
Don Román sale furioso y el ingeniero se queda pensando cómo dar la noticia a la dueña de la casa.
A la siguiente semana, la casa está pintada de blanco, con algunas paredes exteriores de color azul cobalto. La Negra llega a ver la obra con Romancito, y dice en voz alta para todo el que quiera escucharla:
“Es que no podía acordarme dónde había visto esos colores, hasta el otro día recordé que fue en Coyoacán, y yo todo el tiempo pensando que los había visto en Europa. Se ve muy bonita la casa, ¿verdad, ingeniero?”