En 1970 se estaba creando apenas la universidad en mi ciudad, y gran parte de las conversaciones de nosotros, estudiantes de preparatoria, eran acerca de dónde pensábamos estudiar. Las opciones eran principalmente tres: Guadalajara, Guanajuato, México. Unos pocos se habían ido al Tecnológico de Monterrey desde el bachillerato, eran los que habían nacido en familias de mejores recursos. Yo decidí irme a México, me llevé mi trabajo de última categoría en el Banco de Comercio, y viajaba todos los días en la mañana desde Insurgentes y Félix Cuevas, en camión, hasta un edificio viejo en el centro por la calle de Uruguay. México ya era grande, pero no monstruoso; tenía tráfico, pero podía hacer ese viaje en media hora, y con un poco de suerte, en 25 minutos. A veces ocupaba el tiempo leyendo, a veces miraba los compañeros de viaje, siempre miraba las calles. Mis amigos de la prepa me habían desviado un poco de la música clásica y me habían mostrado que también Pedro Infante y Jorge Negrete cantaban con arte, y me enseñaron a disfrutar la inspiración de José Alfredo y sus sentimientos expresados en español; me ayudaron a entender que la letra no tenía que ser en un idioma que no entendía para ser hermosa, y a veces subían cantantes que hacían su vivir de nuestro recordar sus canciones.

Aquel día se subió en el camión alguien que también hacía su sustento tocando música para los que regresábamos del centro; apenas le concedí una lejana mirada cuando entraba. Empezó a tocar, pero no era guitarra ni acordeón, tampoco cantaba: tocaba usando una hoja de árbol, puesta en la boca para soplar sobre la hoja, de perfil, y hacerla vibrar y hacerla cantar. Las notas se afinan sujetando los extremos de la hoja en las manos, y al estirarla con mayor o menor fuerza, la nota sube o es más baja. Yo ya sabía de ese arte, puesto que el director de la secundaria nos había enseñado que las hojas de eucalipto no son buenas, son quebradizas, y que en cambio son preferibles las de laurel de la india, que ésas tienen una consistencia que las vuelve manejables para producir las notas.

El músico había empezado a tocar, reconocí la hoja, y conjeturé que había escogido precisamente algún laurel de la india o algún trueno, porque producía un sonido agradable, le alcanzaba a dar un vibrato y nos daba la sensación al improvisado auditorio de que era algo de arte lo que quería hacer, y no nada más ganarse la vida. Reconocí a José Alfredo, y extrañé a Pedro Infante, a aquel Pedrito que también me conmovía cuando cantaba

Despacito, muy despacito,

Se fue metiendo en mi corazón,

Recordé a mis amigos de la prepa y a Raúl, que se había enamorado de una muchacha rica y pasó la prepa sin estudiar y sin conquistar su amor.

El músico caminaba entre los asientos, lentamente y calculando que le alcanzara la canción para todo el recorrido, y yo oía sin verlo, prestando más atención al amor frustrado de Raúl que a las notas del músico. Recordé que la canción había recibido uno de esos momentos de inspiración de José Alfredo, cuando modula a tono menor en la primera expresión de la frase

Y sabiendo que no era buena

La fui queriendo sin condición.

La intuición de José Alfredo lo llevó a repetir esa misma frase, con la misma melodía, pero sin la modulación a menor, y así da una hermosa sensación de tristeza la primera vez, y de resignación cuando la repite.

Pero el músico no moduló a tono menor, el músico no tocó sol-la bemol, sino tocó sol-la natural, no respetó la modulación a menor dictada por la musa trágica que inspiraba a José Alfredo. Ahí perdió todo mi interés, ahí desprecié su falta de sensibilidad y de respeto al talento de José Alfredo, y decidí no escuchar más; siempre viajaba con un libro que me salvaba de los semáforos demasiado largos y de los incipientes embotellamientos que entonces se formaban por la avenida Cuauhtémoc. La impresión de aquel libro había sido revisada por formadores y por editores que sabían hacer su trabajo, y no tendría errores tan ofensivos a la memoria de ningún José Alfredo ni al talento de Pedro Infante.

El músico terminó su canción, y viajó con paso más decidido entre los asientos, con la esperanza de que los pasajeros de ese camión fuéramos generosos, con el temor de que no lo fuéramos, y con la prisa de poderse bajar en la siguiente esquina para iniciar su siguiente concierto en el siguiente camión. Algunos le daban monedas, otros ni siquiera lo miraban. Yo lo busqué con la vista, para ver el rostro de aquel que no supo respetar las tradiciones, y acaso para confirmar si había tocado con una hoja de laurel o si había sido otro árbol el que le donó su instrumento. El músico se dirigió a mí con una mano que pedía su cooperación, y que extrañamente tenía la hoja de árbol, su instrumento, metida entre dos de sus dedos. “¿La misma mano para sostener la hoja y para recibir el dinero?” pensé yo. Levanté la vista, y vi a un muchacho joven, de pelo crecido y mal peinado, barba mal cortada, que usaba una camisa con la manga izquierda enrollada a la altura de su hombro: le faltaba ese brazo. No tenía el brazo izquierdo, y con la mano que le quedaba me pedía un poco de dinero y sujetaba la hoja que había sido su instrumento, y con esa misma mano había desafinado aquel la bemol, que yo había visto como una afrenta a la memoria de José Alfredo; pero me vi a mí mismo, despreciando al músico por una nota, cuando la vida lo había privado de un brazo y todavía con la mano que le quedaba nos había regalado unos instantes de música, que habían sido recuerdos del fin de mi adolescencia y de mi despertar a otra música, la música mexicana.

Me avergoncé, saqué unas monedas y se las di. Todavía alcancé a mirar esa mano derecha, y a imaginarme cuán difícil sería para él tensar la hoja con sus cinco dedos; pensé que medio tono de distancia, entre el la natural y el la bemol, era bien poco comparado con la diferencia entre tener una mano y tener dos.

El músico bajo del camión y lo perdí de vista. Nunca he vuelto a escuchar a alguien que haga de Tocar la Hoja una forma de vida.

 Aguascalientes, 18.4.2007

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