No hay plazo que no se cumpla, ni letra que no se venza, y el antiguo Director ya se había dado cuenta en carne propia que la sabiduría popular, excepto cuando se refiere a la ciencia, tiene mucho de verdadero. Mientras permaneció en el puesto como Delegado Editorial en Atotonilco de Enmedio, con nivel de Director, vivió en tranquilidad los seis años que al principio le parecían eternos y al final, un sueño. Había intentado cumplir su misión y publicado unas cuantas obras, unas pocas por convicción propia y muchas otras porque el Gobernador debía favores; gracias a estas publicaciones tenía la conciencia limpia ante la posteridad. Pero algo le dijo a lo largo del sexenio que algún día se terminaría, y que más le valía aprovechar el puesto para hacer unos cuantos amigos, para tener la conciencia limpia también ante su propia posteridad.
Lo hizo, y ese día estaba a punto de conocer el verdadero valor de la amistad: vería de cuánto le iban a servir este par de sobrinos-nietos de aquel autor no muy conocido pero que con un poco de suerte podría ser taquillero. Había invertido lo que pudo rescatar del sexenio feliz en esto que conocía bien, editar libros, y fundó una editorial. La mujer le había dicho loco, pero como lo quería, terminó por ayudarlo en su locura, y ahora estaban ahí los dos, nerviosos por saber cuánta gente asistiría a la presentación del Opus 1 de esa editorial en que se estaban jugando su destino.
Una hora antes de las ocho de la noche, todavía estaban vacías las sillas. Los trabajadores habían colocado el estrado, acomodado las sillas, puesto unas jarras de agua y vasos para que los del Presidium pudieran refrescarse, pero la gente no llegaba. “Estamos en México, no te apures, ya vendrán”, le decía la esposa para animarlo. Por fin, faltando quince minutos, llegaron tres personas que se sorprendieron de ver nada más a los dos organizadores, y con vergüenza en los pasos se acercaron a ellos y les preguntaron si ya se había terminado el evento.
“¿Ves? Te dije dónde vivimos, ese par creía que habían llegado una hora tarde”, le dijo la esposa cuando se quedaron de nuevo solos. El antiguo Director Editorial suspiró y volteó hacia la entrada de la calle, donde estaban platicando varias personas que reconoció como invitados, pero que parecían haberse estacionado ahí. “Creo que éstos están pensando que el acto inicia a las nueve”, pensaba con desesperación, cuando se decidió a entrar el grupo, caminando a través del zaguán de la casona colonial que le habían prestado para lanzar su empresa editorial.
Todos en el grupo vestían informalmente; el calor del día más largo del año y la amistad con el antiguo Director Editorial lo justificaban. Al final, aparecieron dos caballeros que no platicaban con los demás, parecían admirar la arquitectura de la casona, usaban traje oscuro y corbata. Eran los sobrinos-nietos del autor exhumado; el anfitrión corre hacia ellos para obsequiarles su mejor sonrisa: “¡Bienvenidos! Me da mucho gusto que hayan venido, este acto no podría estar completo sin ustedes”, los toma del brazo y los conduce a la primera fila.
Estaban todos los que tenían que estar -o al menos, los que se pudo juntar- y dio inicio el evento. Primero habló la nieta del que había sido Cronista de la Ciudad, quien alcanzó a conocer a alguien que oyó una vez al autor exhumado; la nieta dijo con palabras emocionadas que su abuelo hubiera estado orgulloso de participar en el acto. Luego le tocó el turno a un estudioso que confesó desconocer la obra del autor exhumado cuando terminó su carrera, pero que un día que andaba en una librería de viejo en México se encontró una primera edición, la compró (y la leyó) y se le hizo muy interesante; también mencionó, como para llenar el tiempo, que el pueblo estaba muy cambiado ahora.
Durante las intervenciones, los fotógrafos de la prensa que el antiguo Director Editorial había halagado dándoles exclusivas cumplían a conciencia su encargo, distrayendo al público con sus flashes y pasando por delante de la primera fila. El más notorio era el que cargaba al hombro una enorme cámara de cine, que fue tolerado porque significaba que la noticia del evento pasaría al día siguiente por televisión. Al verlo, tanto hombres como mujeres se acicalaban y se sentaban muy derechos cuando sentían que la cámara apuntaba hacia ellos.
El tercer orador fue una experta en literatura, que habló del “arte concentrado” y las “sibilinas metáforas” que había usado hacía más de un siglo el autor exhumado para describir la ciudad, y aventuró la idea de que el libro que hoy se estaba reeditando llegaría a considerarse un precursor del movimiento dadaísta. Al final, la nieta del cronista de la ciudad, que actuaba como maestra de ceremonias, dijo que era indispensable que hablara quien era el “motor del acto”, -así, con esa metáfora de actualidad, haciendo una pausa para calcular su efecto ante el auditorio- el que tuvo el tino de identificar esa obra inolvidable para ponerla a disposición del público actual, es decir, el antiguo Director Editorial.
El interesado se levantó y agradeció a todos su presencia, estuvo a punto de soltar una lágrima por el sexenio anterior, les dio a entender lo que esperaba de ellos, y para terminar, cuando casi se le había olvidado, pidió un aplauso para los dos sobrinos-nietos del autor exhumado. El público, agradecido porque sentía que por fin había terminado ya el acto, aplaudió a rabiar.
Y después, se hace el silencio. El público siente que ha cumplido su papel y espera la señal de desbandada. Sin embargo, por cortesía, la maestra de ceremonias pregunta si hay alguien que quiera decir unas palabras, e inesperadamente levanta la mano un señor sentado al fondo y que había estado escribiendo durante todo el evento en una libreta Moleskine, quizá para sentirse también autor. El señor se levanta y dice que agradece la invitación, hace un elogio de la obra, etcétera; el público está impaciente pero esperanzado en que pronto terminará de hablar, pero al señor se le ocurre decir una atrocidad.
“Veo que todos estamos muy contentos de estar aquí en este pequeño homenaje al autor exhumado, y veo también que todos agradecemos al antiguo Director Editorial su invitación. Pues yo los invito a que no sea nada más un agradecimiento de palabra, sino que con los hechos lo demostremos a aquel que se atrevió a invertir su tiempo y su dinero en crear una editorial. Señores: ¡que nadie salga de aquí sin haber comprado el libro! Antiguo Director Editorial, ¿cuánto cuesta?”
El público abre los ojos con sorpresa e indignación, el anfitrión recupera instantáneamente la fe en la humanidad y da el precio; unos pocos se acercan resignados a comprar el libro. La mayoría no sabe qué hacer, pero aprovecha el momento en que el anfitrión está de espaldas a la salida, hablando con los sobrinos-nietos, para escabullirse.
Los sobrinos-nietos salen con sendos libros; ese los tuvo que regalar el editor para agradecerles el permiso de reeditar la obra.
El antiguo Director Editorial y su esposa se han quedado solos, mirando los libros que no se vendieron y calculando cuántos ejemplares podrán distribuir en las librerías.