Años después de servirlo lealmente, curando las heridas y leyendo las señales del cielo antes de entrar a batalla, Kochku había ganado su confianza; en medio de la bruma que se mueve a lo alto como si también fuera una montaña, oculto a los ojos del mundo, sostenía una conversación con el dios; abajo esperaban sus palabras, cuando él hubiera descifrado la forma del dios, oculta en el perfil de la niebla: el frío de lo alto y la soledad templaban su ánimo, mientras los demás esperaban, mientras él esperaba la voz. Se reconocía más distinguido en sanar heridas que en pronosticar batallas, y adivinando su propio futuro, lo miraba igual a este invierno, rebasado por los hombres que sabían guerrear; esta fuego en su espíritu no lo apagaba ni el frío de lo alto ni su de shamán.
En la gran quiriltai, ante todas las tribus convocadas para designar khan, Kochku desempeñaba su papel; a la señal de subir al cielo para conocer el mensaje del dios, montó en su caballo blanco de manchas grises; los pasos dejaron de oírse, luego se hizo pequeña, a lo alto, su imagen; al mediodía era un punto que solamente miraban los que podían ser vigías. Un poco después, las nubes que descendían de la montaña sagrada pintaron de gris y de blanco aquel punto negro; sus hermanos, indignos de subir a aquella morada, empezaron a proclamar que el dios lo estaba esperando y que Kochku volvería en unos días, cuando la niebla recibiera orden de levantarse porque lo que estaba oculto había sido revelado; hoy, los ojos de hombre no podrían ver el encuentro del dios con su elegido ni conocer la forma en que transmitían sus designios.
Los hombres esperaban su regreso y el mensaje del dios; temeroso, algún jefe se había acercado ayer al shamán preguntando lo que esperaba escuchar en el cielo: recibió una respuesta vaga, casi desdeñosa; parecía un viejo cansado cada vez que subía al cielo, rehuía cualquier contacto humano: sus hermanos decían no comprenderlo y públicamente atribuían la fatiga a las noches de vela y ayuno, preparándose para el dios; su rostro de ojos de halcón, nunca honrado por cicatrices de guerra, se llenaba de grietas; todos entendía que era el peso que tenía que cargar. La espera ante un fuego en la estepa transcurría en medio de historias traídas de todos los lados del mundo, vestidas con nuevos colores que salían del fuego y del humo que bailaban sobre las brasas. En ellas, el gran muro del sur había crecido como las sombras de tiendas y hombres proyectadas por el fuego, y los bosques del norte no únicamente eran hogar del tigre y el lobo, también vivían ahí los espíritus; alguien vio una vez uno: tan grande como el oso, tenía ojos de brasas y su aliento era fuego. Otros dijeron que habían visto un mar más grande que Aral, donde olas altas como montaña devoraban a los que se atrevían a cruzarlo; su agua sabía a sal y no calmaba la sed.
A los tres días adelgazó la niebla en las riberas de río Onon, el agua apresada en el monte sintió un día de primavera, rompió su costra de hielo y llenó el cauce del río; los hombres aún atisbaban la montaña mientras los dioses devolvieron a Kochku y regresaron, con las nubes, al cielo. Venía transfigurado después de su jornada en la montaña sagrada: sin capa, sin gorro, el pelo alaciado y brillante, los ojos radiantes, todo parecía recordar que había visto al dios. Esa noche en concilio ante los jefes de tribu, preguntó si era necesario conocer de antemano la voluntad del dios para honrarla; Oclu, el más viejo de todos, habló por cada uno: “¿quiénes somos nosotros para cuestionar los designios del cielo? Habla y di su palabra, que nosotros la respetaremos”. Kochku pronunció dos nombres: el del guerrero que vivía entre ellos, y la forma en que deberían llamarlo de aquí en adelante.
Temujin se levantó, le fue entregado el estandarte blanco con las nueve colas de yak; se proclamó señor del mundo, inferior sólo a los dioses y ofreció su amistad y conquistas a quienes respetaran su ley y siguieran sus órdenes. Los jefes, a nombre de todos, juraron obediencia a Gengis Khan; Kochku, mirando en la sombra, aguardaba su hora.
Estepa clareada de voces y tiendas y carros tirados por bueyes, algunos marchados al Oriente y otros al Poniente; unos pocos cazadores idos al norte; estepa vacía de pastos, porque este verano fueron muchas las bestias que comieron aquí; también en silencio la voz que Kochku quería oír que el khan pronunciara; lo colmó de regalos y le dio a elegir por esposa entre las princesas más bellas capturadas al norte, pero no le dio un ejército. Desde que el Khan era Temujin había escuchado al shamán referir, entre presagios de grandeza, extrañas palabras del dios: que sería buen capitán, que le diera un ejército; mas eran incomprensibles en la boca de un dios, a menos que se tratara de un dios enemigo. Temujin llegó a donde estaba porque sabía conocer a sus tropas, al enemigo, y al terreno de la batalla; sus hermanos tenían lugares importantes en el ejército: el más fuerte derrotaba al enemigo, el más inteligente elegía dónde librar las batallas. Observaba el rostro de Korchku y faltaban las cicatrices, veía sus ojos y eran los de quien ha visto al dios, mas no los del que podía ver detrás de los montes y adivinar dónde concentró el enemigo sus fuerzas; esos ojos podían ver una herida y, si era curable, discernir el remedio; dio a esos ojos la princesa más bella para que se perdiera en el azul de sus ojos de cielo y creyera hablar con los dioses hablando con ella, pero no le dio un ejército.
Le contestó: “cuando puedas galopar disparando tus flechas hacia atrás, volveremos a hablar.”
Kochku reclamaba otros méritos: su padre Mungik había cuidado a Temujin cuando sólo era el hijo de un líder muerto a traición; lo envió lejos y a salvo mientras cuidaba a la viuda; el hijo pensó que puesto que su padre había dado calor a la viuda, él podría ser pagado también, cuidando las armas; buscaba en el cielo el augurio para salvar también él al Khan de una nueva emboscada.
Mungik también había buscado a los dioses, pero no pudo escuchar su voz cuando estuvo en lo alto; acumuló experiencia para compensar el silencio divino. Al hijo lo llamó ingrato por no saber portar la palabra del dios; el mensajero contestó que en esta ocasión, los dioses le habían dicho algo más. No dijo otra cosa, había resuelto que el silencio sería mejor aliado que este padre por siempre doblado a la voluntad del khan.
Kochku había conocido, desde joven, el sabor del poder y de la intriga; supo que para mandar no era necesario ser fuerte ni tener la razón, observó que una verdad ilusoria puede más que la fuerza de diez bueyes; se reconoció hábil en crear verdades que más tarde deberían ser afianzadas mediante complicidad. Un pensamiento nunca claro corroía su ambición: ignoraba el uso del poder, una vez conseguido. Sus seis hermanos se encargaban de divulgar su fama de mensajero del dios y de propagar el mensaje; uno de ellos, el que lo siguió en la montaña, conocía la verdad; fue el primer conjurado, el que se sentaría a su diestra cuando el tiempo llegara. El padre lo veía subir y bajar la montaña mas no creía en su mensaje; sus años habían visto pasar muchas noches de invierno y siempre las mismas estrellas, creía que los dioses jugaban con el mundo cuando querían encender un sol nuevo, no cada mañana con el sol que aparece; sin embargo, él protegería la sangre que había transmitido con la sangre de su propio cuerpo.
El shamán era hombre del monte, subía descubierto hasta las cimas nevadas para recoger el mensaje del dios; secretamente despreciaba al khan, hombre de la llanura, que basaba su poder en la capacidad de sus jinetes para atravesar grandes distancias; con bochorno no confesado, nunca entendió esas maniobras antes de que sucedieran y quiso ignorar que esa es la diferencia que convierte en khan al hijo de un hombre asesinado. El dios nunca le revelaba mensajes para él: toda instrucción, todo conjuro y cualquier señal iban dirigidas al jefe, quien al final discernía entre sus palabras lo que él creía adecuado, aunque las palabras del dios hubieran dicho otra cosa. Reclamaba al dios que sólo lo usara de mensajero, y al khan, que no siempre escuchara el mensaje; estos reclamos fueron la ofrenda del que se sabe impotente.
Un día el Khan lo convocó a hablar en su yurta vacía; toda arma quedaba en la entrada para desalentar al acero de ser el postrer argumento. Le dijo:
“Mis hombres, dejados solos, son como las fieras del bosque. Así vivieron hasta que los obligué a mirar el mismo objetivo; así dejamos de ser víctimas de nuestros enemigos y los convertimos a ellos en víctimas. He preparado el Yasaq, las leyes que mis hombres tendrán que obedecer debajo del cielo. Tú les dirás cómo hablar con el dios.”
Juntos declararon que asesinato, adulterio y sodomía serían castigados con la muerte; también el robo mayor y el comercio con cosas robadas. Kochku habló del peligro de brujería, quería ser el único para interpretar los designios divinos. Para Temujin se había adoptado ya el nombre de Gengis Khan; Kochku sería nombrado Teb-Tenegri, que significa el más celestial; entre todos los hijos de hombre, ellos eran los más cercanos a Tengri, el dios del cielo.
Habían proclamado a Kochku el mensajero del dios; le fue asignado un lugar en lo alto, como si estuviera de pie en una cima nevada; insatisfecho, observó que aunque alrededor todo está abajo, la mano no puede tocar el cielo. Recogió la mano que quería arrancar un pedazo de azul y la dirigió a los asuntos del reino: “Tenemos de avanzar a Kitai”, quiso ordenar, “donde guardan riquezas custodiadas por altas paredes.”
El Khan sentía miedo cuando Kochku hablaba en nombre del dios, pero en asuntos de hombres sabía qué era mejor: “¿Y qué harías en la estepa con el oro del Kitai?”
“Tendría diez tiendas y cien bueyes.”
“¿Y qué pasará a nuestro pueblo el día que cada uno tenga diez tiendas y cien bueyes? ¿Quién hará la guerra? ¿Quién nos guardará del enemigo? Los mongoles somos poderosos porque nos podemos mover con todo lo que poseemos. Si un gran ejército de Kitai viniera a atacarnos, fingiríamos una gran retirada por tierras que ellos no conocen, daríamos la vuelta y lo atacaríamos por la retaguardia, destruyéndolos aunque fueran diez veces más fuertes. Pero tú serías el primero en morir, porque estarías preocupado en cuidar tu tesoro y no podrías moverte junto a nosotros. Aquí, el oro de Kitai vale tanto como una piedra en el monte”.
Esa noche, haciendo un último intento de tocar las estrellas, concluyó que el khan prefería su yurta al mejor palacio de Samarkanda y sostuvo que todo mongol, internamente, cambiaría el frío y el calor de la estepa por un muro de adobe. Despreció a su esposa, la de los ojos de cielo, por haber nacido en una yurta de árbol, despreció al mongol por comer y dormir y guerrear en la grupa de un caballo, despreció a su padre por haber librado a Temujin de la emboscada con los kuritai, despreció a sus hermanos porque creían sus palabras de haber visto al dios, y despreció al que, sin creerle, obraba como si en verdad le creyera.
Quasar, el más fuerte de los hermanos del khan, acostumbraba nadar en las aguas del río. Si las aguas estaban congeladas, abría un hoyo golpeando la superficie para poder sumergirse; en un pueblo de hombres a caballo y de estepa y desierto, él encontraba placer en imitar a los peces. Decían que era tan fuerte que podía vencer a diez hombres juntos; Kochku, que había propagado esa hazaña, sabía cuánto era verdad. Una mañana fue con sus hermanos al lugar donde sabían que Quasar se bañaba; vieron de lejos un bulto con sus armas y ropa, y moviéndose en las aguas, algo que parecía un águila pescando. Lo esperaron junto a la ropa, lo insultaron y lo golpearon, un hermano quiso empuñar la espada; Kochku le recordó la pena que esperaba al mongol que derramara sangre de otro mongol.
Quasar fue con su hermano y narró la afrenta, exigiendo justicia; el Khan se rio de él y le contestó: “dicen que eres capaz de pelear con diez enemigos pero no pudiste pelear con siete hermanos, aunque ninguno es guerrero”. Quasar se sintió ofendido, tomó su caballo y partió rumbo al bosque.
Ante el soberano, Kochku negó la afrenta: “debes saber, señor, que anoche me visitó el espíritu en sueños; vi un reinado breve para ti y después, muchos años para Quasar. Mis hermanos y yo fuimos a advertirle que conocíamos sus planes.” El Khan creyó que el dios lo alertaba de un peligro, mandó traer a su hermano, lo despojó de sus títulos y ordenó vigilar sobre él.
La madre de Quasar conoció la desgracia del hijo y fue ante el Khan: se postró en el suelo, descubrió el pecho y dijo: “tú bebiste del lado derecho y Quasar del izquierdo. ¿Qué clase de leche pudo tomar él, como para traicionarte después de estos años? Si has de castigarlo, mejor que sea a mí puesto que no lo supe criar”. La vista de su madre implorando cercenó la ira pero no desechó la bruma en la mente del Khan; ordenó liberar al hermano, lo mantuvo en vigilancia.
Días más tarde, Kochku buscó al hermano menor del monarca, llamado Temuge, y lo insultó en público. De nuevo recibió el soberano a un hermano ofendido y escuchó otra queja contra el mismo shamán; esta vez fue la hermosa Borte, su esposa, quien defendió al ofendido: “si tus hermanos pueden ser insultados, el día que tú mueras se levantarán tus enemigos, tomarán a tus hijos y los matarán”. El velo cayó de los ojos del Khan, decidió no escuchar más la pretendida palabra del dios; ordenó a Temuge: “cuando venga, haz con él como quieras”.
Llegó Kochku con su padre y hermanos a visitar al Khan; dejaron sus armas a la entrada y se postraron ante él. Cuando el shamán se levantó y empezaba a hablar, Temuge recibió una señal de su hermano; se lanzó contra él, sujetándolo de la garganta y destrozando la tráquea con sus dedos. El Khan intervino: “aquí no; salgan y arreglen sus diferencias”. Temuge arrastró al shamán hacia la salida, y con tres guardias suyos que lo esperaban afuera, acostaron a Kochku boca abajo y golpearon su columna con el canto de un hacha, para romperla sin profanar el suelo derramando sangre de un mongol. Él pidió ayuda, pidió perdón; al final, tumbado y sintiendo que el hacha separaba su alma y su cuerpo, entendió que había sido nada sólo un instrumento: del dios, para el mensaje; del khan, para el poder.
Ante el ruido y los gritos salieron los que habían quedado en la tienda; la guardia personal rodeó al Khan, protegiéndolo. Mungik vio al hijo muerto, se postró ante el soberano y dijo: “te serví antes que fueras mi rey, te serviré mientras viva”.
Gengis Khan conservó a Mungik junto a él, pero desterró a los hermanos.
Fuentes: la historia aparece, con ligeras diferencias, en René Grousset (The life of Chingis-Khan, The Empire of the Steppes) y en Harold Lamb (Genghis Kan, emperador de todos los hombres).
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