“Compañeros, el que está llamado a la lucha social, deberá estar preparado para las contradicciones” – era una arenga frecuente que Vladimir lanzaba cuando la sesión de estudio sobre El Capital terminaba en una riña verbal, donde todos atacaban a todos, intercambiaban insultos y se arrebataban argumentos, y al final no se recordaba el objeto de la discusión. Sus palabras tenían el efecto mágico de calmar los ánimos y convencer de que lo que antiguamente creían en el proverbio
Los designios de Dios son insondables
ahora profesaban algo aún más profundo, igualmente insondable y además libre de superstición religiosa:
Todo lo que es real en la historia humana se vuelve irracional con el devenir del tiempo.
F. Engels.
y todos se sentían bien porque habían sido irracionales en los momentos anteriores.
La intención de fondo de Vladimir cuando usaba aquella frase era hacerles ver que era natural el desacuerdo y que ellos no estaban haciendo otra cosa más que seguir los postulados del Materialismo Dialéctico, programa científico que había sido elaborado en forma primitiva por Marx y Engels, pero que en su etapa final, cuando el Comunismo llegara, tendría una fórmula matemática para todo conflicto, hasta el de la Revolución.
He aquí otra contradicción –reflexionaba Vladimir-, ¿para qué querríamos la Revolución teniendo ya el Comunismo? ¿Acaso habría que derrocar al régimen también entonces?
De las contradicciones teóricas a las prácticas –orientar la acción con los obreros o con los campesinos- y luego a las triviales, como continuar la discusión con algunos compañeros o acompañar a Nadezhda a su casa, su vida estaba llena de contradicciones, empezando por su origen. Difícilmente podía justificar su existencia como parte de la clase explotada, porque había nacido burgués, de padre burgués, y cada vez que tenía alguna dificultad económica sabía que podía recurrir a la ayuda de su madre, viuda de un funcionario del Imperio, de aquellos a los que todo mundo está obligado a dirigirse como Su Excelencia. Buscaba en los escritos de los Maestros algo que justificara su origen –mejor aún, que dialécticamente lo negara– y terminaba siempre, pedestremente, consolándose con ejemplos. ¿Después de todo, quiénes eran Marx y Engels sino burgueses que hablaban de la Revolución desde la seguridad de sus despachos? Cierto pero peligroso de decir en público, y sus pensamientos terminaban siendo nada más para él, quedando en el nivel de tesis, nunca llegando a antítesis y mucho menos a síntesis. Para coronar el problema –frase impía que también guardaba para sí mismo- en Rusia ni siquiera hay estadísticas, porque todavía no tenemos obreros: ¿con quién me habré de comparar?
Le preocupaba nunca reñir con Nadezhda, por ejemplo. Los dos tenían orígenes burgueses que prudentemente nunca sacaban a relucir en sus conversaciones; ella como él, estaba comprometida con la lucha, ambos profesaban respeto por la educación, ninguno tenía apego al dinero ni les preocupaba la cárcel o el destierro. “¿Es que nunca vamos a enojarnos?” se preguntaba Vladimir con cierta angustia ideológica, porque había oído expresar una forma menor del pensamiento dialéctico en la frase
Lo hermoso de los pleitos son las reconciliaciones.
Se había mudado a San Petersburgo para encontrar a la verdadera clase trabajadora, según Marx: los obreros. En provincia, según recordaba, solamente había burócratas y policías, los contados círculos revolucionarios eran tan escasos que muchas veces, para reunir el quorum, invitaban a sus reuniones al agente de policía encubierto que los vigilaba, y solamente tenían que tener en esas ocasiones la precaución de hablar de lo que sucedía en Francia y en Alemania, nunca de la realidad rusa. La vida en provincia era aburrida, sofocante, sin expectativas, y lo peor, la Revolución nunca llegaría a Rusia desde la provincia, sino desde la capital. Ahí se encontraba en terreno conocido, aunque nunca hubiera estado en ese lugar, porque ya tenía otra contradicción: ¿cuál capital, Moscú o San Petersburgo? ¿La rusa o la europea?
En las reuniones revolucionarias siempre se coincidía en un punto, aunque nunca se asentaba en el acta: sesionaban en San Petersburgo porque ahí estaba el Zar. No lo iban a destronar desde Irkutsk o desde Kazán, tendría que ser en el Palacio de Invierno o en el Campo de Marte. Ciertamente era un pensamiento incómodo para un revolucionario, que tantas decisiones dependieran del lugar de residencia del odiado tirano, pero así tenían que ser las cosas. No lo dijo Marx ni Engels, pero así tenían que ser.
El Maestro decía que la lucha de clases se manifestaba en la acumulación de los medios de producción en unas pocas manos, los explotadores, en detrimento de la clase trabajadora. El problema era que en Rusia todo, absolutamente todo, era del Zar, el “amo de todas las Rusias”. Marx había hablado de fábricas y de dueños, aquí se tenían jornadas de 13 horas, allá de 14, la condiciones eran diferentes y las tácticas podrían acomodarse a cada situación, pero en Rusia ¿qué eran los así llamados dueños de fábricas, sino otros esclavos del Zar? Después de muchas deliberaciones, decidieron que ignorarían de momento al Zar, y harían de cuenta que los así llamados dueños, eran los dueños.
Un problema más apremiante era que en Rusia faltaban obreros y sobraban campesinos. El país estaba dividido en ciudades y campo, en las ciudades había burócratas y policías, y en el campo, naturalmente, campesinos. Unas pocas fábricas habían llegado a establecerse en Rusia, pero era para pagar salarios menores aún que los que pagaban en Alemania, y los revolucionarios rusos, que deseaban más fábricas en Rusia, enfrentaban el cargo de conciencia revolucionaria de desear una mayor explotación de los obreros, para que pudiera haber fábricas en Moscú, y así disponer en Rusia de una verdadera clase trabajadora. Nunca pudieron acordar si se solidarizaban con los patronos que venían a instalarse en Rusia, o con la clase trabajadora rusa.
En realidad no había otro camino. Los campesinos estaban dispersos en todo el país, eran demasiado ignorantes, no sabían leer, no les entraba nada en la cabeza y todo lo esperaban del Zar y de la Divina Providencia, aunque ni ellos ni sus abuelos hubieran visto jamás al Zar ni a la Divina Providencia. Además, los campesinos eran anónimos, tan carentes de nombre y de rostro como todos los que retrató en sus obras el burgués Tolstoi, revolucionario desde su título de conde, que ni siquiera había podido renunciar a los derechos de autor porque su esposa y sus hijos se lo impedían.
Trabajar con los obreros también tenía sus problemas: eran campesinos recién trasplantados a la ciudad, tan ignorantes y analfabetos como ellos, tan impermeables a las ideas como sus parientes que todavía sembraban trigo, que además de todo, al revés de los campesinos, nunca tenían tiempo porque sus jornadas de trabajo eran extenuantes y al terminar, lo que querían era emborracharse y dormir. ¿Hablar de conciencia de clases y de lucha revolucionaria con los obreros? Primero convencerían a la estatua de Pedro de señalar con su brazo a Siberia, en vez de a Finlandia. Una convención de intelectuales burgueses tuvo en Vilno una idea que resultó efectiva, aunque sacrílega: ayudar a los obreros en sus asuntos legales. Frecuentemente sucedía que la policía detenía a un obrero por cualquier causa, que lo tuvieran en la cárcel como parte del mobiliario, y que meses después alguien se acordara de él, y al no encontrar el expediente, lo dejaran libre. O el obrero venía borracho y no cedió el paso a algún funcionario, o lo encontraron con panfletos revolucionarios en sus bolsillos, aunque no supiera leer. Vladimir era abogado y podía ayudarlos. Probó y se ganó el afecto, la admiración y la recomendación para más trabajos gratis, pero no ganó fervor revolucionario entre los obreros.
“El compañero Vladimir ha dado consejo legal al obrero en vez de indoctrinarlo ideológicamente”
“Con obreros felices y contentos, ¿cuándo tendremos revolución?”
Con estas y otras objeciones, se vio que la lucha, como su nombre decía, no era cuestión de argumentos legales, sino de revolución.
El pensamiento de que la misma creación de las condiciones de lucha, que significaba empeorar las condiciones de los obreros, acechaba el corazón de los revolucionarios. No sabemos si alguno de ellos sucumbió a la tentación de convertirse en explotador para exacerbar la lucha de clases, disfrutando como opresor en este mundo aunque manchara su memoria en un inexistente más allá; sabemos que Vladimir no lo hizo, podemos conjeturar que la duda lo corroía, pero no conocemos sus razones.
Inevitablemente, la policía arrestó a Vladimir junto con algunos compañeros, y todos fueron a parar a la cárcel mientras se encontraba la acusación proporcional a la sentencia dictada, exilio en Siberia. Pasó un año en la cárcel, que aprovechó para estudiar, para recibir visitas y para convencer a todo el que lo escuchaba que su condición actual era parte de la lucha de clases, que así estaba escrito desde siempre, o al menos desde 1848. La policía lo consideraba a él y a sus compañeros, más como incomodidad que como peligro, y cuando salió de la cárcel le concedieron unos días para despedirse de su familia, para arreglar sus asuntos y para tomarse una fotografía, guardada para la Historia, posando él y sus compañeros revolucionarios antes de Siberia.
Lo mandaron a la región sur, a un pueblo llamado Sushenskoye donde había un clima menos agresivo que el de la tundra, desde donde uno de sus compañeros, Martinov, le escribía que el día más importante del año había sido cuando llegó al pueblo la dotación de vodka para el invierno, que celebraron con una procesión encabezada por el pope vestido con ropajes de fiesta, con incienso, acólitos y un hermoso coro formado con los campesinos de la región, que cantó a varias voces cantos religiosos. Martinov también necesitaba su ración de vodka, así que envolvió sus convicciones ateas en un relicario, asistió al evento, se inclinó ante la figura de Cristo y se persignó; mas tarde escribía a Vladimir, con filosofía:
Si la revolución fuera cuestión de formar un coro de campesinos,
hace mucho tiempo que Rusia sería comunista.
Vladimir era abstemio, pero también padecía frío, y confiaba en que las contradicciones que había dejado en San Petersburgo vendrían en su auxilio. Así sucedió, inevitablemente: Nadezhda también fue apresada por la policía, encontrada culpable de sedición, y enviada al destierro a la ciudad de Ufa en los Urales, lejos de la capital y también de Siberia. La madre de Vladimir, que todavía era viuda de un funcionario del Imperio, solicitó a las autoridades que Nadezhda fuera enviada a Shushenskoye con su hijo. Las autoridades pusieron una condición: esa parejita de agitadores tendría que casarse. Se produjo el esperado torrente de correspondencia dialéctica entre Vladimir y otros desterrados, debidamente interceptado por la policía: ¿era lícito someterse a esa institución burguesa, el matrimonio? ¿No habían hablado ya los maestros, en el peor de los tonos, de esa institución decrépita? Al final la pareja revolucionaria dio su consentimiento, pero las autoridades pusieron otra condición: ya que en Rusia solamente existe el matrimonio religioso, Vladimir y Nadezhda deberán casarse por la Iglesia Cristiana Ortodoxa.
Y el más ateo de los rusos, y la más indiferente a su porvenir personal en esta y en la otra vida, se casaron por la Iglesia. Quizá, si la Historia estaba escrita para suceder de ese modo, ya tendrían ocasión sus biógrafos de lidiar con el hecho de que Vladimir, en su camino para establecer una Rusia sin tirano y sin superstición religiosa, había tenido que celebrar matrimonio religioso y besar la imagen del Zar. Por el momento estaban juntos, y los fríos de Siberia no serían más soportables.
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