Cuando la ley y el orden habían sido establecidas en el imperio, empezaron a llegar quejas al ministro Li Si: no había suficientes hombres para las obras encargadas por el emperador Qin Shihuang, sus palacios estaban a medio construir y las murallas al norte permanecían separadas, no eran un trazo continuo. En caso de continuar así las cosas, la primera cabeza que rodaría sería la del ministro, quien había convencido al monarca de disfrutar los deleites ganados después de las conquistas, y que lo dejara a él gobernar.
“Los únicos que se ofrecen voluntarios para las obras son los zapateros, porque se han quedado sin trabajo”, dijo el informante cuando se despedía.
Li Si decidió investigar, y caminó por la ciudad con la esperanza de encontrar en la plaza los vagos de siempre, los primeros que irían a parar a las minas. Guardaba una extraña inquietud por los zapateros que abandonaban su profesión; aunque se respetaba más la agricultura, una profesión no se abandona sin verdaderos motivos. Encontró vacíos los talleres donde antes se hacían y se arreglaban zapatos, preguntó a las familias y le respondieron que el esposo se había ido al ejército, o a trabajar en el campo, o se había empleado con algún señor; no sabían cuándo regresaría.
En la plaza encontró muchos vagos, pero eran inútiles: a uno le faltaba un brazo, el otro estaba cojo. Eran más que los que él había esperado, y preguntó los motivos; la respuesta fue una: habían cometido un delito y su castigo fue perder una mano o un pie. Li Si recordó que de acuerdo al código legal del Señor de Shang, que él mismo había implantado, casi todas las faltas se castigaban con mutilación. El legislador estaba cierto en su pensamiento de que casi todo hombre delinque, pero no calculó las consecuencias: los que habían sido castigados ya no podían cometer más delitos, pero tampoco podían trabajar. Había tantos a los que les faltaba una pierna, que no era necesario fabricar más zapatos.
De regreso a palacio, reflexionó la manera de presentar su informe al emperador. No podía decir que sus propias leyes habían dotado al imperio de un ejército de lisiados, porque él sería castigado y enviado a servir en ese ejército. Decidió proclamar una nueva idea para mejorar al imperio: los delitos serían castigados con trabajos, no con mutilación, de esta manera el Estado tendría más hombres para sus obras y los zapateros regresarían a ejercer su profesión.
El emperador, que esperaba con impaciencia la terminación de su palacio, aprobó la idea.
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