Un profesor de pocas luces enseñaba a los clásicos, como mejor podía, a los niños de su aldea; la gente lo quería por su naturaleza bondadosa, no por su sabiduría.
Un día murió la madre de uno de los campesinos importantes del pueblo y fue con el profesor para pedirle que escribiera un elogio a la difunta; discutieron las maneras posibles, y el campesino aceptó, también sin entender por qué, la necesidad de crear una oda.
Se sentó a trabajar el profesor, pero no encontraba las palabras; su pincel dibujaba símbolos ya conocidos, dibujados al azar, sin dar forma a una oda. Se reconoció incapaz de avanzar así y buscó entre los textos que guardaba como tesoro, que lo habían acompañado por años. Encontró uno que hablaba de la muerte que nunca traiciona porque todos la esperan, le pareció adecuado y lo copió, símbolo por símbolo; en la tarde se presentó a ofrecer sus respetos en casa de la difunta y entregó el manuscrito.
Al día siguiente vino a visitarlo el campesino, enojado porque pasó una vergüenza: a medida que leían la oda se hacía claro que estaba compuesta para un muerto que era hombre, y él quería honrar a su madre. El profesor, sacando las mejores luces de su simpleza, contestó:
“Mi oda está bien: la encontré en uno de mis libros y la copié exactamente. El problema es que en tu casa murió la persona equivocada, debió ser tu padre y no tu madre.”
Fuente:
Leí la mitad de esta historia en 101 cuentos clásicos de la China, recopilados por Chang Shiru y Ramiro Calle.
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