Cuando el impío emperador Zhu Di decidió que Beijing fuera su capital, quiso dotarla de sendas torres para anunciar con campana y tambor a todos los habitantes de cualquier peligro, estaban todavía vivos los clamores por su usurpación; a la torre de la campana solamente le faltaba su corona, la del tambor fue edificada desde los cimientos. El maestro Kuan Yu, que había fabricado cañones en el tiempo en que su señor codiciaba el trono, podía ser distraído ahora, cuando nada más faltaba reescribir la historia, en crear una campana.

Kuan Yu recibió todo lo que necesitaba del emperador: dinero en carretillas y órdenes de que todo súbdito colaborara en lo que ordenara el maestro. No abusó del poder: con sus antiguos cañoneros empezó a transitar el incierto camino de crear un molde para vaciar el metal hirviendo que debería producir el sonido más grave imaginable, comparable al retumbar de un trueno en el valle sin atemorizar el espíritu, sino deleitando al oído.

Hicieron las dos partes del molde y las juntaron para que en medio de ellas pudiera deslizarse el metal ardiente; con temor y esperanza anunciaron el día de la fundición. Asistió Zhu Di y su séquito, él orgulloso de su designio y los demás mirando de reojo al maestro fundidor, envidiando que conociera otro arte, además del de anotar, día con día, los cambios de humor del monarca. Vertieron el metal, el molde resistió; todos felicitaron a Kuan Yu y empezó el período de enfriamiento, los días en que el metal pierde su color de fuego y va tomando el de una tarde de lluvia.

A la ceremonia de despegar los moldes asistió poca gente, habían perdido el interés por el posible fracaso. Pero una campana lo es hasta que está colgada y tañe, lo mismo que un cañón, hasta que dispara sin reventar; el maestro lo sabía y quitó con cuidado los moldes, lentamente y sin lastimar la campana. Descubrieron un defecto en el producto: la superficie se veía atravesada por líneas que anunciaban grietas. Informaron al monarca del problema y desecharon la campana.

Kuan Yu no fue convocado a palacio; recibió la orden de hacer de nuevo el trabajo y que fabricara la campana pedida. Con cuidado acuciado por miedo, vigiló cada paso: la elección de los materiales, la forma de los moldes, la temperatura del horno, los metales que mezclaría. Nunca, en los cientos de cañones que hizo, se tomó tanto trabajo en cuidar una fundición. El día designado recibió al mandarín enviado por Zhu Di, quien leyó las palabras de éxito y amenaza pronunciadas por el hijo del Cielo. El metal se fundió, fue vertido, pudo escapar el aire por las aberturas prescritas, cesó el ruido del metal hirviente y empezó el silencio del enfriamiento. A los diez días prescritos levantaron el molde externo; la campana lucía hermosa y no habría necesidad de trabajo excesivo para purificar de costras los símbolos sagrados, emergidos del fuego, el metal y la tierra. Colocaron los andamios para sostenerla colgada, empezaron a levantarla y sonó por única vez, como un quejido, al romperse.

El emperador se enfureció y convocó al maestro. Postrado en kowtow, escuchó la advertencia imperial: “elige entre dos suertes: gloria a ti y a la campana, o los dos serán destruidos.” Frente a él depositaron un cuchillo con el que debería poner fin a sus días, en caso de no poder cumplir el encargo.

Kuan Yu no sabía qué hacer: su experiencia completa en fundición de cañones había sido aplicada, con cálculos precisos para que la campana tuviera la fuerza de sostenerse y además produjera el sonido ordenado; no hallaba la manera de mejorar lo que ya había hecho y veía la deshonra, peor que el suicidio, al final de su camino. En casa lo recibió la hija, Ko Ai, de quien se decía que sus ojos tenían el perfil de la almendra y cuando miraban, parecían hojas de otoño brillando al sol; amaba a su padre, y le preguntó la razón de su tristeza. Él se desahogó ante un alma inocente, que no conocía los dolores del parto ni el arte de traer campanas a la vida; ella lo consoló y le dijo que el Cielo favorecería su trabajo, puesto que su mismo Hijo lo había ordenado.

El maestro y su gente, con la espada de la deshonra sobre sus cabezas, repasaron el procedimiento, vigilaron con atención cada paso, hicieron guardia en las noches para que nadie se acercara y les contaminara con desechos o con piedras, ni molde ni metales. La hija oró y pidió la ayuda de sus antepasados, pero conociendo su ignorancia, fue a ver a un agorero para que le indicara el camino que el arte de la fundición  era incapaz de encontrar.

“El emperador ha sido maldito por sus actos, no está en manos de tu padre borrar esta maldición; para que la campana pueda ser, es necesario que la sangre de una doncella se mezcle con el metal de que estará hecha.” Ko Ai no conocía al emperador ni sabía de metales y hornos; sabía que su padre era maestro en su oficio, y ahora supo que era necesario algo más que el oficio.

El día señalado para la fundición, Ko Ai acompañó a su padre; le recordó sus oraciones y con una extraña certeza le aseguró que esta campana tañería en la torre. Ahí estaba el funcionario que había llevado la orden, también algunos curiosos; los trabajadores miraban con miedo a los moldes, al horno, al metal que se fundía y a los rostros con malicia que esperaban gozar del fracaso. Hirvió el metal, tomó el color del fuego y del rayo, empezaron a verterlo en el molde; la hija soltó la mano del padre y se arrojó al metal hirviendo. Kuan Yu, que miraba con aprensión el proceso, solamente alcanzó a sujetar un zapato de su hija. Ella se disolvió en el fuego, no la volvieron a ver; el padre gritó, quiso acercarse, quiso brincar también; sus ayudantes lo contuvieron.

Cuando quitaron los moldes, la campana había adquirido un tono rojizo; fue subida a la torre y sonó, el tañido retumbó por toda la ciudad y al final, todos escucharon un nuevo sonido, no un tañer que se apaga, sino algo que parecía un zumbido o una queja. Los que conocieron la historia decían que la campana, después de tañer, decía “hsie”, que significa “zapato”.

Fuente:

E.T.C. Werner: Myths and legends of China
Dover Publications, NY 2014

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