Al general Zhou le habían asignado un ayudante llamado Ming; venía altamente recomendado, lo precedieron grandes hazañas. Zhou lo recibió con recelo y le asignaba tareas menores para entretenerlo y para impedir que luciera el desconocido talento; un sentimiento de miedo envolvía al general cuando observaba que a cualquier tarea encargada aceptaba sin replicar, en los consejos lo veía nada más observando y no hablaba si no poseía un argumento.

Llegaron a un río; en el lado opuesto estaba el enemigo, esperándolos. Deliberaron y decidieron que un ataque al amanecer, viajando en sus barcos, sería lo mejor; una discusión erudita, si el arco o la espada prevalecerían al ataque, los distrajo tres días y dos noches; Zhou preguntó a Ming su opinión. “La espada” les dijo, “solamente puede usarse a corta distancia. Necesitamos atacar desde lejos, para eso son el arco y la flecha.” El general encontró la oportunidad que buscaba: “Pero no tenemos suficientes flechas. Ya que has propuesto este medio, te ordeno que produzcas cien mil flechas en una semana. Si es posible antes, mejor.”

Durante dos días vieron a Ming sentado junto a la orilla del río, mirando a lo lejos el campamento enemigo; Zhou pensó que estaba urdiendo una excusa, pero no podía violentar una pregunta directa; lo dejó hacer. Al tercer mediodía Ming ordenó que le prepararan veinte barcas con tripulación de remeros, que las pusieran a la vista del enemigo, y que fabricaran, lejos de la orilla, doscientos espantapájaros con paja y carrizo. Cayendo la noche, cayó una bruma y colocaron las figuras en las barcas; velaron, y antes de que el cielo se encendiera de azul, zarparon a la orilla opuesta.

Cuando estaban por llegar junto al enemigo, Ming ordenó crear el mayor alboroto posible, con palos, tambores, voces y gritos. Los vigías lanzaron la voz de alarma; formaron rápidamente sus cuadros y se prepararon para repeler el ataque. En la bruma del amanecer empezaron a distinguirse las siluetas de las barcas, con hombres armados en cada una de ellas; la oportunidad era propicia para atacarlos con flechas, que llovieron sobre las barcas, enterrándose en los monos de paja. Mientras el ruido siguió, persistió la lluvia de flechas.

Cuando el sol empezaba a levantar la bruma, Ming dio orden de regresar. El enemigo pensó que había rechazado el ataque, y se regocijó; las flechas clavadas en los espantapájaros surtieron de armas a las tropas de Zhou.

Ming se presentó al general: “Aquí están las flechas que necesitamos. Deberemos atacar la siguiente noche, volverá a haber niebla. El enemigo está confiado y usarán el mismo remedio que ellos piensan les sirvió.”

Zhou prefirió el riesgo en la batalla a la deshonra de ser superado por un estratega; envió de regreso a Ming a la capital, llenándolo de elogios.

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Fuente: 101 cuentos clásicos chinos, recopilación de Chang Shiru y Ramiro Calle.

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