Jesús Gómez Medina
30.9.1918-17.2.2009
In Memoriam
Hoy, 30 de septiembre, mi padre cumpliría 92 años; su tiempo terminó en febrero de 2009. Disfrutó una larga vida, con una sabiduría que no heredamos sus hijos: en nuestra generación nos han consumido los días y los años con las preocupaciones de la carrera, los estudios fuera, la educación de los hijos, el trabajo. El fue más sabio que nosotros, porque no trabajó para el Gobierno ni estudió matemáticas, no tenía que hacer fichas para lo que escribía en el periódico, solamente tuvo un empleado, se reunía con sus amigos dondequiera que los encontraba y le bastaba ver la familia junta para ser feliz; ahora entiendo, vivía cada día como un regalo.
Al día siguiente de su muerte, el P. Xavier Castañeda ofició la misa de difuntos. El conoció a mi padre y lo llegó a escuchar en confesión; a los hermanos mayores nos trató desde que estábamos en la preparatoria, nos honró a la mesa y nos quiso acompañar en esa, última vez que estuvo presente mi padre. El Padre no llegó triste a la misa, porque su oficio le hace ver la muerte como cruzar una puerta, y porque entendía bien que el tiempo de mi padre ya debía terminar. Los últimos años se habían ido en quitarle las luces de su traje de torero, aquel que vistió cuando joven; poco a poco había ido perdiendo la memoria, el discurso coherente, el valerse de sí mismo, y hasta el reconocer como hijos a los que lo visitábamos; al final, su corazón fuerte quería seguir jugando y nosotros veíamos, con pena, que no había marcha hacia atrás. El Padre supo con alivio que mi papá había cruzado esa puerta y ofició una misa que celebró la larga vida que tuvo mi padre y nos dijo, como lo queríamos oír, que después seguiríamos nosotros, pero que ya no habría después otras puertas para cruzar.
Al final de la misa el Padre invitó a mi hermano Jesús a decir por nosotros, lo que había sido mi padre. La memoria, infiel, me hacer recordar sus palabras y confundirlas con otras que yo nunca dije; lo que digo ahora será, lo espero, un pasable recuento de lo que Jesús nos contó.
“Mi padre vivió una larga vida, y creo que debemos estar contentos por eso; me puede su ausencia, pero quiero que pese más el recuerdo de los días que viví con él, de lo que me enseñó, de lo que vi y me gustó, y también de lo que no me gustó. Porque mi padre fue un hombre, como cualquiera de nosotros, pero distinto a nosotros en que supo sacar de la vida precisamente lo mejor que la vida tiene para darnos: amigos, alegría, amor, hijos, familia. Porque mi padre fue un hombre, y también tuvo defectos: nunca supo manejar bien un coche, y nos decía que el Guadalajara era el mejor equipo del mundo. Porque mi padre fue un hombre, y los amigos que no se le adelantaron, están ahora aquí con nosotros”.
“Nació en una época violenta, pero sólo alcanzó a ver una poca, en la guerra cristera; habían cerrado las escuelas religiosas y él asistió, con sus hermanos, al Colegio de la Paz, en la casa vieja que tenían las monjas en la calle Primo Verdad, que con los años convirtieron en un colegio para niñas. A mis hermanos y a mí todavía nos tocó estudiar Kindergarten ahí, y yo llegué a ver un pozo, con su espejo de agua en el fondo, en uno de los patios del colegio. Las madres muy grandes me llegaron a hablar de él, y me miraban como miran los viejos a un niño, cuando conocieron al padre: viendo el paso de sus propios años ahí, y la permanencia de los años del padre en el niño que ven. Estudió lo que se podía aprender entonces, Contador Público, y ejerció esa carrera con una notoria falta de vocación: él no era una persona de hacer cuentas, ni propias ni ajenas, él era una persona para reunirse con otras personas”.
“De su juventud le quedaron dos grandes amores: los toros y el futbol. En esa época, y por único error, vistió la camiseta del América; cuando Javier de la Torre se fue al Guadalajara se cambió a esa religión y en la casa no podía haber otro equipo que no fueran las Chivas. Los toros fueron una afición más perdurable, porque durante 45 años escribió las crónicas de lo que sucedió en nuestras plazas de toros. Llegó a ser uno de los mejores cronistas del país, y uno de sus amigos, Jorge Durán, se burlaba de él diciéndole que las crónicas le salían tan bonitas porque las escribía con mucha anticipación a las corridas. Algunas de esas crónicas se volvieron legendarias: mi padre manejaba con maestría ese lenguaje florido y recargado que se utiliza en el ambiente de los toros, pero que los entendidos saben apreciar. Ya hacia el final de sus años productivos, escribió una de las mejores historias de plaza que se conozcan, en una edición que conservamos los hijos y unos pocos afortunados.”
“Tuvo más amigos que habitantes en Aguascalientes. Cuando éramos pequeños era imposible caminar dos cuadras sin encontrarnos a un amigo suyo que le gritaba en la calle ‘¿cómo estás, Mula Gómez?’ y a veces nos pedían perdón a nosotros los hijos por llamar así a nuestro padre; pero todo mundo lo conoció así y el origen del apodo lo atribuyen los que lo quisieron más a su patada fuerte en el futbol, y los otros, a las bromas que les gastaba. Cuando se convenció de que ser Contador Privado no era lo suyo prefirió ser Agente de Seguros, y ahí ejerció su verdadera profesión, hablar, contar chistes, y reunirse con sus amigos, y celebrar. Dirigió un grupo en el que cada año tenía algún agente al que traba de enseñar, y al año siguiente decía que ese agente no sabía aprender. Sus grandes amigos se fueron quedando en el camino antes que él. De niños nos hablaba de Don Filemón Alonso, su patrón en la Distribuidora Abarrotera, que casi lo obligó a comprar su primer coche, un Ford 1951, y que le regaló el ingreso al Club Campestre. Lloró la muerte de Victor Manuel Soto Llaguno como si fuera su hermano, y escribió para el periódico una elegía de Rafael Rodríguez que no parecía hecha por un escritor de ocasión, como él era.”
“A nosotros, sus hijos, nos crió como el hombre que salía del mundo en donde el padre era la ley, pero que entregaba sus hijos a otro mundo distinto, donde había otras leyes que apenas se estaban formando. Algunas de estas leyes no las entendió, como las profesiones de mis dos hermanos mayores, pero se regocijaba con los triunfos grandes y pequeños de cada uno de sus hijos. Conmigo le gustaba hablar del pueblo que conoció y que no trataba de convertir en historia.”
“De todos los recuerdos que tengo de él, el que más me viene a la mente es el amor que siempre le tuvo a mi madre. Hace muchos años, un día me escribió uno de mis hermanos narrando una escena que vio, un día que llegó a visitarlos. Entró con su llave, llegó sin avisar, pero se quedó en la entrada, porque en la casa nada más estaban mis padres, y mi hermano escuchó que mi padre le leía a mi madre, con voz pausada y con emoción de un novio, los veros de un libro versos que él hubiera querido escribir para ella. Mi madre lo escuchaba sin verlo de frente, entretenía los dedos en la servilleta que todavía quedaba del desayuno. Mi hermano me cuenta que no quiso interrumpir esa nueva declaración de amor, y que le parecía extraordinario que después de 45 años juntos, mi padre leyera versos a mi madre, y ella esperara esos versos”.
“Yo pienso igual que mi hermano, que mi padre vivió y murió enamorado. Él amó a mi madre, a su manera y con su amor imperfecto de hombre, pero se aceptaron así porque ellos nacieron en una generación feliz en que no se cuestionaba uno tanto las cosas, como lo hacemos ahora. Ya muy viejo y con la vida cada vez más prestada, a veces no reconocía a los hijos, pero siempre reconoció a mi madre. La noche anterior a su muerte, mi madre le dijo que ya podía irse, que ya estaba muy cansado y no se preocupara por ella. Yo creo que cargaba ya muchos años, pero se le hicieron pocos los días que pasó junto a ella; cuando ella lo dejó ir, aceptó morirse.”
“Estoy triste porque mi padre se ha muerto, pero quiero ver más los días que vivió él con nosotros, los amigos que tuvo, los amigos que tiene que están ahora aquí, que este primer día que él ha partido. Eligió la vida en una forma que nosotros, tal vez, deberíamos también vivir.”
Al final de la misa, después de que habló Jesús, mi madre y los hermanos aceptamos con lágrimas y sonrisas que era mejor celebrar como una fiesta la vida que le tocó a mi padre, que entristecernos por su partida.
El Padre Xavier nos animó a despedirlo como se despide a los toreros, en hombros, y los músicos tocaron su canción favorita, Aquellos Ojos Verdes.
jlgs, El Heraldo de Ags., 30.9.2010
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