El domingo pasado quise huir del mundanal ruido y enfilé la bicicleta por la Av. Gómez Morín, hacia el norte; los domingos por la mañana, en ese rumbo, generalmente son maravillosos, ya que se disfruta la compañía del cielo azul, el sol, y una brisa que al ir retrasa el avance pero al regreso promete viento en popa, y llega a sentirse en ocasiones que la bicicleta es una nave que se mueve sin esfuerzo humano. Pero las puertas del Paraíso (a la salida) estaban tomadas por una multitud de jóvenes vestidos con playeras blancas, ondeando banderas y con una música que repetía machaconamente una tonada, tratando de convencer a los conductores de votar por una candidata. Yo estaba desconectado de este valle de lágrimas, y hasta que se me enredó en el cuerpo una de esas banderas, como niño héroe a punto de saltar del Castillo de Chapultepec, fue que relacioné que todo el circo era parte de este extraño fenómeno que se llama democracia moderna. Con la molestia de saber que más adelante había otro semáforo importante, donde una nueva banda de asaltantes de las banquetas me incitaría a votar sin pensar por su candidato, en la esquina con Av. Aguascalientes, preferí regresar.
No era mala suerte mía, pensaba con viento en popa, a todo México lo martirizan en estos meses con espectáculos deprimentes en muchas esquinas: en esencia, un grupo de jóvenes toman por asalto una calle, colocan equipo de sonido para aturdir hasta una discoteca, danzan y tratan de convencernos de votar por X. ¿Por qué motivos? No importa, usted vote por X.
Las desgracias no terminan aquí, ya que este circo se repite cada tres años, más los tiempos en que hay elecciones locales; yo me pregunto qué necesidad hay de hacerlo tan frecuentemente, a todos nos resultaría más cómodo que los partidos echaran volados, o jugaran póker de prendas, o cualquier otro método en donde no molestaran a la ciudadanía para decidir quién ganó. ¿Por qué tan seguido?, me pregunto yo y seguramente también usted.
La otra pregunta es por qué tantos puestos; yo insisto en que para lo que hacen, bastaría con uno o dos senadores por Estado, y nos ahorraríamos el penoso recuento de tantas promesas incumplidas, y algunos miles de millones al año.
Para ambas preguntas, tengo la respuesta: se trata de inflar la nómina. La historia de este latrocinio empieza al revés: periódicamente el gobierno hace cuentas de que hay que adelgazar la nómina (esto sucede habitualmente cuando tienen que pagar los aguinaldos), y también de vez en cuando el FMI mete sus narices en México y condiciona sus préstamos a medidas de austeridad fiscal, entre ellas adelgazar la nómina del gobierno, no nos vaya a pasar lo que en Grecia o Ucrania. Ningún ciudadano va a criticar al presidente o al gobernador porque nada más tenga 10 secretarías en vez de 100, y de esta manera los gobernantes se ven obligados a ser creativos para poder cobijar a todos los que lo ayudaron en la campaña, a sus muchos parientes y a aquellos a quienes dispensan su amistad. ¿Solución? Inventar puestos que estén fuera del Ejecutivo, puestos que el ciudadano, por haberlos “elegido”, no podrá rechazar. De esta manera tan sencilla hemos inflado la nómina legislativa, ya que tenemos ahora 128 senadores y 500 diputados, y lo reto a usted a que me diga de memoria los nombres de su senador y su diputado; yo no los sé y he vivido razonablemente feliz los últimos tres años. Para reforzar mi argumento, comparo con Estados Unidos, que tiene el triple de población y cuatro veces la superficie, al que le bastan 100 senadores y 435 diputados.
Pero hay que ejercer el voto, aunque no sirva para nada. No sé por quién voy a votar, ni siquiera sé si vaya a votar, porque estoy indigestado de democracia. Mientras llega el 7 de junio, trabajaré a la inversa, analizando por quién NO voy a votar.
En primer lugar, no voy a votar por ninguna casilla en donde aparezca el Partido Verde, el peor de todos los partidos, el que hace una burla de las instrucciones del INE, el que a través de este instituto se burla de todos los ciudadanos, que es propiedad hereditaria de la familia Torres.
En segundo lugar, no voy a votar por ningún chapulín, aquellos que dejan un puesto para el que fueron elegidos previamente porque tienen a la vista un mejor hueso. Creo que todos los chapulines, sin excepción, hacen una vergüenza de su función como elegidos, porque se encuentran en un lugar al que nadie los forzó, al que llegaron haciendo promesas a los electores, están en un puesto al que prometieron servir con lealtad, y lo abandonan; simplemente, no merecen votar por ellos. Si Juan Cuerdas quiere competir por otro puesto, primero que cumpla su actual compromiso y que después se postule.
En tercer lugar, no voy a votar por quien no ofrezca propuestas sólidas, congruentes con su función y además que sean factibles; las promesas de un mundo feliz estilo López Obrador no cuentan como realizables. No votaré por ningún slogan, porque todos y cada uno de ellos valen menos que el papel en el que están impresos, buscaré verdaderas propuestas. En este momento y en mi pueblo, al único candidato que le conozco una propuesta así es a Jorge López (PAN), quien dice que gestionará los recursos para terminar el libramiento norte-sur, que efectivamente aliviaría a esta ciudad del paso diario de varios miles de vehículos. Jorge López todavía no me convence, primero tendré que ver si está aliado con el Verde o si es un chapulín.
Es posible que de tanto candidato tachado, me quede sin candidato; que así sea.
El abstencionismo electoral es un camino peligroso, pero también es una advertencia para esos extorsionadores de la voluntad pública que son los partidos políticos. Posiblemente el número de ausentes y el número de papeletas anuladas, si es muy grande, obliguen a reflexionar a los partidos que le han estirado demasiado a la cuerda y que al menos, deberían rebajarnos la condena y eliminar algunos puestos de “representantes”, lo que por cierto fue una promesa de campaña presidencial.
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