Un pueblo entre dos mundos
El sol se anuncia por su vocero naranja, antes de llegar, y acompaña a niños, mujeres y grandes a lo largo del día; los niños bajan al río a jugar, la noria sube el agua milagrosa a la fuente que la distribuye, y en época de crecidas los hombres cuidan que sus animales no tienten la suerte en la corriente.
Ese día el sol trae también, junto a él, a guerreros morenos en caballos acostumbrados a correr el desierto; llegan primero sus flechas, luego sus espadas, y al final sus alaridos y las órdenes de matar a los perros infieles. Un guerrero entra a saquear una casa y ve ahí a solamente a infantes, todavía arropados, algunos durmiendo. Misericordioso de los llantos que llaman a madres que ya no vendrán, los degüella a todos.
Sacan de la iglesia los cadáveres de quienes pensaron hallar ahí un refugio, pintan de blanco todas las paredes, rompen imágenes, y proclaman que ese lugar, que había sido profanado, será restituido al servicio del único Dios.
Otro día en otro año, niños distintos juegan los mismos juegos, la misma agua sube por la misma noria, y son otras las mujeres que se sirven con cántaros para llevar a sus casas.
El sol que se pone alcanza a formar perfiles de guerra; quizá aprovechen la noche, quizá quieren usar la hora sexta, antes que el cantor llame a la oración desde un minarete que sigue siendo torre, cuando se ve desde ahí. Resuelven descansar, agruparse, y esperar hasta el alba.
La primera llamada a la oración no se alcanza a oír; se oye un pisar de caballos pesados, el golpetear de armaduras contra los estribos, y al final vuelven a oírse los gritos guerreros y las mismas órdenes viejas de matar a los nuevos perros infieles. Un guerrero entra a una casa y lo recibe una mujer que ya no trae velo, que le dice en su lengua que también a ella la mate, puesto que ha perdido a manos de los otros guerreros su padre, su madre, su esposo y sus hijos. El guerrero vacila, ella descubre su pecho y pide la espada; el guerrero la goza y luego la mata.
Sacan de la mezquita los cadáveres de quienes pensaron hallar ahí un refugio, quitan la pintura blanca y debajo aparecen algunas pinturas, pintan las que habían sido raspadas, colocan las imágenes traídas de lejos y proclaman que ese lugar, que había sido profanado, será restituido al servicio del único Dios.
En otro día y en otro año, el río es un riachuelo; río arriba han tomado sus aguas para sembrar otros campos.
En algún día de alguno de esos años, el último habitante del pueblo parte; no quiere viajar por el camino del sol, y sigue el camino del norte.
Un cauce seco pasa junto a paredes lamidas por viento; los techos han caído todos, queda algo que puede recordar una torre o un minarete, según se vea desde sol que se va o del que nace.
Dios no recuerda quién hizo ese pueblo, ni quién lo adoró ahí; tiene junto a sí a los niños degollados y a la mujer muerta a espada.
Un pueblo en medio del mundo
En el mes de mayo de 1942 un submarino alemán que no tenía suficientes problemas en Europa torpedeó y hundió al buque petrolero Potrero del Llano frente a las costas de Florida, eso nos cuenta la verdad oficial. Vino la indignación nacional, la presión de Estados Unidos, México le declaró la guerra a Alemania, y envió al Escuadrón 201 a pelear en Filipinas. Esta es la versión oficial. El resultado es que un barco hundido en el Golfo de México nos llevó a la guerra contra un país de Europa, pero terminamos peleando en el Pacífico asiático. ¿Qué teníamos que hacer allá? ¿Qué hacía un submarino alemán en América? ¿Qué salimos ganando con nuestra participación en esa guerra? Francia recuperó su territorio invadido, Inglaterra alejó la amenaza de una invasión, la URSS invadió Europa Oriental, Estados Unidos ganó influencia en Europa; ¿qué ganó México? ¿Qué ha ganado México con cualquiera de sus guerras?
A partir de que México se constituyó como país independiente en 1821, peleamos dos veces contra potencias extranjeras: en 1847 contra Estados Unidos y en 1862 contra Francia. Ambas guerras fueron libradas en territorio nacional. El resto de las guerras, exceptuando esa participación simbólica en la Segunda Guerra Mundial (SGM), han sido peleadas entre mexicanos y en suelo mexicano. Desde un poco después de la independencia, en 1823, hasta que Porfirio Díaz tomó el poder en 1877, el país vivió en un estado casi continuo de guerra.
¿Qué ganó México con todas las guerras que libró desde la Independencia hasta 1877? Ganó la pérdida de El Salvador, Nicaragua, Costa Rica, Honduras, Texas, Arizona, Nuevo México, California y partes de Nevada y Utah. Ganó algunos millones de muertos, hambre, robos y el entierro pomposo de la pierna caída en batalla de mi General Santa Anna. Ganó una polarización de la sociedad entre liberales y conservadores, que vagamente corresponderían a las actuales hordas del PRI y del PAN, pero no tan malas. Ganó pobreza para la población, estancamiento en la educación, en salud y en prácticamente todas las áreas del orden social. Ganamos las Leyes de Reforma y la separación entre Iglesia y Estado, que posiblemente es el avance más significativo de todo este período. En resumen, muchas pérdidas y unos pocos avances.
Finalmente llegó la paz¸ al precio de una democracia que siempre elegía al mismo presidente; sin embargo, en muchos sentidos México logró un gran avance bajo Don Porfirio. Por ejemplo, los ferrocarriles: prácticamente todas las vías férreas que existen ahora en el país datan de esa época. Las guerras continuas habían convertido a los caminos en tierra de nadie, y los Guardias Rurales lograron la pacificación del campo mexicano. El peso era fuerte, y estaba a la par del dólar. Porfirio Díaz no dejó la presidencia rico, pero la riqueza que dejó en el tesoro se desvaneció en los días aciagos de la Revolución, que empezó en 1910 arrojando a Porfirio Díaz del poder, bajo el lema Sufragio Efectivo, No Reelección, y con iniciativas de que la tierra fuera para el que la trabaja.
El resultado de la Revolución fue quitar a Díaz del poder, aunque de todas maneras se hubiera muerto en poco tiempo, y colocar en el poder a gobiernos de los cuales ninguno llegó mediante sufragio, y todos fueron arrojados mediante revueltas; no no tuvimos sufragio efectivo aunque sí gozamos de no reelección: prácticamente ningún presidente terminaba vivo su mandato. Además de eso, el resultado estándar de una guerra: muerte, hambre, país empobrecido y atraso en todos los órdenes sociales. También ganamos algunos cuentos de Juan Rulfo, pero me parece un precio excesivo. Estas guerras internas terminaron cuando el general Calles tuvo la brillante idea y la enorme habilidad negociadora para convencer a los generales y jefes de bandas armadas que hacían de la guerra un oficio, que en vez de pelearse en el campo de batalla, con muertes verdaderas, pelearan en el seno del PNR, con riesgo menor, la muerte política. Y así, gracias al General Calles y al PNR, nuestro país ha gozado de una paz interna razonable desde 1929 hasta nuestros días.
No es posible comparar las desgracias que ha sufrido México en las guerras en las que participó con las de otros países y otras guerras. Aquí no han caído bombas atómicas, como en Hiroshima y Nagasaki. Tampoco han bombardeado ninguna ciudad, como en Dresden. No llegaron Genghis Khan y sus descendientes, quienes arrasaban las ciudades, pasaban a cuchillo a los hombres y a los infantes, violaban a las mujeres y hacían esclavos a los jóvenes de todo pueblo conquistado. Nuestras ciudades no han caído en manos de los Cruzados, como Constantinopla en 1204. No perdimos 20 millones en 6 años, como la URSS en la SGM. Quizá esta es una razón por la que no apreciamos, como otros países, la paz de que gozamos: todos los mexicanos nacidos de 1929 en adelante no conocemos la guerra ni apreciamos el valor de la paz.
Si revisamos la historia de Europa desde la antigüedad hasta 1945, es una sucesión casi ininterrumpida de guerras, que dejaron odios de españoles contra holandeses, de holandeses contra ingleses, de ingleses contra franceses, de franceses contra alemanes, etc. Europa es un territorio de aproximadamente la superficie de Estados Unidos, donde hay unas 10 ó 15 lenguas importantes, casi todas son naciones cristianas, pero con enormes diferencias culturales, históricas, de carácter, y con una herencia de guerras y rencores de siglos. Sin embargo, existe la Unión Europea, el esfuerzo más significativo en la historia del hombre, en mi opinión, para superar las diferencias de grupo y lograr, mediante la unión, beneficios colectivos. Los alemanes y los franceses, que en 1945 se estaban matando entre ellos, ahora son parte de la misma Unión. Tienen su moneda, el euro, respaldado por la economía de todos esos países. Juntos han aportado historia, cultura, riqueza, conocimiento, gente y territorio. Su economía es comparable a la de los Estados Unidos. Y sin embargo, insisto, antes de la Unión Europea hallamos siglos de guerras entre esos mismos pueblos.
¿Por qué los países europeos han logrado reunirse y trabajar en armonía? Yo creo que una de las razones es precisamente la guerra: el recuerdo que tienen todos ellos de la guerra es tan horroroso que prefieren olvidarse del marco, el franco, la peseta, la corona sueca, y hablar del euro; no tienen la arrogancia norteamericana de pensar que todo mundo tiene que hablar inglés; y al final, es tan exitoso su proyecto que no tiene que hacer guerras para extender su territorio, ya que Ucrania, Bulgaria y otros países están haciendo cola para ingresar a la Unión. Ellos están haciendo realidad el concepto todavía utópico en México de una unión de estados, como nuestro nombre oficial imagina. Los europeos hicieron realidad el dicho de que la unión hace la fuerza.
Los mexicanos, por el contrario, hemos hecho realidad el dicho divide y vencerás. ¿Quién nos vence? Hay muchos candidatos: la mala economía, la inseguridad, los partidos políticos, los campos yermos, la importación de productos extranjeros de mala calidad, nuestro bajo nivel educativo. ¿Necesitaremos una guerra para entender los beneficios de la paz? Espero que no; para no experimentar más en cabeza propia, preguntemos a los europeos su opinión.
La madurez de los pueblos puede medirse en los años de paz productiva que han podido juntar, es decir, paz más avances palpables en los indicadores sociales más importantes: salud, educación, empleo, seguridad y libertad. Finalmente, es necesario que la forma de gobierno practique lo que dice la ley, para eliminar nuestra dictadura perfecta y las dictaduras del proletariado. En ese sentido, llevamos 80 años de paz y muchos avances en materia social, principalmente en salud, vivienda, comunicaciones y erradicación de analfabetismo. A 200 años de nuestra independencia, todas las generaciones de mexicanos que podrían leer estas líneas ignoran lo que es una guerra: esto significa unos 80 años de paz. Son absurdamente pocos los países que pueden decir esto. Sin embargo, olvidamos el valor de esa paz y lo aprovechamos para pelear entre nosotros mismos, jamás estando de acuerdo, y confirmamos que el peligro de una paz prolongada es el olvido del valor de la paz.
Nuestro bicentenario, con su historia de guerras internas, de pérdida del territorio, y finalmente de estos 80 años de paz que hemos gozado, debe ser un aliciente a la reflexión sobre nuestra historia y a aprender de nuestros errores.
El pasado 9 de Mayo vi una fotografía de un grupo de rusos festejando el Día de la Victoria, cuando los soviéticos tomaron Berlín; todos sonreían, agitaban banderas al viento, se abrazaban; pregunté a mis amistades y me explicaban que para ellos es un día importantísimo, porque significó el fin de sus batallas y de la amenaza de seguir perdiendo millones de hijos en una guerra, como todas, insensata. Ellos viven esa fiesta con una euforia y una motivación que no existe en México, porque no se compara ganar un partido de futbol con cesar la matanza de hijos. Espero que nunca vivamos una fiesta como la de los rusos.
2.9.2010
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