En 2015 van dos atentados grandes que suceden en París: a principios de año atacaron las oficinas de Charlie Hebdo y hace una semana fueron ataques simultáneos en lugares públicos: conciertos, cafés, plazas. Militantes musulmanes que estaban seguros de perder la vida en el intento, dispararon contra la gente o se inmolaron haciendo explotar un chaleco explosivo. Naturalmente los franceses se horrorizaron y la prensa en todo el mundo se solidarizó con el pueblo agredido y repudió el acto, porque los muertos fueron en su mayor parte ciudadanos comunes y corrientes que celebraban o que asistían a un espectáculo.
Las reacciones de Francia fueron las esperadas: se lanzó a una cacería de responsables y probables atacantes, invocó el código de seguridad de la Unión Europea para que los demás países ayudaran, y habiendo llegado a la conclusión de que ISIS está detrás de los hechos, el presidente Hollande lanzó ataques aéreos contra lugares en Siria donde se piensa está concentrado ISIS, y se acercó a Obama y a Putin para tratar de conciliar un ataque en común de los países occidentales contra ISIS.
Un atentado así tiene dos puntos de vista: de la víctima y del victimario. Personalmente repruebo la violencia porque no resuelve ningún problema de fondo, la violencia es imponer la voluntad del perpetrador sobre sus víctimas, ya sea quitándoles la vida, robando o agrediendo. La víctima o sus deudos quedan resentidos y buscarán más adelante la manera de desquitarse. La agresión suprema contra un país, la guerra, es una forma de violencia que hemos aprendido a racionalizar y a justificar en favor del bando por el que nos inclinamos. La doctrina católica permite al individuo pelear en una “guerra justa”, pero yo me pregunto si existe alguna guerra justa, si hay un país totalmente inocente al que la agresión haya caído como una desgracia inmerecida y no provocada.
Consideremos el caso de Francia, que en boca de su presidente se considera en estado de guerra contra ISIS. Si nuestro punto de partida son los atentados de noviembre, Francia es un país inocente que ha sido agredido y debe defenderse. Ahora bien, la historia no empieza en noviembre de 2015, sino mucho antes. El antecedente directo en este caso es Siria, país del Medio Oriente con fronteras al Mediterráneo, Turquía, Iraq, Jordania e Israel; ese territorio era parte del Imperio Otomano, que era aliado de Alemania y perdió en la Primera Guerra Mundial, y los europeos victoriosos decidieron lo que había que hacer con su territorio; los actuales estados de Turquía, Siria, Líbano, Israel, Arabia, etc., han sido definidos en sus fronteras no por los pueblos árabes, turcos o judíos, sino por los europeos y por Estados Unidos.
Siria fue parte del “Mandato Francés”, léase protectorado, en el Medio Oriente; en otras palabras, Francia e Inglaterra se repartieron unos cuantos kilómetros cuadrados en zonas de influencia, definieron fronteras e impusieron gobiernos favorables. En el curso del siglo XX, poco a poco los países árabes han ido ganando cierta independencia, pero siempre limitados (o ayudados) por Occidente, y al menos dos de ellos deben una buena parte de su existencia al apoyo de los Estados Unidos: Arabia Saudita e Israel, así como el presidente sirio Assad sigue en el puesto gracias a Rusia. El Medio Oriente, tal y como fue diseñado por Occidente, ha sido una caldera de presión y de opresión. Los gobiernos de Siria y Arabia Saudita, por ejemplo, se han distinguido por su tratamiento agresivo de cualquier forma de disidencia; los países que fueron bendecidos con petróleo han sido maldecidos por la codicia de las empresas petroleras occidentales, que han enviado por delante a sus respectivos gobiernos para apoderarse de esos recursos; los ejemplos más recientes son la Guerra del Golfo, para “liberar” Kuwait, y la Guerra de Irak, para encontrar armas de destrucción masiva que todavía no aparecen. Afganistán, al norte de Irán, es otro país “árabe” en el sentido de que su población es musulmana; ha sufrido invasiones de Rusia y de Estados Unidos, ambas invasiones fracasaron, y ahora es campo de tiro para los drones norteamericanos.
El 16 de noviembre publicó León Krauze el artículo ISIS contra todos nosotros en El Universal. La tesis central del artículo es que los fundamentalistas árabes están poseídos de odio y desprecio por Occidente y que pretenden destruirlo. Hay la intención declarada por parte de ellos de atacar a Occidente, y lo hacen por ejemplo con los atentados de Paris. Se trata de “un choque de ideas de civilización. La libertad contra sus enemigos”, según el autor. Me parece simplista esta visión, reducir las motivaciones de los atacantes que se inmolan al odio que sienten por Occidente y a la convicción de que sus creencias son superiores. Hay muchos pueblos en el mundo que tienen o han tenido convicción mesiánica: la URSS, los Estados Unidos en su intento de llevar las bondades de la democracia al mundo entero, los árabes que dividen el mundo en dar al-Islam (territorio del Islam) y dar al-Harb (territorio de la guerra), y también los judíos, que desde hace miles de años se consideran el pueblo elegido de Dios. Cada uno de esos pueblos, en algún momento de su historia, ejerció o ejerce violencia contra otros pueblos; cada uno de ellos, con la convicción de que los otros son los bad guys, como dicen en Estados Unidos. Lo que distingue el fundamentalismo árabe moderno no es la creencia en su propia superioridad (todos los países mencionados la ejercitan en la práctica), sino la violencia con que la practican y la disposición a sacrificar su propia vida, inmolándose.
No creo que sean exclusivamente las palabras que los fundamentalistas árabes interpretan en sus libros sagrados como ordenando la guerra, lo que los haga practicar la guerra como lo hacen. Yo creo que hay motivaciones mucho más de este mundo, del aquí y del ahora, de las condiciones en que viven y han vivido sus padres. El régimen de Arabia Saudita, por ejemplo, es en la práctica una dictadura militar en donde las libertades están totalmente limitadas y la disidencia se castiga con la muerte; quienes son beneficiarios de este régimen son la familia real y los países aliados que obtienen contratos para explotar el petróleo. En Iraq quitaron a Saddam y pusieron a un gobierno títere, la democracia y la mejoría en las condiciones del pueblo siguen en lista de espera. La situación de los palestinos bajo el gobierno de Israel no se diferencia mucho de la de los negros en Sudáfrica cuando había Apartheid. Los norteamericanos han preferido hacer la guerra a distancia, manejando drones desde el Desierto de Nevada, en donde los ataques se analizan como una transacción comercial: esperamos a matar a Fulano, que está rodeado de sus cuatro esposas y veinte hijos, más amigos y familiares; ¿nos conviene hacerlo? Los norteamericanos tienen ya años llevando de esta manera el terror a Afganistán y otros países del Medio Oriente, porque efectivamente la población vive en el terror sabiendo que en la casa de al lado es posible que los servicios de inteligencia de EEUU hayan considerado “altamente probable” que se encuentre otro enemigo, y ese momento están evaluando la posibilidad de un ataque. La muestra última y más evidente de las condiciones de desgracia en que se encuentran los pueblos árabes es el éxodo de sirios a Europa, huyendo de su tierra natal para irse a la ventura, con altas probabilidades de que los detengan a medio camino y que tengan que llevar vida de paria en algún punto intermedio y lejos de su destino final, Francia o Alemania. La guerra de Siria es una que se libra en un país inventado por Occidente, en la que intervienen tres facciones: el gobierno de Assad (apoyado por Rusia), la oposición (apoyada por Estados Unidos), e ISIS; todos ellos, con armas importadas de Occidente, todavía no se sabe que Siria sea un país productor de armas. También a Siria se aplica lo que decía el presidente Calderón de nuestro país: “Estados Unidos pone las armas y nosotros ponemos los muertos”.
La presencia, la influencia y las acciones de Occidente en el Medio Oriente son la mejor fábrica de terroristas. A los millones de jóvenes marginados en esos países, que han visto y conocen la situación de su tierra, que han perdido a padres o amigos en una de tantas guerras, que ven pasear a los príncipes en Rolls Royce gracias al petróleo y gracias al apoyo de Occidente, se les puede hacer una invitación a reflexionar sobre sus Libros Sagrados y a leer en ellos un mandato a la guerra santa, a la yijad. Un joven así ve el mundo no como nosotros, conociendo otros países a través de Netflix, sino desde la perspectiva de desgracias que Occidente ha traído a sus tierras, y puede encontrar palabras de consuelo y de guía en la invitación al autosacrificio por su fe.
La lucha de los fundamentalistas árabes contra Occidente puede ser un conflicto de civilizaciones, como dice León Krauze, pero no es nada más eso. No se hace un fundamentalista simplemente leyendo e interpretando el Corán en términos de guerra, se hace también mirando la desgracia a su alrededor y buscando venganza. La guerra que ha emprendido Francia podrá derrotar a ISIS, pero mientras no se terminen las condiciones de opresión en que viven los países árabes, surgirán nuevos movimientos armados que lean en sus libros una invitación a la guerra.
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