Hacia 1850 Japón era un país que tenía un gobierno nominal, el Mikado; la cabeza era el Emperador, descendiente de los dioses. El poder real estaba en el Shogunado, el poder de las fuerzas armadas que también tenía un jefe nominal, que era el jefe del clan de los Tokugawa, quienes habían adquirido ese estatus unos 230 años antes, arrebatando el poder a otro clan. Durante este período Japón disfrutó de un período de paz y de espléndido aislamiento, término que por aquellos años les gustaba aplicar a algunos ingleses con respecto a sus islas; la paz era en realidad una paz sostenida por la fuerza de los samurais, y el aislamiento era absoluto, con prohibiciones a los japoneses de salir, y a los extranjeros de entrar.
La sociedad japonesa estaba organizada a la manera feudal. El Shogunado tenía el poder militar más fuerte, pero Japón estaba dividido en muchas regiones en donde jefes locales tenían su propio ejército de samurais, e imponían su ley dentro de su propia región, con sus propias costumbres y en algunas ocasiones, hasta con emisión de moneda. Debajo de los señores de cada región (llamados daimios) y de sus samurais, estaba el grueso de la población, más de 90%, que eran la capa productiva de la nación, que vivían sometidos a sus señores, y que estaban divididos en clases: campesinos, artesanos y comerciantes. Y todavía debajo de ellos estaban los parias, los que hacían los oficios más bajos, separados del resto de la gente porque el contacto con ellos era considerado deshonroso hasta para los campesinos. El poder militar, entonces, tenía un jefe fuerte, el jefe Tokugawa, pero en la práctica su poder se diluía entre los daimios, que hacían mucho o poco caso al Shogun, dependiendo del poder que tenían dentro de su propio feudo.
En términos generales, el destino de cada japonés estaba dado por la familia en donde había nacido: los hijos de campesinos seguían siendo campesinos, los parias engendraban hijos parias y los samurais tenían hijos samurais. Las mujeres no contaban, más que para dar hijos y servir a los hombres. El samurai era respetado, había que escucharlo con respeto y mirando el suelo, no podía ofenderse a un samurai, y si se hacía, el samurai podía matar al ofensor y esto era considerado parte del convenio social japonés.
Toda la estructura social, ética y religiosa del Japón estaba estructurada en torno a un concepto de autoridad: encima de todos estaba el Emperador-dios; el poder era ejercido por el Shogunado en la nación, por medio de sus samurais; en cada región el jefe daimio era un dios en pequeño o un Shogun en pequeño, con su pequeño ejército; las clases inferiores respetaban en forma absoluta a los samurais y a los señores; en la familia, el padre era la figura dominante, respetada, obedecida por todos. ¿Las mujeres? Esas no contaban, eran fuerza de trabajo y productoras de hijos. Aislados del resto del mundo, viviendo en una isla, los japoneses crearon historias que los acercaban a los dioses, los hacían descender de los dioses, o los igualaban a dioses.
Quizá el lector conozca el relato de Borges “El incivil maestro de ceremonias Kotsuké No Suké”. En literatura viva, y no en este artículo, quien se interese podrá hallar ahí una descripción admirable de la estructura militar de los feudos japoneses, y del concepto de lealtad que dominaba la vida y señalaba la muerte para los samurais.
Este estado de cosas había durado ya varios siglos, y pudo haber seguido así, de no ser por dos o tres factores. Primero, el Shogunado tenía una autoridad relativa nada más, en cada feudo mandaba el damío local; luego, los daimíos se echaron a perder por el poder y la inacción, y entraron en acción sus consejeros, que en la práctica eran los que mandaban en el feudo, como el infame redimido por Borges. El segundo factor tuvo que ver con los extranjeros. El espléndido aislamiento se acabó cuando empezaron a llegar buques europeos y norteamericanos con intenciones de hacer comercio con los japoneses; su aislamiento incluía la ignorancia del los avances en fabricación de armas, y en un episodio muy conocido, el Comodoro Perry, al frente de cuatro buques norteamericanos apareció el 1853 en la bahía de Edo y obligó a los japoneses a negociar con él, es decir, a abrir la puerta a los extranjeros para que hicieran comercio con ellos. Una vez dado ese paso, las potencias europeas se juntaron e impusieron entre todos al Japón los Tratados Desiguales, es decir, tratados comerciales en donde las ventajas eran principalmente para los extranjeros, y en donde se imponían condiciones de extraterritorialidad a los extranjeros en Japón, que no podía juzgarlos de acuerdo a sus propias leyes. Las distintas embajadas que se instalaron en Japón llevaban sus propias fuerzas armadas, algo así como muchas copias de Gibraltar (un pedazo de superficie en España, todavía en manos de los ingleses), cada una en manos de una potencia extranjera. La tercera causa del cambio fue el empobrecimiento general del país, que estaba sustentado en una economía que convertía en parias con todas las obligaciones y ningún derecho a cualquiera que estuviera por debajo de los samurais en la escala social. Los intentos que hicieron algunos campesinos de ahorrar, producir nuevos bienes y comerciar fueron vistos con malos ojos por los daimios, que por la fuerza de las espadas samurais los obligaban a regresar al estado de estricta supervivencia que les correspondía. Sin esperanza de mejoramiento, las malas cosechas provocaban hambrunas, muerte de los campesinos, menos impuestos recaudados, y pobreza para todo el país.
Japón no podía juzgar a los extranjeros, sencillamente porque no tenía leyes, era un sistema feudal. Los señores feudales veían que las cosas estaban cambiando y no sabían qué hacer. El Emperador subsistía, aunque fuera como símbolo, rodeado de la clase superior de nobles que vivían alrededor de él, sin otra obligación que asistir a las ceremonias oficiales. El porvenir se veía nefasto, y si se tratara de prever lo que sucedería con Japón, lo más seguro sería apostar a que alguna de las potencias extranjeras organizara a algún grupo de daimios, los financiaría y les proporcionaría armas, para que dieran un golpe de estado y se instalara un gobierno títere, como ha sucedido muchas veces en otros países.
Pero en Japón no sucedió así, en Japón sucedió lo imposible. De las condiciones feudales pauperizadas que describí, añadiendo la deshonra de tratados inequitativos con imposición de fuero para los extranjeros (fuero = lo que impide que gobernadores, diputados y senadores sean juzgados como cualquier mexicano, aunque en general sean peores que cualquier mexicano), sin leyes, con discriminación de clase para el 90% de la población, con desprecio absoluto por la mujer, de esas condiciones, en el plazo de 40 años, Japón pasó a ser una monarquía constitucional, con Parlamento, con igualdad de los ciudadanos ante la ley, eliminando el antiguo sistema de castas, desapareciendo a los samurais y su condición de superioridad e impunidad ante las clases inferiores, reivindicando a la mujer, y en unidad de todo el país. Si acaso ha habido un milagro nacional en la Historia, es éste.
Para ubicarnos un poco más, nada mejor que dos ejemplos. El primero es México, que por esos años tenía su flamante dictadura, repudiada por los revolucionarios en 1910, que fueron a su vez apoyados y financiados por los norteamericanos, porque México era demasiado sano y demasiado fuerte y eso no les convenía. Al final del Porfiriato, tuvimos veinte años de guerras que empobrecieron al país y lo dejaron peor que como estaba, aunque hayan cambiado la Constitución, que todavía no termina de ser parchada. El segundo ejemplo es Rusia, que tenía siglos de vivir una monarquía decadente en donde el Zar era el favorito de Dios, con un pueblo pauperizado, con intentos de cambio social dados por varias minirevoluciones (como en 1821 y en 1905), y que al fin de cuentas, como en México, terminaron por tumbar al gobierno para poner la dictadura del proletariado, donde aparecieron Stalin y los campos de concentración en Siberia. De estos tres países, el ejemplo a seguir es Japón, el ejemplo a evitar el Rusia, el ejemplo a seguir estudiando es México, porque aquí cada día reinventamos la revolución.
El milagro japonés se dio en cuatro etapas; la primera fue de planeación. En 1868 se reunieron con el joven Emperador Meiji los señores feudales e hicieron el Juramento de la Carta, cinco puntos en los que se basaría el porvenir japonés: 1) se convocaría una asamblea para deliberar los asuntos de interés nacional, 2) se harían públicas las resoluciones de esa asamblea, 3) las clases bajas y las altas cooperarían todas a la buena marcha de la administración nacional, no nada más los empleados directos del gobierno y los samurais, 4) se eliminarían las costumbre bárbaras que habían imperado en Japón (como la venta de niños y niñas a los prostíbulos) y se tomarían como modelo para las futuras leyes las existentes en naciones europeas y en Estados Unidos, 5) se buscaría el saber y el conocimiento en el extranjero. A nivel planeación, en cualquier Secretaría de Planeadores mexicana se podría hacer algo así; la diferencia es que los japoneses llevaron a cabo ese programa, y aunque se les atravesaron algunas guerras en el camino (con China y con Corea), en 1890 tuvieron una Constitución.
La segunda etapa fue que los daimios decidieron que lo mejor era ofrecer el poder al Emperador. Este paso significó abolir el antiguo sistema feudal y de castas, y declarar que todos los súbditos podían realizar la función que quisieran, cualquiera podría ser empleado del gobierno, los samurais no podrían matar a nadie porque los habían mirado feo, podrían salir al extranjero y los samurais podrían, si quisieran, dedicarse a otra cosa. El riesgo de este cambio absoluto en la estructura social japonesa era simple y sencillamente una miríada de levantamientos que haría ingobernable al país. Sin embargo, los japoneses habían aprendido una lección de los siglos pasados, y es que la autoridad es necesaria. Cuando es buena, no es un mal necesario, es inclusive deseable; decidieron como nación hacer un voto de confianza en el Emperador, y el país sobrevivió.
La tercera etapa fue redactar una constitución. Dicen que un dromedario es un camello diseñado por un comité, y el Emperador Meiji, probablemente enterado de esto y de que la mejor manera de no atender un asunto es nombrar a un comité encargado del asunto, decidió que mejor nombraría a uno de sus colaboradores cercanos para estudiar las leyes extranjeras y redactar la constitución japonesa. Eligió a un noble, el príncipe Ito, que había viajado ilegalmente a Inglaterra en su juventud porque quería conocer otros países, para que fuera el encargado de redactar esta ley. Ito trabajó durante varios años en este proyecto, en el camino le encargaron muchas más funciones, pero al final terminó con una Constitución que había asimilado muchas ideas de varias naciones de Europa, principalmente de Alemania. Ciertamente que no fue trabajo de un solo hombre, pero todo el Japón aceptó como principio que el Emperador “otorgaría” una constitución a sus súbditos, y por lo tanto, el Emperador podía proceder delegando la labor de su redacción a quien él considerase conveniente. Ito hizo una labor admirable, y el 11 de junio de 1889 el Emperador anunció solemnemente a todo Japón que concedía a todos sus súbditos la primera Constitución en su historia. Al año siguiente, en verano, se eligió al primer Parlamento.
La redacción y promulgación de esta ley no siguió un camino sin obstáculos. En 1880 el país había tenido ya guerras en Corea y en China, se habían formado representaciones locales, y había agitación y descontento por la falta de una Constitución. Pero el Emperador anunció que en el plazo de 10 años se comprometía él a ofrecer una Constitución, y adivine usted lo que pasó: los japoneses dijeron que estaba bien, que el Emperador hiciera su trabajo y que volverían a tocar el tema dentro de 10 años.
La cuarta etapa fue decirles a las potencias extranjeras que se acababan los Tratados Desiguales y los derechos de extraterritorialidad de los extranjeros que vivían en Japón. Significó muchas negociaciones con los embajadores de Inglaterra, Francia, Estados Unidos, etc., pero una vez promulgada una carta magna que seguía un modelo europeo, a las potencias se les terminaba el argumento legal del vacío de leyes que justificaba sus fueros. Finalmente en 1899 el Emperador anunció que se había llegado a un acuerdo con los países extranjeros para terminar con los privilegios que habían gozado los extranjeros en Japón durante más de cuarenta años.
Lo que pasó con Japón desde entonces es conocido: guerra con Rusia en 1905, victorioso. Guerra contra los Aliados en 1941-45, terminada con una derrota de Japón, cercana a la aniquilación, y donde fueron campo de pruebas para que los norteamericanos probaran su último juguete, la bomba atómica. Después, el milagro japonés, con el mercado mundial invadido de productos japoneses de buena calidad, como Sony, Technics, Toshiba y Toyota.
Pero el primer milagro fue ese paso de gigante que dio el país, en 40 años, desde una isla dividida en infinidad de feudos, con un sistema de castas que además despreciaba a la mitad de la población, es decir las mujeres, para convertirse en una nación con leyes, con unión nacional, universidades, escuelas y ejército propio, y que en ese pequeño período de tiempo se pudo poner al nivel de los europeos y los norteamericanos.
Un historiador inglés (J.H. Longford) comenta que el temor de los europeos y los norteamericanos en 1890 era que Japón les quisiera aplicar a ellos la famosa Doctrina Monroe, que habían argumentado los Estados Unidos para ahuyentar a Europa de América: “América para los americanos”. El temor era que Japón dijera “Asia para los asiáticos”.
jlgs, El Heraldo de Ags., 18.11.2010
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