Todas las guerras son de rapiña.
En la antigüedad, se atraía a los guerreros a formar parte de un ejército mediante la promesa de que podrían saquear, robar, destruir, matar, y violar; actualmente esos privilegios están reservados para los gobernantes de los países en guerra, siempre y cuando ganen, y para sus allegados. Si repasamos las guerras más famosas, en todas ellas vamos a encontrar un componente de interés económico, ya sea la tierra, el oro, el petróleo, algún lugar con valor estratégico, o el hacer esclavos a los perdedores. Hitler inició la guerra porque ambicionaba los territorios del Este de Europa. La guerra de Texas, fue por el territorio de Texas. Las guerras de independencia de los países latinoamericanos, porque ya no querían formar parte de la Corona Española. La guerra norteamericana de independencia, para zafarse de la Corona Británica. Las Cruzadas, glorificadas en la tradición cristiana al nivel de guerra santa, fueron originadas porque antes de ellas hubo otra guerra santa, la de los musulmanes, que conquistaron para su dominio Jerusalén y lo que ahora es Israel. La guerra del golfo fue por el petróleo de Kuwait. Los pleitos de los aztecas con todos sus vecinos, fueron para someterlos a su dominio, lo que creó un gran descontento que los españoles capitalizaron, uniéndose a los indígenas enemigos de los aztecas, para tomar Tenochtitlán. Mencione usted prácticamente cualquier región habitada por el hombre, y hallaremos una guerra detrás de ella.
En el año 1095 el papa Urbano II predicó un sermón en el concilio reunido en Clermont, Francia, donde exhortaba a todo cristiano bien nacido a que tomara las armas para ir a reconquistar Tierra Santa, que hacía poco había caído en manos de los musulmanes. Resulta que por mala suerte de la Humanidad, Jerusalén es ciudad santa para tres religiones importantes: los judíos, los cristianos y los musulmanes. Cada una de esas religiones tiene sus razones muy particulares para considerar santa a esa ciudad, y a lo largo de la historia toda la región se ha visto envuelta en guerras en donde uno de los partidos en pleito intenta reconquistarla. En 1095 la tenían los musulmanes y la ambicionaban los cristianos. El papa impulsó al pueblo cristiano a tomar las armas y emprender una guerra santa, y esta prédica tuvo un enorme éxito: se formaron grupos de guerreros en diversas partes de Europa, otro grupo muy numeroso de hombres y mujeres se fue siguiendo a un predicador llamado Pedro el Ermitaño, que los condujo hacia Tierra Santa no como a un ejército, sino como a una peregrinación. Y el clímax de este entusiasmo fue la Cruzada de los Niños, predicadas por niños en Francia y en Alemania, que abandonaban sus casas para dirigirse a Italia, y de ahí, a Tierra Santa. Ninguno de esos niños llegó a Tierra Santa, y casi ninguno regresó a su tierra.
La prédica de Urbano II tuvo tan grande éxito porque dio una esperanza a casi toda la sociedad europea que vivía bajo el régimen feudal de aquellos años. Los nobles eran nobles no por su educación –en esa época casi todo el mundo era analfabeta- sino porque sabían empuñar la espada, porque tenían un caballo y estaban dispuestos a pelear por cualquier motivo. Los monjes y sacerdotes no eran precisamente ejemplares, cumplían sus obligaciones religiosas sin entusiasmo ni conocimiento, y la mayoría había optado por la vida religiosa como una manera de vivir mejor, no por una verdadera vocación. El pueblo estaba sometido a los nobles, los sacerdotes no les representaban mayor ayuda, y su convicción era que en esta vida no tenían ningún derecho, pero en la otra vida los tendrían todos. Junto con el analfabetismo, había una falta casi absoluta de instrucción, y prácticamente todo el mundo era ignorante, salvo en las cosas de su propio oficio. En estas circunstancias el Papa predica una cruzada para ir a reconquistar Tierra Santa, ofreciendo indulgencias a todo el que abrazara la causa, y cada quien vio en esa prédica lo que quería ver: el noble que no era muy rico, pensó en poseer sus propias tierras, allá en Jerusalén; la gente del pueblo, esperó que la vida sería mejor allá; todos, en una forma vaga pero entusiasta, pensaron que la Cruzada sería la solución a esa penuria de vida que les había tocado vivir.
La primera Cruzada se realizó alrededor del año 1096, conquistó Jerusalén y algunas otras ciudades de esa zona, en donde algunos caballeros tuvieron efectivamente los terrenos y los títulos que no habían podido conseguir en Europa, se crearon reinos cristianos, y sirvió para que los musulmanes a su vez predicaran otra guerra santa y trataran de reconquistar los terrenos perdidos. Así vivió toda esa zona durante varios siglos, hasta que los turcos tomaron Constantinopla en 1453 y consiguieron estabilizar la región.
Hacia el año 1200, y ahora también, la ciudad de Jerusalén tenía un valor simbólico para toda la Cristiandad, porque ahí murió Jesucristo. Sin embargo, la ciudad verdaderamente importante en lo que ahora es el Asia Menor era Constantinopla, la segunda Roma, que había sido fundada por el emperador Constantino hacia el año 330 en el lugar en donde ahora se encuentra Estambul, la capital de Turquía. Después de la caída de Roma se había convertido en la ciudad más importante del mundo, y había sido la capital del Imperio Bizantino por cerca de 900 años. Estaba en un punto estratégico, a orillas del estrecho del Bósforo, donde se podía controlar el paso de barcos que iban o regresaban al Mar Negro, controlando así el comercio entre Europa y Asia. Durante ese tiempo habían construido palacios, iglesias y avenidas; habían reunido una enorme colección de obras de arte, habían juntado miles de manuscritos, obras de arte del período griego, tenían escuelas y era posiblemente la única ciudad en el mundo en donde la gente se entretenía discutiendo de religión, como si fueran teólogos: no eran pláticas simplonas, sino discusiones de cierto nivel, en donde hablaban de la naturaleza de las Personas en la Trinidad, de los Sacramentos y de temas que reflejaban el nivel de instrucción que tenía la mayoría de la gente.
A los europeos de 1200 no les importaban las discusiones teológicas, les llamaban la atención las riquezas de Constantinopla. La Primera Cruzada había pasado por ahí, pero todos los grupos de cruzados que llegaban eran ayudados a cruzar rápidamente el estrecho, los ponían en tierra del otro lado del mar, y les señalaban que “más para allá” estaba Jerusalén, donde tenían que pelear. Sin embargo, zona seguía siendo inestable, el Reino de Jerusalén era una isla en medio de territorios dominados por los musulmanes, se habían organizado más Cruzadas que resultaron un fracaso, como la de San Luis Rey de Francia, y en resumen, los cristianos habían aprendido la lección de que una cosa era conquistar Jerusalén, y otra muy diferente poder gozar de esa conquista.
El Papa Inocencio III había iniciado su reinado hacia 1197 y anhelaba establecer una dominación efectiva de la Cristiandad en Tierra Santa, naturalmente, bajo el mando de la Santa Sede. Desde un principio se dio a la tarea de impulsar la organización de una nueva Cruzada, la cuarta, y lo consiguió. El Papa era una persona muy inteligente, culta, y supo entusiasmar a muchos nobles europeos para que se lanzaran a esta nueva aventura. Y efectivamente, nobles de varias partes de Europa se dieron cita en Venecia para desde ahí, embarcarse para ir a la guerra. Pero resultó un problema: no tenían dinero. El Papa los había “exhortado” para que fueran a la guerra, pero no tenía interés en financiarlos, y así, los cruzados se vieron varados en Venecia, ociosos y sin dinero, esperando que sucediera algo para poder continuar adelante.
Y aquí aparece Enrico Dandolo, el verdadero artífice de lo que fue la Cuarta Cruzada, de aquello en lo que se convirtió la prédica de Inocencio III. Dandolo era el Dux de Venecia, el título que los venecianos daban a su líder. Tenía más de ochenta años cuando llegó al puesto, era casi ciego, pero tenía una gran inteligencia, y poseía energía y ambición como si fuera un hombre joven. Venecia era rica gracias al comercio que hacía con sus barcos, llevando y trayendo mercancías hacia el Oriente, algunas de ellas a través del paso controlado por Constantinopla. Las riquezas de Constantinopla habían despertado la ambición de Venecia, y los miles de soldados estacionados ahí, sin dinero y esperando un milagro para poder embarcarse a Tierra Santa, dieron a los venecianos la oportunidad de realizar sus planes. Dandolo convocó a los líderes de los Cruzados y les dijo que Venecia podría apoyarlos con barcos y alimentos, a condición de que les hicieran un pequeño favor. Había una ciudad en la costa de enfrente del mar Adriático, que los húngaros –otro reino cristiano- habían arrebatado a los venecianos. “¿Por qué no? Una pequeña distracción en el camino, hasta nos sirve de entrenamiento” respondieron los líderes, y se embarcaron rumbo a Zara, la ciudad codiciada por Venecia. La tomaron sin mayores problemas, el Papa puso el grito en el cielo porque cristianos atacaban a cristianos, pero no consideró políticamente correcto hacer algo más, y dejó pasar el asunto.
Providencialmente para Dandolo, llega a Zara en esos días Alejo Angelo, hijo del emperador bizantino Isaac II, que había sido arrojado del trono; Alejo pide la ayuda de Dandolo, éste le contesta que Venecia es una ciudad comercial y no guerrera, pero que casualmente tiene ahí a la mano a un grupo de amigos que quizá podrían ayudarle. Se reúnen con los líderes Cruzados y les dice “veo que ustedes son hombres de honor, porque han cumplido su palabra de ayudar a Dandolo. Si me ayudan a reconquistar el trono, yo sabré recompensarlos”. Y en ese momento los cruzados, que ya se habían animado a tomar una ciudad nada más por el pasaje de ida, repentinamente se vieron atraídos por las riquezas que los esperaban en Constantinopla. Algunos pocos protestaron y dijeron que eso ya no era una Cruzada, pero la mayoría pensó simplemente en hacer otro alto en su camino hacia Jerusalén para tomar y saquear la ciudad más rica del mundo. El Papa, usualmente bien informado de todo lo que pasaba en Europa, estaba atendiendo asuntos más importantes y se esperó a que cayera Constantinopla para poner otra vez el grito en el cielo.
El 12 de Abril de 1204 es una de las fechas más ominosas en la Historia. Ese día los Cruzados tomaron Constantinopla: entraron, saquearon, mataron, violaron, quemaron, destruyeron y consiguieron perder para la posteridad una cantidad imposible de cuantificar en tesoros artísticos, en pergaminos, en estatuas, en todo lo que Constantinopla había venido reuniendo en casi nueve siglos de existencia. Los venecianos, que conocían el valor de esos tesoros, rescataron lo que pudieron y ahora tienen los caballos de la Plaza San Marcos como recuerdo de esta tragedia. Los nobles y cristianos caballeros europeos, que no sabían nada de arte, se dedicaron a matar, violar y robar. El historiador inglés Steven Runciman dice textualmente “nunca hubo un crimen mayor contra la humanidad que la Cuarta Cruzada. No sólo causó la destrucción o dispersión de todos los tesoros del pasado que Bizancio había almacenado devotamente, y la herida mortal de una civilización activa y aún grandiosa, sino que constituyó también un acto de gigantesca locura política”. Consiguieron dañar lo suficiente al Imperio Bizantino como para que 250 años después cayera en manos de los turcos, es decir, el beneficiario a la larga de esta aventura insensata fueron los musulmanes, los mismos que la pretendida cruzada quería combatir. Cuando el Papa volvió a pegar el grito en el cielo, el mal ya estaba hecho.
En el corto plazo, salió ganando Venecia, porque aniquiló a un rival comercial. A largo plazo, salió perdiendo toda la Cristiandad, porque facilitaron el camino a los musulmanes que desde Asia estaban presionando por llegar a Europa. El Papa había querido convencer a los bizantinos cristianos pero cismáticos de que aceptaran su autoridad, y no pudo elegir un argumento peor para lograrlo que esta destrucción. En resumen, esta guerra muestra que aún por razones pretendidamente religiosas, aunque haya indulgencias plenarias de por medio, la guerra no es más que el extremo de la locura humana, crea distanciamiento y rencores entre los contendientes, y cuando una guerra termina, se empieza a preparar la siguiente.
P.D. La cita de Runciman está tomada de su obra Historia de las Cruzadas, Alianza Editorial, pág. 715.
jlgs/El Heraldo de Ags./
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