Hijo de tigre, pintito.
Proverbio mexicano
En algún lado he leído que los policías pueden hacer solamente lo que tienen permitido, y que los ciudadanos podemos hacer todo lo que no está prohibido. Es claro que como representantes del orden, los policías deben cuidar las apariencias, hablar respetuosamente a los ciudadanos, traer la camisa fajada dentro del cinto y sumir la panza hasta donde aguante la respiración; en cambio los ciudadanos podemos hablar como carretoneros, vestir y caminar como cholos, lucir panza de repisa y hacer lo que nos venga en gana mientras no violemos la ley. Esta visión restrictiva para los policías y permisiva para el ciudadano es muestra de lo que en mi opinión es un concepto muy arraigado en nosotros: las leyes, que las cumplan los demás; a mí, déjenme en paz.
No hay ley ni habrá contra las personas que acostadas boca arriba tienen perfil de Vocho, pero es malo para su salud. Tampoco hay ley que impida al ciudadano tutear a un policía desconocido, pero es falta de respeto y es un indicador del poco apego que los mexicanos tenemos a las normas, asunto que tarde o temprano aterriza en la calidad de nuestra vida pública y nuestra democracia. El extraordinario cartón de Naranjo, con el charro de bigotazos, tequila en mano, un pie sobre la calavera y “Me vale madres” escrito en el borde de su sombrero, es una descripción fuera de serie de nuestra mentalidad individualista, negativa, desprecio hacia uno mismo y de paso, también a las leyes.
Paradójicamente, uno de los resultados de esta forma de pensar es el exceso de tribunales que padecemos: del Estado, federales, estatales electorales, federales electorales, SCJ, Tribunal Federal Electoral, Tribunal de lo Contencioso, Tribunal Fiscal, del Trabajo, etc. Tanto tribunal es resultado de dos causas: hay que darle trabajo a los amigos, y, ya que los mexicanos no nos podemos poner de acuerdo, inventamos más tribunales. En particular, los más conflictivos de todos los mexicanos son los partidos políticos, y solamente se les puede tener (medio) contentos dándoles dinero; como no hay dinero que alcance, van a estar descontentos, principalmente el que pierda, para eso están los tribunales electorales. No sé si contar Reforma como Tribunal, pero durante el mes de Septiembre de 2006 se habilitaron ahí salas en forma de carpas.
Hace años se descubrió que la corrupción somos todos, y para evitar que hubiera chanchullos en el gobierno se inventaron las contralorías. Después de años de tener una burocracia más, los mexicanos hemos descubierto que las contralorías sirven para dos cosas: para nada y para un c…, porque el diezmo y los trafiques siguen a la orden del día, preguntemos a los de Veracruz y a los de Chihuahua.
Así podríamos inventar tribunales para vigilar a las contralorías o convocar al Papa para que norme las elecciones: los mexicanos seguiremos teniendo motivos para estar descontentos.
Uno de los peores resultados de esta concepción tan arraigada de que toda ley es opresión, es la de que al llegar al poder, el individuo y el grupo se sienten liberados de la ley, por encima de ella, y hacen lo que hicieron Granier, Reynoso Femat, Duarte, Duarte, el gober Precioso, el gober Piadoso, Videgaray, Peña Nieto, Oscar Flores Tapia, Villanueva, Rodrigo Medina, etc.
Los mexicanos no respetamos la ley escrita, mucho menos la que no está escrita. Para la ley escrita, al menos en teoría está la sanción prevista para el que la viole, pero no existe sanción contra una serie de convenciones que rigen la actividad política. No hay cárcel para el que habla como merolico, para el que dice falsedades en campaña, para el que hace promesas incumplibles. La culpa la paga la sociedad en su conjunto.
El ejemplo más claro es el de Mitch McConnell, líder del Senado en Estados Unidos. Cuando murió un juez de la Suprema Corte en 2016, le tocaba a Obama nominar su reemplazo, y por una regla no escrita, le tocaba al Senado correr la cortesía de aprobarlo, suponiendo que fuera un buen candidato. Obama nominó a Merrick Garland, un juez muy respetado, pero su caso ni siquiera llegó a debate, porque McConnell declaró que bloquearía el acceso a discusión de cualquier nominado de Obama. Rompió una tradición de civilidad entre los partidos políticos, y su acto invitará al siguiente Congreso demócrata que tenga un presidente republicano, a oponerse a todo lo que diga el presidente. Se pueden llevar entre los pies las leyes, el presupuesto, la nación, pero legalmente pueden hacerlo.
Esto es algo que hemos padecido en México. Los dos presidentes del PAN han tenido un Congreso dominado por los otros partidos, quienes se han dedicado a obstruir en gran medida sus iniciativas. Los partidos políticos en México se ven como enemigos o como compañeros de una noche, no como socios en un proyecto común de construir una nación mejor. Cualquier partido puede aliarse con otro, aunque tenga ideología opuesta, para ganar el poder; las alianzas en México no son fruto de un diálogo para encontrar una plataforma ideológica y de acciones en común, son relaciones de ocasión para conseguir el poder y para repartirlo. No le conozco ideología a ningún partido. Cierto que leyendo los estatutos podremos encontrar ahí nobles pensamientos, pero esos no cuentan: la única ideología válida de un partido político es la que practican sus miembros. En lo único que coinciden todos los partidos es en su amor por el poder y por el dinero, en las promesas y mentiras que dicen para obtener el primero, y en la ausencia de reglas para apoderarse del segundo.
A los mexicanos de a pie nos gusta desgarrar las vestiduras y echar ceniza sobre nuestras cabezas cuando hablamos de los partidos políticos: cualquier conversación de cantina que hable de los políticos es un concurso de muecas de desprecio. Ahora bien: ¿cuál es nuestra participación individual? No la hay, la política es cosa de los políticos.
Hace unos cinco años empecé a sembrar árboles en el camellón frente a mi colonia; antes de eso, había estado maldiciendo al municipio durante diez años por tener abandonado ese espacio. En mis cinco años de ecólogo, varios de mis árboles ya miden más que yo, fresnos y pirules principalmente. De vez en cuando se detiene una señora y me felicita, pero me exasperan esas felicitaciones porque no sirven para nada, y una vez le contesté de mal modo a una de ellas: “señora, no me felicite, mejor mándeme a su marido o a sus hijos para que me ayuden”. La señora dijo que era viuda, y que sus hijos estaban chicos. Después de ese incidente, asiento con la cabeza como agradeciendo, pero ya perdí la esperanza de que alguien llegue a colaborar en ese espacio público, en una obra que es de beneficio comunitario. Sin embargo, hay un letrero junto a mi último árbol sembrado que orgullosamente proclama “Camellón adoptado por el Club Necaxa”.
¿A dónde quiero llegar? No encanta quejarnos de todo, en especial de la clase política. Sin embargo ¿qué clase de políticos puede producir un pueblo que desprecia las leyes? ¿Qué clase de política podemos vivir en México, si la dejamos para los que nada más ambicionan el poder y el dinero? No sé si sea cierto que el pueblo tiene el gobierno que se merece, pero estoy totalmente convencido que tenemos los gobiernos que producimos. ¿O acaso conoce usted a un presidente o gobernador chino o siberiano? A lo más que llegamos fue a un gobernador que tenía varias actas de nacimiento, dependiendo de dónde brincara la liebre: en los llanos del Tecuán, o de Alvarado, o de Castilla.
La manzana no cae lejos del manzano.
Proverbio ruso
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