En 1864 escribió Abraham Lincoln a un amigo:

Veo en el futuro próximo una crisis que se acerca y me enerva y me hace temblar por la seguridad de mi país… las corporaciones se han sentado en el trono y una era de corrupción en altas esferas seguirá, y el poder del dinero en el país conseguirá prolongar su reino trabajando sobre los prejuicios de la gente hasta que toda la riqueza sea concentrada en unas pocas manos y la República sea destruida.

No vivió para darse cuenta que su pesadilla se hacía realidad; lo asesinaron en vísperas de terminar la Guerra de Secesión, y pocos años después (1869) fue elegido presidente el General Ulysses S. Grant, quien había guiado las tropas del Norte hacia la victoria, y empezó el período llamado Reconstrucción, significando simplemente que había que rehacer un país devastado por la guerra. Fue un período de enormes oportunidades, algo comparable a lo que pasó en China cuando Deng Xiaoping inició el período de modernización. El General Grant, hábil como militar, resultó un inepto cuando fue presidente y sus dos períodos se consideran entre los más corruptos en la historia de su país; muchas de las más grandes fortunas de los EEUU se hicieron en esa época y han sido criticadas ampliamente por la manera en que se lograron, precisamente como lo había pronosticado Lincoln: sobornos y corrupción para adjudicarse los enormes contratos para llenar de vías férreas al país, para otras ramas de la industria y para la banca. Genéricamente se les llama Robber barons (barones ladrones) a los principales magnates que surgieron en aquella época, como Corneluis Vanderbilt, John D. Rockefeller, J.P. Morgan, Andrew Carnegie, Andrew Mellon, Leland Stanford.

Todas esas personas se hicieron millonarios por encima de cualquier medida, acumulando fortunas enormes por métodos cuestionables, pero hay algo en sus vidas que las hace perdurables y diferentes de otros nuevos o viejos ricos: todavía hoy subsisten sus obras. Las oportunidades y el talento que coincidieron en esos empresarios no podían repetirse juntos, porque ya no ha habido necesidad de reconstruir al país, y porque los talentos no se heredan; lo único que puede heredarse es dinero y educación. En mi pueblo y donde usted me lea, conocemos historias de nuestros pequeños magnates, aquellos viejos de hace cincuenta años, que dejaron una fortuna que no fue aprovechada por hijos o nietos, porque  el que nace con la mesa puesta tiene tendencia a nada más disfrutar la vida. En el caso de los barones ladrones, muchos de ellos consiguieron trascender el paso del tiempo a través de un recurso inesperado de parte de un hombre rico: sus obras de beneficencia.

Uno de los barones ladrones fue Andrew Carnegie. Había emigrado con sus padres de una Escocia empobrecida al Nuevo Mundo, el joven Andrew resultó hábil y trabajador y amasó una fortuna enorme en el negocio del acero; en 1901, cuando tenía 65 años de edad, vendió su negocio a J. P. Morgan en una cantidad equivalente a US$13,000 millones de hoy, y dedicó el resto de su vida y una parte considerable de su fortuna a obras de beneficencia. Su visión acerca de la beneficencia fue notable y está concentrada en tres puntos: 1) dar una parte sustancial de la propia fortuna, no nada más limosnas al salir de la iglesia; 2) concentrarla en obras que sean de gran impacto, en vez de desperdigarla en muchas pequeñas obras; 3) fijarse de manera especial en:

  1. universidades,
  2. bibliotecas gratuitas,
  3. hospitales, colegios médicos, laboratorios
  4. parques públicos
  5. salas para conciertos, teatro, recreación
  6. albercas
  7. iglesias

El orden presentado implica una jerarquía en la mente de Carnegie. Las iglesias van en último lugar porque en su opinión la filantropía debe ser dirigida a la comunidad en general, no a un grupo religioso. No hace un razonamiento para poner en primer lugar a las universidades, pero ahí están. En lenguaje moderno, el foco de su beneficencia estuvo concentrado en educación, cultura y deporte. Desde joven, a los 33 años, escribió que “amasar fortunas es una de las peores especies de idolatría. Ningún ídolo es más degradante que la adoración del demonio”. Pero por otro lado razonó que las diferencias entre los individuos y las oportunidades que tienen llevan a hacer de algunos hombres más ricos que otros, y que está bien hacerse rico, siempre y cuando se devuelva a la sociedad una porción importante de la riqueza amasada. De su bolsillo financió las Bibliotecas Carnegie, unas 3000 bibliotecas públicas en EEUU y otros países de habla inglesa. Puso especial cuidado en el diseño de sus edificios, y algunos de ellos todavía están preservados el día de hoy, y funcionando. Donó en 1900 US$2 millones para fundar el Carnegie Institute of Technology (Philadelphia), y otro tanto para el Carnegie Institution (Washington). Escribió un artículo interesante, donde describe su punto de vista sobre la filantropía: Wealth (riqueza), que puede leerse en http://historymatters.gmu.edu/d/5767/.

Los otros nombres mencionados, que también amasaron fortunas enormes pasando por encima de lo que fuera, a pesar de todo entendieron que era aconsejable hacer donaciones sustanciosas a obras de beneficencia pública. Por ejemplo Cornelius Vanderbilt, que amasó una fortuna explotando a los campesinos en Nicaragua e imponiendo gobiernos a su gusto en ese país, dio dinero para crear lo que hoy en día es Vanderbilt University (Nashville, Tenessee). Andrew Mellon nació rico y se había hecho todavía más millonario en las industrias del aluminio, petróleo, carbón, barcos. La serie de tv Boardwalk Empire lo coloca como dueño de una construcción abandonada que presta al protagonista de la serie para que instalen ahí la mayor fábrica de alcohol en tiempos de la Prohibición, hacia 1923, cuando Mellon era Secretario del Tesoro; este detalle muestra la idea que Mellon dejó en los norteamericanos sobre su método para amasar fortuna. Pero fondeó el Mellon Institute of Industrial Research, como un departamento de Pittsburgh University, y donó su colección de arte para crear National Gallery of Art (Washington, DC).

En California fue gobernador Leland Stanford, quien amasó una enorme fortuna en los ferrocarriles. Perdió a su único hijo, quien enfermó de tifo en un viaje a Europa, y en su memoria quiso hacer una universidad. Un día le preguntó al Presidente de Harvard University “¿cuánto costaría replicar tu universidad en el Pacífico?”. Obtuvo una cantidad, y se decidió a crear Stanford University en 1891. Es una de las mejores universidades del mundo, y una medida de su excelencia es que ha producido 60 Premios Nobel, usted dirá si por acá tenemos algo comparable. Un cálculo aproximado de las donaciones de Stanford a su universidad es US$40 millones, una cantidad realmente enorme para la época. Otro hombre creador de una gran universidad fue Johns Hopkins, de Baltimore (Johns Hopkins University).

Howard Hughes, millonario excéntrico convertido en personaje de una película de Martin Scorcese, creó el Howard Hughes Medical Institute (Chevy Chase, Maryland), que hace investigaciones en genética, inmunología y biología molecular.

Henry Ford, John D. Rockefeller, Solomon Guggenheim, Paul J. Getty, fueron todos millonarios excéntricos, algunos miserables (Getty pagó el rescate de su nieto a unos secuestradores sólo hasta donde la ley le permitía deducir de impuestos), pero todos ellos crearon fundaciones que subsisten hasta el día de hoy. Guggenheim tuvo intereses en Aguascalientes (mi hermano Jesús ha contado esta historia con detalle), y también fundó y fondeó el Museo Guggenheim en Nueva York, uno de los más importantes del mundo en arte moderno.

En la actualidad, Bill Gates y su esposa Melinda han creado Bill & Melinda Gates Foundation, dotada con la cantidad estratosférica de US$36,200 millones en 2012. Bill predica que los muy ricos deberían donar la mitad de su fortuna a obras de beneficencia, ha invitado a otros magnates del mundo a sumarse a su causa; ningún mexicano está en esa lista. Su fundación se fija especialmente en salud, atacando a algunos flagelos de la humanidad como Polio, Sida y Tuberculosis.

El premio más famoso de todos, el Premio Nobel, fue creado por Alfred Nobel, quien hizo fortuna después de inventar la dinamita, y lo dotó de dinero que administra la Nobel Foundation; este premio es el sueño de cualquier científico o literato.

Estas pequeñas historias que cuento no están dignamente reflejadas en México. Existen muchos mexicanos ricos, hay una gran cantidad de individuos que dentro de o coludidos con el gobierno se han vuelto extraordinariamente ricos, pero veo pocas fundaciones y pocas obras importantes de beneficencia. Carlos Slim declaró que ha donado US$4,000 millones a su fundación, cantidad superior al presupuesto anual de la UNAM, pero no sé que haya creado alguna universidad; tiene muchos proyectos su fundación, por ejemplo el Museo Soumaya, pero le falta una universidad. De la Fundación Televisa, lo único que yo conozco son las obras que hace en beneficio de niños con discapacidades, publicitadas grandemente cada año en el Teletón. Eugenio Garza Sada organizó a varios industriales de Monterrey en 1943 para crear el Tec de Monterrey, una de las mejores universidades del país en estos días. Pero insisto: faltan universidades y faltan bibliotecas públicas fondeadas por nuestros mexicanos ricos.

Andrew Carnegie, desde la óptica de un magnate, expresó el mismo interés que otros hemos mencionado acerca de la educación; según él, la obra de beneficencia por excelencia es precisamente crear una universidad. Una verdadera universidad, no una universidad patito; una universidad como la que hicieron los de Monterrey. México es un país que ha producido millonarios y billonarios, desde la época gloriosa de Miguel Alemán; pero al día de hoy, no suenan sus obras de beneficencia. No sé dónde está el problema, parece que nacimos y seguimos siendo un país desunido y con bajo nivel de educación. Hacen falta universidades, bibliotecas públicas, institutos de investigación para atacar por ejemplo el problema endémico del centro y norte del país: la sequía. Creo que necesitamos urgentemente este tipo de obras, porque la única manera de sacar adelante a México es incrementando sustancialmente nuestro nivel educativo.

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