La Humanidad recibió esa Caja de Pandora que es la radioactividad por una casualidad. El físico Wilhelm Roentgen, a principios de 1896, envió a sus colegas por toda Europa una carta en donde les informaba de una fotografía que había tomado a su mano, en donde aparecían nada más los huesos y el anillo de matrimonio. Esta fotografía, que se ha hecho famosa, fue en realidad la primera radiografía de la historia. Lo descubrió por causalidad, porque había notado un halo fluorescente alrededor de una sustancia con la que estaba experimentando, y haciendo pruebas para averiguar de qué se trataba, llegó a la fotografía que mostró al mundo una fuente de energía que no se había conocido.
Lo que se descubrió entonces era que ciertas sustancias emitían algunas partículas, que ahora se llaman partículas alfa, gamma, y muchos otras que los físicos siguen descubriendo hoy en día. Esas partículas se utilizan para radiografías y muchos otros usos medicinales e industriales.
Un poco después, a principios del siglo XX, Albert Einstein estableció la fórmula más famosa de todas, E = mc2, una fórmula que ni los contadores han podido contradecir (probablemente porque involucra ese término oscuro, un número elevado al cuadrado), más famosa todavía que 2 + 2 = 4, cuya validez sí disputan los contadores, de acuerdo a la anécdota donde un señor preguntaba a sus potenciales contadores: ¿cuánto es 2 + 2? El que ganó fue el que contestó con una pregunta: ¿cuánto quiere usted que sumen? Lo que nos dice Einstein a los no especialistas, es sencillamente que hay una equivalencia entre masa y energía, dos entidades que los físicos habían estudiado durante toda la vida, pero que las habían considerado por separado. La masa es, vagamente hablando, el peso de los cuerpos: digamos un kilo de agua, una tonelada de maíz, etc. Digo “vagamente” porque la misma cantidad de agua, puesta en la luna, pesaría menos que lo que pesa en la tierra, aunque la cantidad de moléculas de agua sería la misma. La masa, más propiamente hablando, sería la cantidad de materia a la que uno se refiere. El famoso término
c = velocidad de la luz = todavía más rápido que el Mustang 2011
es algo ampliamente conocido y creo que todos mis lectores se acuerdan de los 300,000 kilómetros/segundo. La energía, también vagamente explicada, es la capacidad de cambiar la situación de las cosas. Por ejemplo, se habla del impacto de una piedra contra un vidrio, que se rompe por la energía cinética (de movimiento) que lleva la piedra cuando choca contra el vidrio. También se habla de energía atómica, energía eléctrica, potencia de un motor, la energía de un huracán, etcétera, y el común denominador de ese misterioso concepto de energía lo podemos expresar como “capacidad que tiene un objeto para realizar algunos cambios”: el huracán puede destruir Nueva Orleans, el motor mueve el coche, la energía atómica mueve un submarino, la energía eléctrica mantiene encendida una computadora, y los partidos políticos convierten varios miles de millones de pesos en polvo y esperanzas marchitas.
El descubrimiento de Einstein es fundamental en la historia de la Física. Hasta ese momento, se habían considerado entes independientes a la masa y la energía, pero Einstein estableció una equivalencia entre ambos. Con su fórmula y en teoría, la masa sería posible de convertir en energía, o al revés. En teoría, la energía que podríamos obtener de un litro de agua sería enorme, por la presencia del término c2, que es un 9 seguido de 10 ceros. En la práctica, Einstein abrió una Caja de Pandora, la más terrible de las que ha abierto la Humanidad en toda su historia, porque nos abrió la puerta lo mismo a las aplicaciones de la radioactividad para tratar el cáncer, y a las armas de destrucción masiva.
La leyenda griega nos dice que la Caja de Pandora estaba llena de calamidades, y que solamente hasta el final salió la Esperanza de ella. La caja que abrió Einstein no estaba llena de calamidades, era simplemente una herramienta teórica que él había descubierto; se convirtió en calamidad gracias a nosotros, los humanos: por codicia, ambición, poder, venganza, miedo y un diccionario entero de sentimientos negativos que hemos aprendido a cultivar.
La fórmula era extraña hasta para los físicos, y al principio la aceptaron como algo que estaba muy lejano de las aplicaciones. Se pusieron a trabajar con lo que tenían a la mano para hacer experimentos, y así fueron aislando algunos elementos que tenían esa particularidad, la de emitir partículas en una forma espontánea, y llamaron “radioactivos” al Uranio, Plutonio, Polonio, Radio, etc. Investigaron más y descubrieron cuál es el mecanismo de la radioactividad: si hay una masa de Uranio, por ejemplo, algunos de los átomos, de manera espontánea van emitiendo partículas, y esos átomos se descomponen en otros átomos, que son un poco más ligeros que los del Uranio, como el Plomo, es decir elementos químicos que tienen menos neutrones, protones y electrones que el original. La diferencia entre uno y otro se emite en forma de energía, esos rayos alfa, beta, gamma que descubrió Roentgen.
Quizá algún estudiante de Física se sienta ofendido por esta visión reduccionista de la física atómica a un balance de contabilidad, pero la verdad es que la radioactividad no es más que un balance contable. Al principio teníamos un átomo de Uranio, que valía 238. Al final, nos quedamos con un átomo de Plomo, que vale 204, ¿dónde quedó la diferencia? En la energía representada por los rayos que emitió el átomo de Uranio al convertirse en Plomo. Es decir energía del átomo de Uranio = energía del átomo de Plomo + energía de los rayos emitidos. Ese es, puesto en términos muy sencillos, el principio de la radioactividad, que sirve para multitud de usos pacíficos, y desgraciadamente, también para la destrucción.
Como expliqué arriba, los átomos de los materiales radioactivos se descomponen espontáneamente a lo largo del tiempo, produciendo otros elementos menos pesados más energía en forma de radiaciones. No se conoce el mecanismo por el cual un átomo en particular se vaya a descomponer, es decir, la Física ignora cuál es el “gatillo” que hace descomponer un átomo en lo particular. Todo lo que se sabe, para cualquier sustancia radioactiva, es que se los átomos van descomponiéndose a una tasa fija, por decir algo, 1% cada año. Si hay 1’000,000 de átomos, al cabo de un año habrá 900,000 y un año después habrá 810,000, etcétera. Es algo semejante a avanzar recorrer cada día la mitad del camino restante: ¿cuándo terminamos de recorrerlo? La respuesta es que nunca, porque el primer día nos faltará 1/2, el segundo día 1/4, el tercer día 1/8, el cuarto día 1/16, etc., y siempre faltará un poquito de camino por recorrer. Los físicos inventaron un nombre para este concepto. Supongamos que tenemos una masa M de un elemento radioactivo, como Uranio, Plutonio, etc. ¿en cuánto tiempo se descompone la mitad de la masa M? Esto es lo que se llama la vida media de un elemento radioactivo. Cada uno tiene su vida media, por ejemplo el Plomo-202, que es radioactivo, su vida media es 53,000 años. El Carbono-14, que se usa para medir la antigüedad de restos de animales y plantas, tiene una vida media de 5,730 años. También el Uranio y otros elementos radioactivos tienen una vida media con varios ceros a la derecha. En el curso de esos muchísimos años, la energía que se libera es muchísima, y se puede calcular utilizando la fórmula de Einstein. Para fines medicinales, por ejemplo, descomposición natural de los elementos radioactivos, es decir, la energía que se libera dejando al Radio o al Uranio seguir su curso natural, es suficiente para hacer radiografías, para tratar el cáncer etc.
Algún científico con curiosidad (es decir, podría ser cualquier científico) se hizo la siguiente pregunta: ¿habría manera de acelerar el proceso de descomposición? Es decir, en vez de esperar 50,000 años a liberar la energía que contiene un kilo de determinada sustancia radioactiva, ¿podríamos apresurar su descomposición y tener junta esa energía, ahora mismo? Para que el lector que no sea físico me entienda, analicemos un premio gordo del Melate, digamos para no vernos muy codiciosos, de 100 millones. ¿Qué pasa si a cada mexicano le damos 1 peso de esos 100 millones? Tendremos, cada uno de nosotros, 1 peso más en el bolsillo, es decir, nada, es como si hubiéramos evaporado esa fortuna. En cambio, cuando algún ciudadano le atina a los números premiados, él se vuelve afortunado, y el resto de los mexicanos seguimos igual que como estamos ahora, con un poco más de envidia. Es lo mismo con la radioactividad: ¿quién quiere (o puede) esperarse 50,000 años para ir juntando poquito a poco la energía que emite una sustancia radioactiva? ¿Cómo podríamos acelerar el proceso? O poniéndolos en términos más prosaicos: ¿por qué repartir 100 millones entre todos los mexicanos, pudiendo tenerlos yo nada más?
Los físicos descubrieron, siguiendo este razonamiento, la reacción en cadena, que se da cuando se tiene junta una masa radioactiva suficientemente grande. Siguiendo con la analogía económica, un peso en la bolsa de cada mexicano es lo mismo que nada; cien millones en la cuenta de cualquiera de nosotros es una fortuna con la que podemos irnos de viaje a todo el mundo, pagar la educación de los hijos, terminar de pagar la casa y el coche, y crear un negocio propio. Los físicos encontraron maneras de concentrar los miles de años que tardaría la descomposición natural de un cuerpo radioactivo en unos pocos segundos, liberando en esos pocos segundos la energía que se liberaría a lo largo de miles de años. ¿Cuál fue el resultado? La bomba atómica.
En los años de la Segunda Guerra Mundial los alemanes y los norteamericanos libraron una carrera para construir la primera bomba atómica. Los americanos tenían la enorme ventaja estratégica de que la guerra no se libraba en su territorio, y así pudieron tener en el laboratorio de Los Alamos, Nuevo México, la mayor concentración de inteligencias que ha visto el mundo: Von Neumann, Teller, Ulam, Feynman y muchos otros físicos extraordinariamente capaces trabajaron con la única presión de tener a tiempo (es decir, antes que los alemanes), la primera bomba atómica. Los alemanes, en cambio, sufrían bombardeos y tenían que mantener ocultas sus instalaciones para poder trabajar en ellas. Llegó el final de la guerra con los alemanes, el 9 de Mayo de 1945, pero la guerra todavía se peleaba contra Japón.
Japón había cometido el error estratégico de dispersar sus esfuerzos en millones de kilómetros cuadrados de mar, apenas para conquistar unas cuantas islas: habían seguido su vocación de marineros, en vez de tratar de avanzar en la tierra que les quedaba cerca, la Siberia Oriental. Los americanos los habían ido desalojando de las islas que habían conquistados, y en Mayo de 1945 Japón era una potencia que estaba prácticamente vencida, y lo único que faltaba era la rendición. Sin embargo, el presidente Truman no lo consideró así, y por razones humanitarias, es decir, para salvar vidas, arrojó las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, a principios de Agosto de 1945. En segundos, dos ciudades con sus cientos de miles de habitantes y con todas sus construcciones, desaparecieron del mapa. El hombre había probado, una vez más, que el hombre es el lobo del hombre.
Truman consiguió la rendición inmediata de Japón y la alarma de los soviéticos, que se lanzaron a la carrera para construir sus primeras armas nucleares. Después, como ya sabemos, se hicieron explotar algunas bombas atómicas y algunas bombas de hidrógeno, todavía más potentes, y al día de hoy pesa sobre las cabezas de todos los humanos esa espada de Damocles, ese intento disparatado de utilizar a la ciencia y al conocimiento en formas que a todos nos van a perjudicar.
Porque el problema es que con menos de 10 kilos de uranio se puede fabricar una bomba atómica y también hay una gran cantidad de literatura que el potencial terrorista (o potencial mártir de sus creencias, como se quiera ver) puede consultar; por consiguiente al menos en teoría, la amenaza de la bomba atómica no es ya un privilegio de las grandes potencias.
Y así, una fórmula maravillosa de un científico que vivió como un santo, Einstein, se convirtió en las manos de un presidente en un arma de destrucción masiva. A Truman y a los Estados Unidos les corresponde el dudoso honor de haber sido los únicos que hayan usado este tipo de armas para propósitos de guerra, es decir, para destruir vidas e instalaciones humanas.
La humanidad ha aprendido muchísimo sobre ciencia, ha calculado las temperaturas que había hace miles de años desenterrando hielo en la Antártica, ha puesto un hombre en la Luna y me permite a mí, que tengo un hijo en España, hablar con él como si todavía estuviera aquí. Pero no hemos aprendido a convivir como seres racionales. Para todo lo que tiene que ver con conveniencia y con convivencia, seguimos siendo animales, como lo éramos mucho antes de Einstein.
jlgs, El Heraldo de Ags, 7.10.2010