Tío Yim, película mexicana (2019)
Intérpretes: Jaime Martínez Luna, esposa, hijos, pueblo de Guelatao
Directora: Luna Marán
Edición y co-escritura: Sofía Gómez Córdova, Perlis López
Disponible en Cinépolis Klic y en Vimeo
Al final quedó la familia rodeando al padre que rescató del mezcal, y tratando de rescatar las memorias y las palabras que no se comieron los años, las parrandas, los excesos y los riesgos de la memoria oral. El tío Yim se ha hecho viejo y toma la vida con la calma de quien vivió muchas vidas. Fue activista y levantó la voz, levantó a su pueblo y consiguieron que la maderera levantara sus trastos y se los llevara a destruir otros bosques; adoptó la identidad de su pueblo y cantó por él; viajó, conoció México y partes del mundo, y de uno de esos lugares se trajo a Magdalena, la mujer que lo ayuda a rescatar su memoria y anota sus fragmentos de historia, sus recuerdos de amigos que amaban tanto el alcohol como Jaime, pero que vivían en cuerpos que no lo resistieron. Se ven los rostros de esos amigos en los fragmentos de películas viejas que reviven en esta nueva película, cantan con Jaime, celebran con Jaime, pero uno de ellos camina también, solo y alejándose del grupo, atraviesa una puerta y empieza a andar el trayecto que no tiene retorno.
Tío Yim es como armar un rompecabezas colocando las piezas fuera de su lugar original, pero logrando un resultado coherente, una nueva imagen, utilizando el mejor de los medios modernos para traer a los sentidos y a la imaginación lo estuvo disperso y juntó la familia: fotografías, grabaciones, unas pocas hojas con garabatos que querían ser canciones, películas de 8 mm. Jaime Martínez Luna fue famoso en su tiempo, cantó canciones sencillas y sentidas, que hablaban directo al corazón del pueblo, en buen español y sin florituras de la academia; sus cantos eran como la voz del pueblo, que cantaba con la voz de Jaime:
Tengo miedo volver a mi pueblo
y encontrar los bosques desiertos;
tengo miedo volver a mi pueblo
y encontrar al abuelo ya muerto.
Tengo miedo volver a mi pueblo
y no hallar las sonrisas de hermanos
que en las tardes de abril y de mayo
alegraban las fiestas del pueblo.
Tengo miedo volver a mi pueblo…
La secuencia original de la película alterna imágenes del principio y la vejez: Jaime canta con su grupo y su guitarra cuando era joven, a través de fragmentos gastados de 8mm; Jaime camina con pasos cansinos, de viejo, con la melena caída en el rostro y salpicada de arroyitos blancos; el Jaime joven canta en blanco y negro, al viejo lo muestran en todo el esplendor de arrugas y cicatrices con cámaras y grabaciones modernas. Sus pasos lo llevan a andar por el bosque, pisar las hojas y las ramas que no se llevó el viento sino fueron cuidadas por los árboles que él y sus amigos, con sus cantos, salvaron. Al final una mano joven -quizá la de Luna- le acomoda las greñas que nomás le caen por la cara, como decían las gentes de antes. Jaime sonríe; está recostado en un árbol que él salvó, una mano joven lo acaricia.
En esa zona de México algunos grupos importaron armas e ideologías y terminaron en la sierra librando una lucha perdida, importada, pero que no importó suficiente a los importadores de guerras para querer prolongarla. Los indígenas zapotecas de Guelatao prefirieron el camino imposible, el de hablar y protestar y llevar su lucha por el camino pedregoso y sembrado de antesalas para hacer valer su voz y lo que ellos consideraban sus derechos, ante los ojos de quien había decidido ignorarlos. La película no llena esta parte de la historia, nada más nos cuenta principio y final; el principio, con cantos y fragmentos de asambleas en donde Jaime hablaba con un discurso claro, ordenado y bien estructurado; el final, Jaime recargado en uno de los árboles salvados. Es cierto que el camino de las antesalas es incierto, pero también es cierto que el camino de la violencia genera más violencia, muertes, y resultados caóticos. No me precio de conocer la mentalidad zapoteca, pero algunas de esas almas con mente de paz escogieron el camino pacífico, y consiguieron lo que buscaban.
Toda historia es rescatar la memoria del polvo y la desaparición; para Luna Marán es la memoria de su padre, para nosotros es mostrar a un hombre de otra cultura, un pueblo que preserva esa cultura, y una reflexión de lo que puede suceder cuando nuestra forma de vida, occidental, individualista y avasalladora, se extiende y se encuentra algo nuevo, diferente, sin comprenderlo.
En Guelatao, en un año incierto de los cincuentas, nació Jaime Martínez Luna, indígena zapoteco. Las personas de ese pueblo preservan costumbres heredadas desde la época precolombina, en un pueblo de la sierra norte de Oaxaca, rodeado de montes, bosques y un mar de perfiles visibles en la lejanía: cerros y más cerros, como el perfil de una cobija en la cama, después de pasar la noche. La tierra es dura pero puede producir, aún con los implementos rústicos que usaron por siglos los zapotecas.
Pero otra civilización llegó hasta esos confines y en nombre de la razón y la codicia quiere apoderarse de todo. Cuando era joven, Jaime encontró su vocación cantando a su tierra y a las costumbres de su pueblo, levantó la voz y cantó porque en la distante capital del Estado se había cocinado un contrato que permitía a la compañía maderera explotar los bosques de la región de Guelatao. En México hemos visto la peor forma de capitalismo, la que aprovecha los recursos, exprime lo que puede, destroza a su alrededor y deja un rastro de escombros en el lugar donde extraía riqueza; las mineras contaminan ríos y presas, las madereras dejan un cementerio de cruces de árboles donde había habido un bosque. Contra la compañía que venía a quedarse con el patrimonio ancestral del pueblo, sus bosques, se levantó la voz de Jaime, habló en su pueblo y en muchos otros pueblos, y llevó en versos sencillos,
Tío Yim también es una instantánea de la vida de esos dos pueblos: Guelatao y los zapotecas. Es un contraste tan grande con las imágenes que los citadinos nos hemos formado de lo que es una asamblea, que casi nos parecen inventos las reuniones del pueblo retratadas en la película. Nosotros fuimos acostumbrados por los años de PRI a que toda asamblea constaba de acarreados, cuatro o cinco convidados de piedra, y el hacedor de todas las decisiones; quizá es inevitable la transformación de la idea original cuando la población es numerosa, lo mismo que un río caudaloso se parte en multitud de cauces para formar su delta. Guelatao siempre fue chico y todos se han conocido por su nombre: con un grupo así, es posible identificar las mañas y las necesidades de cada rostro, y hablar a ese rostro en un lenguaje que sienta personal. Tío Yim tiene muchas imágenes del Jaime joven hablando -no arengando- a caras conocidas de problemas conocidos en lenguaje familiar y con objetivos deseados por todos ellos; lo mismo hubiera podido Jaime arengar por la lucha abierta, pero su temperamento artístico y protagónico pero no dueño de la verdad -el anverso del clásico caudillo- y el carácter de su pueblo lo llevaron a luchar de una forma que fue una lección para México: insertar una verdadera democracia en este país que se quiere nombrar demócrata.
Jaime viejo habla sin rencores y sin amarguras del Jaime joven; hay dos tristezas: aquel hijo que ayudó a concebir cuando todavía era muy joven y que no pudo nacer, y sus amigos de cantos y de parrandas, que tampoco pudieron seguir viviendo. “Su cuerpo no les permitió seguir la parranda, como a mí”, dice Jaime a sus familiares. Está viejo, arrugado, perdió la voz y habla sin la articulación que tenía joven; quince años de mezcal no acabaron con él, nada más con algunas de sus habilidades. Habla de sus amigos, de lo que perdió, camina con bastón y pasos cansados, a veces del brazo de los hijos; pero no habla con amargura, no se percibe resentimiento. Lo que muestra es una aceptación de la vida como la vida es y como ha sido para él; la familia lo rescató del mezcal y los hijos hablan con libertad de esos años de ausencia, pero ellos tampoco reclaman la ausencia porque al final entendieron que Jaime es así y que él acepta sin lamentaciones lo que fue y lo que no fue. Heredaron del padre esa aceptación natural de la vida y sus condiciones, y heredaron de ambos padres el habla bien construida, con buen lenguaje, claro y sosteniendo lo que dicen en lo que han pensado por años; Magdalena habla con sus hijos y con Jaime con libertad y amplitud de lo que sea, aunque se trate de los años que Jaime vivió en compañía del mezcal. Se alcanza a vislumbrar un poco de tristeza en esa sonrisa a medias, pero es más evidente que Jaime toma su vida como ha sido su vida, no imagina algo diferente porque eso es inútil. Ni siquiera aborrece el mezcal, ya que cuando esté viejo y sea un inútil, digamos a los ochenta y cinco años, será mejor revivir la parranda y quedarse ahí, debe ser muy bonito.
El deseo de hacer una película sobre su padre surgió en Luna por la fama del personaje, sus méritos artísticos y los muchos contrastes que ha dado su vida: comprometido con su propio pueblo pero quince años de disoluto, fue a encontrar la esposa en Venezuela pero se convirtió en padre ausente, escucha a sus hijos hablar de su ausencia pero él no quiere condenar su pasado. En largas escenas donde la familia improvisa los diálogos, discuten lo que ha sido Jaime para ellos, y es notorio que lo hagan con serenidad y hablando sin juzgar de lo que hizo y dejó de hacer el padre; la película prefiere no narrar la molestia de la hija mayor al hablar de que Jaime se enteró de su nacimiento con casi un mes de retraso. Cada hijo ha desarrollado su personalidad, pero el elemento aglutinador es la madre, Magdalena, de quien se ven muchas sonrisas y caras serenas en las escenas, ninguna de enojo o de angustia; alrededor de ella, mientras ocupa las manos con cosas de casa, se sientan los hijos, hablan, se contradicen, pero no se confrontan. Yo creo que esta habilidad les llega del habla estructurada, que les llegó por dos lados, y del alma serena, que les dio la madre.
Al llegar a los treinta, Luna vio en su casa cajas y paredes llenas de fotos, casetes, películas viejas y recuerdos de lo que había hecho su padre, y pensó en hacer un trabajo que rescatara esa memoria y los momentos ya capturados. Fue madurando la idea junto con su familia y con sus compañeros de equipo, una la nutría de recuerdos, los otros de formas de integrar el recuerdo. El documental sería la vía a su alcance, por el material disponible y porque no sería necesario ni pintarle las canas a Jaime ni conseguir otro actor para que lo representara de joven, si quisieran hacer una película tradicional.
Recoger un hilo narrativo a partir de tantos fragmentos fue un trabajo que costó veladas enteras de discusiones entre Luna, Sofía y Perla, que fueron dando forma a una historia narrada por los fragmentos elegidos; el trabajo de ensamblarlos y crear un efecto de continuidad cinematográfica costó días y días de trabajo a Sofía, a quien yo veía ante la pantalla repasando las escenas, avanzando o retrocediendo el cursor unos segundos para elegir el momento en que la escena debía ingresar o ceder su lugar al siguiente. Nunca he hecho cine y no domino el arte de editar, pero puedo atestiguar que es muy laborioso y que el final fue, en efecto, una vida narrada en imágenes.
Las escenas filmadas por el equipo tienen una sorprendente belleza, son un festín de colores, de luces y sombras; los colores de México –la tierra, el barro, las agujas del pino, la piel morena, las cocinas con mosaicos de talavera, los vestidos de Magdalena- están presentes, nos recuerdan a los mexicanos la patria y les enseñan a los extranjeros lo que nunca verán en Cancún. La música juega un papel preponderante en la película, porque Jaime siguió su instinto de cantar molestias y sueños, los suyos y los de su pueblo. Luna corrió con la suerte de encontrar películas que tenían muy bien grabado el sonido en los conciertos que daba esa trova, y con ese sonido inaugura la película y acompaña al espectador todo el tiempo. La canción inicial “Tengo miedo de volver a mi pueblo…” tiene algo del sabor de nostalgia que nos da otra gran creación mexicana, La Bruja. El trabajo que realizó Odín Acosta con el sonido es sobresaliente y yoo espero que Luna y su equipo puedan también rescatar por separado esas grabaciones y ofrecerlas al público en CD, iTunes o Spotify.
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Decía el difunto George Steiner que toda crítica literaria debería ser un acto de amor; puedo apoderarme de la idea y usarla también para el cine. La película me gustó, entre muchas razones, porque es la memoria de Luna, porque a través de los cantos de Jaime y la memoria de Jaime, rescatan una parte de lo que hizo su pueblo. Entre los mexicanos yo soy blanco, pero muy lejos del blanco de mis ancestros españoles o ingleses; como casi todos aquí, vengo de una mezcla de sangres en la que participaron los antiguos pobladores de México y este film me recuerda esa parte de mis orígenes. La película rescata una parte de la historia de México, parte sobresaliente porque es diferente a lo que vivimos y nos muestra una forma de vida más armoniosa que la nuestra. También me gustó la película porque está ahí la mano de mi descendencia: Sofía, quien participó en la edición, guion y producción. Es como estar parado en ese feliz lugar en que puedes ver para atrás, y también atisbar lo que vendrá después de ti.
La película está disponible en Cinépolis Klic; me apropio del nombre del equipo que la realizó y te pido que apoyes el arte mexicano comprando la película, porque no es para verla una vez, es para regresar a ella y volver a pensar. También puede verse en Vimeo: https://vimeo.com/ondemand/tioyim .
Festivales destacados
- Ambulante
- Guanajuato International Film Festival
- Festival Internacional de Cine de Morelia
- BBC Long Shots
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Facebook/ Twitter: @tioyimdoc
22.7.2020
//Además de la colaboración de Rodrigo, hoy he contado con la ayuda de Sofía; agradezco a ambos sus valiosas correcciones y sugerencias para mejorar este trabajo.
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