En 1948 se publicó este libro, que describe en forma fascinante los últimos días de la vida de Julio César. Está narrado en forma de una serie de cartas de personajes de esa época, en donde cada uno da una perspectiva diferente de la vida de Roma hacia el año 44 antes de Cristo. Este montaje narrativo, con su elección cuidadosa de corresponsales, le dio a Thornton Wilder la posibilidad de ver con diferentes ojos los eventos de la política, los recuerdos de la Guerra de las Galias, la conjura para matar a César, y las intrigas de Claudia Pulcher para hacerse de poder y amantes, y hastiarse de ambos.
La parte más memorable del libro sucede en una improbable pero posible cena, donde Julio César compartió la mesa con Asinio Polión, amigo de poetas; con Claudia Pulcher, mujer hermosa; con Catulo, poeta. El primero de los compañeros de mesa narra esta historia a Virgilio y a Horacio, y la historia la releemos, siglos después, nosotros.
Los últimos días de la vida de Julio César habían tratado en vano de fijar la atención del Dictador en la conjura que se estaba tramando; él, probablemente cansado de tantas conjuras, probablemente pensando que si no había muerto en tantas guerras que había combatido, seguramente confiando en su suerte, prefirió no oír las noticias de la nueva conjura. Una mezcla extraña de fatalismo y desdén por los oráculos llena las páginas que están alrededor de esa cena, y César llega a la cena con las heridas frescas, y las curaciones recientes, del atentado que había sufrido, rumbo a la cena en casa de Claudia Pulcher.
Claudia había organizado la cena con mucha anticipación, y contaba con César como el primer invitado; César afirmó, a sus confidentes, que no asistiría: había asistido a la intimidad con Claudia, años atrás, y no quería que esa mujer, más bella que cualquiera y tan inteligente como César, pero sin su poder, pudiera adquirir más poder, teniéndolo de huésped. El pañuelo del mundo romano era pequeño, y todos conocían la historia; si el Dictador fuera a la casa de Claudia, sería un honor para ella y un motivo más para que los hombres la temieran más o más la desearan. César había anunciado su intención de no asistir, y Claudia le escribió anunciándole su intención de torturar a su eterno enamorado, Catulo, con el recuerdo de su antiguo enamorado, Julio César. El Dictador dio su brazo a torcer, y llegó herido y sonriente a la cena.
Catulo era joven, introvertido, inspirado en poesía y sin suerte en el amor; había elegido a la única mujer que en toda Roma que podía resistir sus versos, y a ella se los dedicaba; esa mujer era ahora su anfitriona. Se sentó, honrado, serio y con la esperanza viva, enfrente de Julio César.
La costumbre era que en la cena se designara a un rey, se le coronara con una guirnalda, y al terminar los manjares, el rey decidía el tema sobre el que todos los comensales deberían exponer sus ideas. César fue señalado rey, y el rey, vengativamente, eligió el tema: “¿Es cierto que la suprema poesía es un regalo de los dioses a los hombres, o por el contrario, es creación humana?”
Las palabras de Asinio Polión las reconoce él mismo tan insinceras como inútiles, su cercanía al círculo de poder le había consumido sus intenciones.
Después habló Claudia, quizá una sola vez en su vida, con sinceridad. “No creo que la poesía haya sido un regalo a nosotros de los dioses. No sé si los dioses existan, lo que sí sé que existe, porque lo veo, es la miseria en la que vivimos los humanos. Si la poesía fuera un regalo de los dioses a nosotros, sería una burla y un insulto, no un regalo: porque encima de las tristezas y las enfermedades que todos alguna vez padecemos, encima de la muerte que todos padeceremos, ellos estarían tratando de que nosotros creyéramos, por medio de la poesía, que ha vida en esta miseria, que podemos verla diferente de como la ven nuestros ojos, imaginando eso que los dioses querrían que miráramos. No, la poesía es lo que los poetas imaginan que es la vida, una vida detrás o encima de la que vemos, pero no es la que mis ojos ve, todos los días que el espejo me revela una nueva arruga, o que en la calle contemplo un pleito, o que me entero de una amenaza al Dictador. Los poetas quieren que nosotros veamos la vida como ellos se la imaginan. Yo me niego. Si no quiero ser burlada por un dios, tampoco quiero ser burlada por un poeta”.
Y al final, habló el poeta. “Cuentan los que saben de ésto, que Alcestes, hija del rey Peleas, era la mujer más hermosa y virtuosa de toda Grecia. Había querido, de siempre, dedicarse al servicio del dios Apolo; si era posible como sacerdotisa del dios, y si no, sirviendo en el templo. Su padre la quería tanto, que no quería darla por esposa a nadie, y puso la condición de que solamente aquel que fuera capaz de uncir un león y un oso a una carreta, sería merecedor de su mano; el padre creyó conservarla para sí, y Alcestes creyó ver en eso un designio del dios, que la llamaba a su servicio. Pero un día Tiresias, el mensajero ciego, declaro que el dios Apolo habitaba en el cuerpo de un hombre, un pastor que venía con Admeto, monarca de Tesalia, a pedir la mano de Alcestes. Ella entendió la señal de su dios, que ayudó a Admeto a uncir las dos bestias al yugo, y aceptó ser la esposa mejor que haya podido existir”
“Pero en la boda, el esposo olvidó hacer el sacrificio debido a la diosa Artemisa, y en castigo fue condenado a morir. Apolo convenció al Destino dejar regresar de los infiernos a Admeto, a condición de que alguien quisiera morir en su lugar. Los padres de Admeto eran ya viejos pero pensaban que todavía les quedaba vida por delante, y rehusaron dar su vida por la del hijo. Pero Alcestes se ofreció en lugar del marido, y aceptó su propia muerte a cambio de la vida del esposo. Y al final, Heracles el héroe, en agradecimiento por la hospitalidad de Admeto, que enterraba a su esposa, bajó a los infiernos y la devolvió a la vida.”
“Y yo le digo ahora a todos ustedes: ¿no fueron los dioses los que quisieron que todo sucediera así? ¿No fue Apolo el que en un mismo acto ayudó a Admeto a obtener la mano de Alcestes, y a señalarle a ella una camino que no era el de su templo? ¿No fue con ayuda de dioses y héroes que el amor, este sentimiento del cual todos venimos, esta pasión que nos hace guerrear, hiciera que Alcestes diera su vida por la de su amado? Pues bien, yo les digo que nosotros, los poetas, no hacemos sino repetir con palabras que podrían ser borradas la fuerza que movió a Alcestes, y que también a nosotros, si aceptamos la voluntad de los dioses, nos habrá de mover.”
Esta cena está descrita en las páginas centrales del libro, y quiere ser una descripción de las ideas que distraían a César de su muerte inminente. Representa, tal vez, la visiones antagónicas del mismo César ante la sed de poder y la necesidad de administrar el poder, y fue en esa cena, como es hoy, la presencia en la mesa del que toma de la vida todo lo que los dioses no le dieron, y la del que ve la vida como un regalo de los dioses.
jlgs/El Heraldo de Ags / 9.9.2010