El escritor ruso Iván Turgueniev (1818-1883) nació en una familia noble y rica, hijo de una madre dominante que les hizo la vida imposible a él y a su hermano, pero la vida le ofreció otras compensaciones. Pudo viajar y conocer Europa, tratar a mucha gente interesante y disfrutar de la compañía de las mujeres, aunque nunca se casó.
Pero tenía grabado en el alma el amor por su pueblo y por sus lugares, y entre sus obras dejó una colección de historias llamada Relatos de un cazador, donde cuenta sus andanzas por la región de Orel, que son observaciones sobre el hermoso paisaje ruso y el alma de los campesinos que le tocó ver.
Uno de estos relatos se llama Los Cantores, y es la historia de un concurso. Extraño concurso porque fue realizado en un pueblo perdido en el centro de Rusia, por hombres que viven ahora gracias a esa historia, y porque se trataba de arte. Campesinos y bebedores, como eran casi todos ahí y entonces, esperaríamos un concurso de fuerza, de doma de caballos, de leñadores o de aventuras; Turgueniev narra otra cosa, un concurso de canto.
Declara que la aldea se llamaba Kolotovka y que pertenecía una anciana que nombraban “la esquiladora” por su carácter ávido; podemos imaginar un recuerdo de su madre en esta referencia. La aldea estaba partida por un barranco, arenoso y húmedo en el fondo, que empezaba en el lugar donde habían construido la isba de Nikolai Ivánich, el tabernero. Su isba está dividida por una pared en el medio, la parte de afuera para los visitantes, la otra para guardar bebida y comida, y para casa del dueño. Tiene una única ventana que en las noches, cuando se ilumina el interior con algún fuego, sirve de faro terrestre para los viajeros que quieren acercarse al pueblo.
Hay dos cantantes reconocidos en el pueblo; reconocidos, porque en Rusia todos nacen con talento para la música (le recomiendo ver el film La casa rusa, donde el actor Klaus Maria Brandauer está en medio de un concierto improvisado en la comida, con cuchillos, tenedores, vasos, jarras, botellas y golpes en la mesa). Uno de los cantores es alto y fuerte, y tiene voz poderosa; otro es delgado pero capaz de un mayor dominio de su voz. Se improvisa el concurso, empieza el cantante fuerte. Turgueniev –como cualquier que quiere poner por escrito los encantos de la música- da nada más una lejana, pálida idea de lo que escucharon ahí: voces que expresaban amor, que subían y bajaban a las profundidades, que impresionaban por su poder o por su expresión. Me llama la atención que el autor no dice lo que cantaron, sólo alcanza a mencionar uno o dos versos; como lector, creo presenciar el recuento de una improvisación.
Gana el expresivo, no el fuerte, pero eso no es importante. Desde la primera vez que leí esta historia me llamó la atención la materia del relato: un concurso de canto en un pueblo perdido a dos mil kilómetros de Moscú. No eran cantantes profesionales, eran simples campesinos; de su arte quedó el recuerdo impreciso –las letras impresas son incapaces de albergar la música- que nos dejó un maestro en el arte de manejar el idioma y expresar sonidos, por ejemplo onomatopeyas. Eran dos hombres jóvenes a los que la naturaleza había dotado de un don, y lo compartieron cuando estuvo ahí Turgueniev.
El relato me gustó porque me hizo imaginar (no alcancé a ver) otro mundo. En unas cuantas páginas nos narra el anverso de la moneda de lo que es conocido en la música Rusa, como Chaikovski, Scriabin, Rimski-Korsakov; ese anverso es el sustento popular de los talentos que sí alcanzaron un nombre en las carteleras.
En México tenemos también talentos naturales para la música. He visto en dos ocasiones y en la misma ciudad, Xalapa, grupos musicales deleitando en la plaza pública. La primera vez era una banda de muchachos indígenas que con sus instrumentos lograron la belleza que le falta a ese engendro “musical” que son las bandas modernas; la segunda ocasión era un grupo más variado, porque tenían alientos, arpa, guitarra, charango, bongós. Los dos grupos se habían formado entre gente del pueblo –el primero constaba de jóvenes del mismo lugar- que nacieron para hacer la música y tenían el don de impresionar a los que tuvimos la suerte de estar ahí.
Esos talentos son sobresalientes, y son de las muchas cosas buenas de este país, que esperan su turno para brillar en el arte.