Por casualidad leí una entrevista hecha a George Steiner en octubre de 2001, nada más con catorce años de retraso. Hace poco me encontraba en un lugar donde debía realizar cierto trámite, y vi un periódico en el bote de la basura, que tenía la fotografía de Steiner. Pedí permiso para tomarlo, agradecí al empleado (me miraba incrédulo, que me interesara en un periódico atrasado arrojado como basura) y a la suerte que me trajera así un documento que prometía interés, y lo leí con calma en mi oficina.

Steiner habla con orgullo y con humildad de su trabajo como crítico. No debe confundirse crítica con creación, dice, y acepta con gusto el nombre de cartero que daba Pushkin a un traductor: es simplemente alguien que traslada un mensaje a otro idioma. Defiende la literatura contra los posestructuralistas, quienes miden con el mismo rasero la poesía de Federico García Lorca y los garabatos en una pared visitada por cholos –yo pregunto: si no hay literatura, como dicen los posestructuralistas, ¿para qué perder el tiempo hablando de ella?- y dice palabras sabias, enraizadas en los orígenes de su raza: en la tradición judía, enseñar es crear.

El libro que dio fama a Steiner fue Tolstoi o Dostoievski, publicado cuando aún no había cumplido treinta años. La obra se convirtió en un clásico dentro de la crítica, un lugar de referencia para aquellos dos autores y un modelo para todos los que se quieren acercar a ellos. Las primeras palabras del libro, “la crítica literaria debería surgir de una deuda de amor” son, efectivamente, un acto de amor y de sumisión frente a la obra de Tolstoi y Dostoievski. Para mí representaron una puerta al campo casi infinito (o al menos inabarcable para mis fuerzas) de las creaciones de los grandes maestros; no es nada más leerlos y recordar la trama, como uno se acuerda de quién engañó a quién para quedarse con su fortuna, en la trama de una película de Hollywood. Es la decisión y la capacidad de detenerse en los pasajes y en las descripciones, es el deseo de ver y disfrutar las innumerables aristas que revelan  rasgos de las personas descritas, que nos hacen quererlos o aborrecerlos, que nos hacen vivir, como si estuviéramos en aquella escena, las emociones que llenaron el alma del narrador.

Tolstoi y Dostoievski también amaban y aborrecían a sus personajes, pero dejaban que ellos expresaran su amor y su odio: como si los hombres y mujeres que aparecen en Los Hermanos Karamazov estuvieran vivos en la mente de Dostoievski, así los describe el autor; algunos no dicen nada, como el pasaje de esta misma obra El Gran Inquisidor, donde aparece Jesucristo y es sometido a un nuevo juicio, en el que aparentemente es más sabio, puesto que ya no contesta a su acusador. En La Casa de los Muertos, memorias de cuando vivió desterrado en Siberia, hay un capítulo llamado La mujer Akulina, que narra una historia en la que todos se odian y todos son culpables; algunos muestran su mala sangre desde el principio, como el marido de Akulina, quien la atormenta, la humilla, la golpea; el lector siente simpatía por la pobre mujer y la compadece, hasta que casi al final cuando el marido la está matando, ella revela que odia y desprecia al marido, y a quien ama es al originador de toda la tragedia, un amigo de parrandas del marido que había difamado a Akulina, pintando la puerta de su casa de forma que todo mundo supiera que la hija de esa casa había perdido su virtud. Un cuarto personaje, el preso que narra la historia, lo hace como una anécdota, sin mayor emoción; al final vierte un juicio personal: “a las mujeres hay que golpearlas, es la única manera de que entiendan”, y muestra su compromiso con sus palabras narrando que él mismo, una ocasión que descubrió a su mujer con el amante, la encerró, la golpeó, la humilló, la pateó; pero él tenía razón, porque después de la golpiza la mujer le dijo “te lavaré los pies y beberé el agua utilizada”. El último personaje, el preso que escribe sus memorias, no hace juicio alguno, simplemente narra; dejó hablar elocuentemente a los demás, no hace falta su opinión. Se parece a Chejov, que era capaz de describir la forma en que arrojan agua hirviente a un niño recién nacido sin revelar su propio pensamiento; en uno y en otro caso, los autores saben que es mejor que su narración hable por ellos; ambos saben crear narraciones con vida.

La Casa de los Muertos es un libro que Tolstoi admiraba mucho. Ya viejo, en 1903 se expresaba de ella diciendo que era la mejor obra de Dostoievski; yo creo que no hay que hacer mucho caso de esos juicios tan superlativos, porque el criterio para juzgar un trabajo puede variar, dependiendo de la edad y de muchas circunstancias. El caso de Tolstoi fue de extremos: nació noble, se enroló en el ejército, renunció, escribió Anna Karenina y La Guerra y la Paz, abjuró de la literatura, estudió religiones, renegó de la Iglesia Ortodoxa pero se volvió cristiano a su manera, involuntariamente fundó una especie de secta, y con más de setenta años de edad, en 1903 escribió una pequeña obra maestra, seguramente inspirada en La Casa de los Muertos: el título es equívoco, hace pensar de aventuras, amores y declaraciones: se llama Después del baile y narra lo que sucede después de un evento así, pero es algo totalmente alejado del gran mundo, de la música y del romance.

El narrador es Tolstoi con otro nombre; aquí se llama Iván Vasilievich y es un hombre de edad a cuyo alrededor se juntan jóvenes a platicar y a escuchar sus aventuras; él los quiere enseñar, ellos se quieren entretener, porque admiran  su manera de narrar: “pero Iván Vasilievich tenía una manera tal de responder él mismo a sus propios pensamientos, que surgían en medio de una conversación, y por casualidad estos pensamientos contaban episodios de su vida.” En este equívoco de intenciones divergentes, -que nunca se resuelve, Tolstoi lo reconoce en la historia,- se narra un evento cuando Iván Vasilievich era joven y estaba profundamente enamorado. Ese fue su más grande amor, pero Tolstoi no se contenta con la declaración: su narración del baile es un portento de descripciones. El objeto de su amor, Verenka, es una joven alta, delgada, que echaba la cabeza un poco para atrás como una Zarina, y eso ahuyentaría a los pretendientes, y aquí el autor mata dos pájaros de un tiro: dice que es noble, que sonríe con bondad, que mira con amabilidad, y en ese desfile de cualidades nos está presentando el alma de la muchacha. El padre y ella se parecen: ambos son altos, de cara sonrosa, sonríen con bondad; bailan juntos y el padre todavía sabe bailar bien, a pesar de que los años habían pasado. La sala está arrobada por ella y todos, hombres y mujeres, la admiran “a pesar de que ella las sobrepasaba a todas.”

La escena del baile es una descripción más, esta vez magistral, del amor que la clase noble rusa tenía por estas fiestas; eran desfile de vestidos y condecoraciones, de belleza y de gallardía. Los rusos nobles tenían a mucha estima el saber bailar, y negocios, colocaciones y matrimonios se arreglaban en medio de ellos; el narrador habla del amor que sentía por Varenka, cómo al verla bailar junto a su padre lo embargaba una emoción tal que se sentía bueno, era otra persona, era capaz de amar a todo el mundo. En nuestro siglo cínico y descreído uno se pregunta si tal cosa es posible, yo reflexiono que con esa clase dominante, tan ociosa con objetivos tan nobles como saber bailar con maestría, tenía que surgir una revolución algún día. Tolstoi deja que el lector piense lo que quiera; ha narrado con maestría la escena del gran mundo y mientras el lector piensa (con admiración o desagrado, no importa) en los pasos de baile, es llevado de la mano al pequeño mundo, al inframundo, en realidad al gran mundo ruso del resto del pueblo.

El narrador llega a su casa y no puede dormir; sale a pasear en la madrugada, una mañana que la nieve es acuosa y se está derritiendo; irremediablemente dirige sus pasos hacia el lugar del baile. A lo lejos ve una especie de procesión, una fila de figuras negras con música repetida, cansada, cansina, monótona, chirriante y exasperante; de cerca se ve que son soldados en doble fila y se revela que están castigando a un tártaro desertor. Al acercarse, ve su espalda hinchada por los golpes que le dan los soldados de ambas filas, él avanza por el centro amarrado al fusil de un oficial que lo empuja, lo levanta y lo obliga a avanzar. La espalda está en carne viva, no se cree que es un ser humano, y el tártaro aúlla “hermanos, tened compasión, hermanos tened compasión”. Pero “los hermanos no tiene compasión” y cada soldado descarga un golpe con todas sus fuerzas en la espalda del castigado. Quien dirige la maniobra es un coronel, el padre de Varenka, el mismo hombre que ayer vio bailar con su hija, el que tenía ayer como ahora las mejillas sonrosadas, el que admiró y amó, el que ahora abofetea a un soldado porque no golpeó con la suficiente fuerza, el que ayer le dejó a la hija para bailaran juntos y ahora pretende no reconocerlo.

El narrador se va con malestar que lo hace vomitar, con un dolor en el alma que es casi físico. Se va a su casa, se acuesta, puede dormirse hasta el atardecer. No entiende lo que vio, pero reflexiona que el coronel seguramente sabe lo que hacía, sabe cosas que el narrador ignora; nunca llega a aprehender esas cosas. Renuncia a sus planes de ingresar al ejército y su vida cambia de derrotero.

El objetivo de Después del baile es didáctico, pero Tolstoi no pudo renunciar a su genio y logró, quizá a pesar de su edad moralizante, una cumbre entre la forma de narrar –la buena forma está en el núcleo de toda buena literatura-  y otra en el impacto de horror que causa el hecho narrado al final. El autor recurre a la técnica narrativa del contraste, marca registrada (©) de Tolstoi: la escena del baile con criados en librea, orquesta de siervos, damas con vestidos elegantes y caballeros cargando medallas y espada, con la escena de uno de esos caballeros dirigiendo un castigo inhumano a un soldado desertor. Dostoievski da una medida de lo inhumano: era posible que un hombre resistiera quinientos palos; si era fuerte, hasta mil. Para que no murieran en el castigo, se dividía en dos o en tres, en sesiones de mil palos cada vez; los enviaban al hospital para recuperarse y poder soportar el resto de los golpes. Peor que los palos eran los látigos especiales, hechos de una cuerda gruesa y flexible, con nudos; no había humano que resistiera más de quinientas de una sola vez.

Usted podrá preguntarse “Bueno, ¿y qué pasó con el amor?” Lo mismo preguntan los interlocutores de Iván Vasilievich, y él da la respuesta. Yo no la daré; pero lo invito a leer la narración completa, traducida en este sitio: Después del baile.

¿Cuál es la enseñanza que sugiere el título de este artículo? Tampoco vale la pena decirla con todas sus letras, mejor será que usted exprese su opinión dejando un comentario.

P.D. Светочка, я хочу поблагодарить тебя: могу рассказывать; ещё, быть может, изучать. Ты показала дорогу.

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