Chejov escribió una historia llamada Los ladrones de caballos que describía la vida de esas personas, sus reuniones en la isba para tomar, sus pleitos, sus discusiones, su de ganarse el sustento fuera de la ley: precisamente mediante el robo de caballos. Alguien lo criticó porque no ponía a los ladrones en colores negros, como unos miserables, sino que lo hacía en forma tal que inclusive era posible despertar simpatía por ellos. Chejov contestó en una carta que el objetivo de la literatura no era tomar partido por nadie, sino describir la vida tal como es; en resumen, observar mucho y describir con arte. En 1887, con 26 años de edad y ya un autor conocido, le escribió a María V. Kiseliova “Es verdad que el mundo hierve de malditos y malditas. La naturaleza humana es imperfecta y, por tanto, sería extraño ver en la tierra únicamente a los justos. Pensar que el deber de la literatura es desenterrar la simiente de un monte de malditos, significa negar la propia literatura. La literatura artística se llama así porque describe la vida tal como es en la realidad…” y este credo literario lo practicó a lo largo de toda su carrera. Chejov murió joven (43 años) pero era médico y aprovechó el pago indirecto que la vida hace a los médicos, inundando su vida con casos de la vida real; literalmente, fueron miles las personas que trató en su práctica profesional. En toda su obra se ve el alma del médico viejo, el que ha visto muchas cosas y sabe que junto con las dolencias físicas que le platican, hay otras más escondidas en el alma de sus pacientes, y que éstas son muchas veces más importantes; no llegó a viejo, pero la multitud de casos y la vocación por observar la vida le dieron a Chejov la habilidad de mirar con ojos de viejo.
Hay un cuento breve, llamado Tristeza, que describe la historia de un cochero –el taxista de aquellos días- que atiende en las calles nevadas a grupos de jóvenes y de personas importantes, llevándolos por la noche a sus destinos de fiesta. A todos ellos les quiere narrar su tristeza y empieza a decirles algo pero invariablemente lo interrumpen, o llegan al destino antes que el cochero entre en materia; su confesión queda trunca o ni siquiera comenzada. Al final de su jornada de trabajo, cuando desengancha al caballo para darle el pienso y permitirle descansar, es al caballo a quien le cuenta su tristeza: tenía un hijo, era su esperanza de viejo; el hijo enfermó y murió. Parece en el cuento que el caballo entiende al cochero, lo escucha, siente con él su tristeza. Los pasajeros indiferentes a la confesión de un viejo que nada más les servía para llevarlos a otro lado, ocupan unas pocas líneas en el relato, y desaparecen; se lee entre líneas que despreciaban al cochero por ser alguien de condición inferior, pero no se dice explícitamente. No vuelve a saberse de ellos, ni el viejo ni el autor los mencionan, sirvieron nada más para presentar la vida.
El Consejero Secreto es un relato de tamaño mediano para los estándares de Chejov, que nunca emprendió novelas como sus contemporáneos Turgenev, Tolstoi y Dostoievski. La historia narra que a la finca rural de la viuda Claudia Arjipovna llega de visita su hermano Iván, quien tiene el grado de Consejero Secreto en la Tabla de Rangos que había creado Pedro el Grande. Claudia se estremece del temor por la enorme distinción que le otorga su hermano, visitándola; no sabe cómo hay que recibirlo, no sabe qué le gustará comer, en ese rincón perdido de Rusia nunca se paran personalidades así. Convoca a reunión a su hijo Maksim –el narrador, niño de unos doce años-, al tutor de su hijo, al capataz gitano y al resto de la servidumbre a informarles que llegará en unos días un gran personaje, hay que limpiar todo, barrer todo, dejar lista la finca para recibir al Consejero. Claudia no reflexiona que la carta donde Iván informa los motivos del viaje dice explícitamente que va con ella porque tiene que descansar pero no tiene los 3,000 rublos que serían necesarios para viajar al extranjero; es tan grande el honor que le hacen, que no se pregunta –nadie en la historia se pregunta- cómo es que un Consejero Secreto no puede tener esa cantidad para irse de paseo a Europa.
De esta manera nos informa Chejov, sin decirlo con todas sus letras, que hay un contrasentido en esta historia. El Consejero Iván ocupa el lugar tercero en la Tabla de Rangos, una especie de Tablas de la Ley que publicó el zar Pedro I para poner orden a la infinidad de puestos gubernamentales que existían hacia 1700, numerados del 1 al 14; el 14 era el inicial, el más bajo; tener el grado 1 en esa Tabla era un privilegio que muy pocos gozaban. El grado que un funcionario público, o militar, o persona al servicio de la corte llegaba a obtener en esa Tabla era un símbolo de status, conocido y respetado en toda Rusia. Como perjuicio para Rusia, convirtió a la Tabla de Rangos en la tierra prometida de todos los rusos, por el status, el dinero y los privilegios que conllevaba; esto fue negativo porque el ideal de servir al Estado se convirtió en un objetivo de gran parte de la población: las inquietudes personales que en otros países se canalizaban hacia el trabajo independiente, en Rusia se canalizaron a escalar en la Tabla de Rangos, convirtiendo a la burocracia imperial en Tierra Prometida. El contrasentido surge porque un funcionario del tercer lugar, un funcionario muy importante, era incapaz de viajar al extranjero por falta de dinero; la hermana, simple viuda de un teniente, no se fija en esa pequeñez sino en el gran honor que le dispensaba su hermano.
El niño que nos narra la historia cuenta cómo esperaban que apareciera el tío: grande, majestuoso, con su uniforme oficial y lleno de condecoraciones; llega un viejito que ya cumplió los cincuenta años, delgado, más bien pequeño y vestido de blanco, sin muchas pretensiones. Tampoco habla con grandilocuencia, se dirige a todos con naturalidad pero sin fijarse en ninguno de ellos; parece, sin que nadie lo diga, que no es sencillo sino hueco, que no se amable sino superficial. Maksim informa que el tío se pasa el día “trabajando” en la habitación que le han asignado, pero ni él ni el lector saben en qué consiste ese trabajo. Le gusta sentarse en el porche junto al sobrino y la servidumbre nada más contemplando el atardecer; sus comentarios son breves, eufóricos y tristes porque intenta animar a todos a vivir la vida, a ellos que aún son jóvenes… El preceptor se desengaña porque también él se había preparado para recibirlo y hablar de temas elevados, aunque ni el preceptor ni el consejero atinan a decir nada elevado. Claudia está todo el día preocupada por atender a su huésped, se desvive en preparar platillos que el hermano apenas prueba; esta buena mujer, buena anfitriona, sufre porque aparentemente el visitante no encuentra mayor placer en el sinfín de atenciones que ella intenta organizar para él.
El consejero empieza a hacerle la corte a Tatiana, la esposa del capataz gitano, miembro de una raza que es símbolo de las grandes pasiones, del rencor y de los celos en la literatura rusa; la toma de la mano, empieza diciendo que él no tiene alguien así que lo cuide en San Petersburgo, suspira; al día siguiente lo mismo, Tatiana (que en toda la historia no pronuncia una palabra) no sabe qué decir, se pone colorada y está tomada entre dos fuegos, la atención debida al huésped ilustre y el respeto a su marido, que está sentado detrás de ellos y observa, sombrío, la escena. Finalmente, aparentemente en completa ignorancia del capataz, el consejero le propone a Tatiana que se vaya con él a la capital; lo hace casi en forma inocente, porque en su actitud y en sus palabras no se ve un intento de seducción, sino la contemplación y veneración que los importantes en Rusia tenían por la idílica figura de los campesinos, a quienes en realidad no conocían. En el momento en que el Consejero invita a Tatiana a irse con él, ha dado el paso definitivo, ha cruzado una frontera que era peligroso atravesar: sorprendentemente el preceptor se levanta de la silla, golpea la mesa con el puño y grita “¡no lo permitiré!”, el capataz también se levanta, golpea la mesa y grita, el Consejero no entiende qué es lo que está pasando, el capataz se da cuenta de que también el preceptor se ha ofendido, la emprende contra él, lo golpea y lo manda al hospital con una pierna rota. Nadie entiende lo que está pasando, ni siquiera el narrador; nada más acierta a decir que es muy joven y no se da cuenta de muchas cosas.
Al día siguiente llega una avanzada del Alcalde, anunciando su visita. Agitación sobre agitación en la finca, se manda matar todo lo que tenga dos o cuatro patas y no sepa hablar, incluyendo, por error, al ganso progenitor de toda la manada de gansos, el favorito de Maksim. Preparan una comida con muchos platos, lo mejor que la cocina campesina rusa tiene para agasajar a invitados importantes. Pero no los satisfacen, hacen caras de extrañeza ante lo que les sirven, preguntan que de dónde salieron esas hilachas –era sopa de pato- y al final, ya cuando el Alcalde se ha ido, el Consejero va y se queja con su hermana de que esa no es manera de atender a personajes tan ilustres.
Y Chejov, en vez de emitir un juicio sobre ese hombrecito encumbrado a consejero de tercer grado, hace hablar a Claudia, la pobre hermana que hizo todo lo posible pero no pudo tener contento al hermano: “Dime, hermanito mío, ¿tú crees que si yo te doy los tres mil rublos, todavía podrías ir al extranjero?”
La última escena hace hablar a Maksim, viendo a ese pequeño hombre ya subido en el coche que lo llevará de regreso. Aunque el tío acaba de preguntar quién es el sobrino, dice que “La pregunta molestó a mi madrecita… pero yo miré el rostro del tío, y sin saber por qué, sentí una gran piedad de él. Sin poder contenerme subí de un salto al carruaje y me abracé fuertemente a este hombre frívolo, débil como todos los hombres…”
Toda la obra de Chejov está llena de escenas como ésta: ladrones de caballos, hombres y mujeres adúlteras, actrices de teatro, funcionarios, campesinos, terratenientes; todos presentados como individuos débiles, como todos los individuos. Uno de sus relatos más impresionantes narra la historia de una niñera que quiere dormirse pero el niño, con sus continuos llantos, no la deja conciliar el sueño. Al final, lo ahoga con una almohada y se duerme plácidamente. Fin de la historia.
La mejor literatura es la que nos da material para reflexionar, para sentir, sufrir y gozar, en forma convincente, creando una verdad plausible en esa historia inventada, como dice Vargas Llosa en La Verdad de las Mentiras. Chejov es uno de los grandes ejemplos de estos inventores de mentiras, y mejor aún: sin mensajes morales. Todavía mejor, con sentido del humor: en vez de centrarse en el rencor ocasionado por el Consejero en el capataz gitano, le da la salida cómica al capataz de emprenderla contra el preceptor, quien no tenía derecho a ofenderse porque le hacían la corte a Tatiana.