En la primaria a la que yo asistí, el único arte que se enseñaba era la música, en la clase de canto semanal que a pocos compañeros atraía. Pasé la secundaria como interno con los Maristas en Guadalajara, y para entonces ya tenía conocimientos rudimentarios del piano y había desarrollado una atracción a ese instrumento y hacia la música que me acompaña hasta el día de hoy. Buscaba cualquier oportunidad para escabullirme a alguno de los salones donde había un piano, hasta que llegaba el momento en que tenía que regresar porque había actividades donde se notaría mi ausencia. El director, un hombre bien intencionado pero poco ilustrado, me regañaba porque en su opinión “la campana era la voz de Dios” y todos teníamos que estar haciendo lo mismo: estudiando, jugando futbol, durmiendo, comiendo, rezando; no se permitían almas descarriadas como la mía que mostraban iniciativa hacia cosas que no estaban prohibidas pero que tampoco formaban parte de su canon personal. El profesor de literatura daba unas clases tan aburridas que yo me preguntaba para qué podrían servir tantos libros que no decían nada interesante. La preparatoria fue peor, porque no hubo ninguna actividad artística, el arte era desconocido en aquella época en la prepa Petróleos. No esperé clases de música en la Facultad de Ciencias, pero milagrosamente resultó que todos mis compañeros eran aficionados a la música, conocían de los autores clásicos, y aproximadamente la mitad tocábamos algo. Viví unos años favorecidos, tocando para auditorios entendidos, tocando junto con ellos y sabiendo que podía hablar y podía escuchar, no nada más de música sino de otras artes, principalmente literatura. Sin embargo, no recuerdo que ninguno de nosotros dijera que fue gracias a la escuela que aprendieron flauta o cello o piano: fue gracias a su interés personal y a que nuestras familias nos apoyaron.
No me parece que las cosas hayan cambiado en el Curriculum de las escuelas: si el maestro de matemáticas tiene que pedir permiso para insinuar que el grupo no ha entendido un tema, creo que el maestro de música vive un caos en donde cada alumno, siguiendo la tendencia de nuestra época, se considera espíritu libre desde niño y está dispuesto a creer que los ruidos que hace se llaman música. Ni hablar de literatura, es evidente el deplorable manejo del lenguaje que se muestra por dondequiera. Teatro, cine, danza y otras artes practicadas en comunidad requieren una base individual en muchos componentes artísticos, tantos que es ilusorio esperar que en nuestras escuelas puedan representar a Lope de Vega o a Chejov, si no conocen ni a uno ni a otro autor.
Entiendo que el país está sumido en un Maelström, semejante al del cuento de Edgar Allan Poe (A Descent into the Maleström), donde narra un gigantesco remolino que va jalando los objetos hacia el fondo, donde no salimos de una crisis para entrar a otra, sino que una crisis se suma a la que ya existía. Entiendo que en estas circunstancias, ¿quién se preocupa de que los niños sepan quién fue Mozart y quién escribió la Divina Comedia? Pero el arte es una de las formas que tiene el humano de sublimar –para usar lenguaje sicoanalítico- sus deseos y sus pasiones, el arte es una manera en que creamos o vemos o escuchamos por un momento un mundo mejor que aquél en el que vivimos, porque hemos escrito un pequeño poema, quizá un acróstico para la novia, porque nuestras hijas pequeñas bailan La Bruja, porque vemos talento en un hijo para la fotografía o la música. O porque nosotros mismos practicamos algún arte. Yo no soy un pianista, pero los momentos de paz y de soledad que disfruto por las mañanas en mi oficina mientras toco el Clave Bien Temperado de Bach me tranquilizan, me suavizan mi propio temperamento, me hacen sentirme feliz de que haya existido Bach y de que yo pueda intentar tocarlo.
El arte no es la única sublimación de nuestros impulsos más profundos, también están el alcohol y el cigarro, el pasear con los amigos por las calles sin mayor objeto, el aturdimiento de las discos, el consumo de drogas, el bullying, la agresión a la pandilla del otro barrio, la violación y el asesinato. Todos esos son gradaciones del objetivo primordial de nuestra sociedad, “pasarla bien”. Lamentablemente, para el que estudió en una escuela donde el maestro faltaba, para el que se desenvuelve en donde esos ejemplos que menciono son el escenario natural donde se desenvuelve, para ese joven no existe la alternativa de actuar el papel de Hamlet, ni el del Visitador, ni el Inspector de Gogol; tampoco podrá sentarse en un piano, tampoco asistirá a una película de arte ni sabrá apreciar los símbolos detrás del Guernica de Picasso ni de Los Fusilamientos del 3 de Mayo de Goya. Todos estos placeres son infinitamente superiores a “pasarla bien”, pero ni nuestra sociedad ni nuestras escuelas nos preparan a disfrutarlos.
El arte no es un simple pasatiempo, es una forma de mejorar la vida. Lo puedo decir yo, que no soy artista pero que mi vida se enriquece con la música que escucho grabada o con la que intento tocar, con las fotografías de Rodrigo, con las reflexiones que inducen en mí los autores que leo. Seguramente yo sería mucho peor como persona si no conociera lo poco de arte que conozco.
El arte representa para la sociedad no nada más una forma de entretención, es una manera de que como conjunto de seres humanos encontremos caminos constructivos para superar las limitaciones que nuestra vida nos impone. El arte no es un desperdicio de tiempo, el arte es uno de los tiempos mejor empleados, principalmente cuando se realiza en comunidad.
Pero es iluso pretender un mejor manejo del lenguaje en nuestros jóvenes -¡empezando por la ortografía!- si no tienen el aliciente de escribir y hablar como los que saben escribir y hablar, si no están convencidos que el trabajo de escribir una carta bien redactada no es un ejercicio aburrido e inútil, sino una manera de mejorarse uno mismo, quizá de conquistar a alguien, tal vez de presentar una propuesta bien armada; o simplemente de imitar un modelo atractivo que nos haya mostrado el maestro. Una de las formas de inducir en los jóvenes el deseo de manejar mejor su lenguaje es precisamente mostrándoles buenos ejemplos de manejo del lenguaje, es decir, enseñando literatura. No tienen que hacer estudios comparativos entre Anna Karenina y Madame Bovary, bastan las fábulas de Esopo o de La Fontaine para despertar la imaginación de un niño.
O podemos dejar que la enseñanza del arte sea un tema de tercera importancia en nuestras escuelas, y permitir que más tarde la vida les enseñe maneras más crudas para expresar sus deseos o sus frustraciones. Como cholear las paredes, como ser parte de una pandilla, como ver televisión.
Lo invito a que vea La Misión, donde Robert de Niro actúa a un arrogante conquistador español en las selvas de Sudamérica y aprende una lección de vida a través de la música. Esa película es más elocuente que este artículo.
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