Me gusta escribir sobre mi ciudad, pero necesito un motivo;
en esta ocasión, el detonante fueron un artículo de mi hermano Jesús
sobre los problemas para la distribución del agua en Aguascalientes,
y la reciente tala de árboles en el balneario de Ojocaliente,
con la complacencia de nuestras autoridades.
Tendría que juntar mi memoria con la de mi padre y la del suyo; tendría que unir también la de mis hijos, para poder hablar de mi ciudad como algo que está vivo. En el curso de una existencia se aumenta la memoria en algunas calles y quizá varios jardines; en el correr de las generaciones una ciudad cambia de vestuario, de carácter y de aire: no nada más crece, también madura o envejece, cuando ha acumulado más calles de las que podría soportar el suelo.
La primera experiencia que tuve sobre ese aspecto que comparten los organismos vivos, la impredecibilidad, llegó por un camino inesperado. Tenía una amiga que vivía en la calle De la Mora, la visitaba todas las tardes haciendo a pie el camino desde mi casa, en el centro; su padre era un ganadero con bigote zapatista y ceño fruncido, que un día me sorprendió platicando con su hija en la calle, frente a su casa; llegó sin que yo lo viera y nada más escuché su voz irritada “¿es que ya no puedo entrar en mi propia casa?” La amiga y yo estábamos parados frente a la puerta, el señor reclamó airadamente que el paso no estuviera franco; me hice para un lado, más del susto que por educación. Ella me explicó después que su padre era así, pero yo no entendía que hubiera necesidad de esa mini escena, creía que era cuestión de decir “con permiso”. Años después, simplemente creo que yo no le agradaba al señor y expresó así su disgusto por ver a la hija en malas compañías. Yo estaba acostumbrado entonces a nada, puesto que todas mis hermanas son más jóvenes que yo y no había llegado el momento de que mi padre manifestara molestia por ningún pretendiente, deseable o no; en aquella época y a mi edad, yo creía que todo era cuestión de pedir permiso para entrar. Esa sorpresa en el actuar de otra persona me enseñó más de las diferencias entre los individuos que aquellas que había conocido hasta el momento, basadas principalmente en mis compañeros de clase, los distintos colores de piel y de ojos, las estaturas y el rendimiento en la clase.
La calle De La Mora es paralela a Primo Verdad, donde yo vivía; esta deducción fue hecha de manera muy simple. Caminado por Primo Verdad hacia el poniente llega a Libertad, daba vuelta a la derecha en ángulo recto, continuaba por Libertad, unas cuadras adelante estaba la Mora, vuelta izquierda en ángulo izquierdo, y llego a la casa del susto. Cualquier estudiante de geometría sabía que con esta construcción se llega a establecer que las rectas extremas (Primo Verdad y La Mora) son paralelas, y por lo tanto yo confiaba en que el camino diario a visitar a mi amiga era el indicado. Un día salió la plática de la forma en que yo llegaba a su casa, y ella me dijo que estaba equivocado, que ese no era el camino más corto: me indicó una especie de atajo, tomando a la derecha a la primera cuadra, ir haciendo zigzag por algunos otros lugares hasta llegar, efectivamente más rápido, hasta La Mora. Naturalmente, mi mente era euclidiana y no le creí; tuve que consultar en un plano de la ciudad y fijarme atentamente que el centro de la ciudad tiene esquinas aparentemente en ángulo recto, pero que avanzando un poco más se ve que prácticamente todas las calles están torcidas, y que por esta razón, mi camino euclidiano no era el más corto sino el que ella indicaba. Yo había visto la construcción de la Circunvalación, actualmente Av. De la Convención, y sabía que era un círculo que rodeaba la ciudad, pero tenía la idea vaga que adentro de ese círculo, las calles contenidas tenían un trazo ortogonal. Ya sabía que cuando una ciudad está sobre la ladera de un cerro hay que trazar las calles en forma que vayan rodeando el contorno del terreno, pero estando la ciudad de Aguascalientes en un terreno tan plano, no había necesidad de ningún trazo curvo, excepto para envolver la ciudad como lo hizo la Circunvalación.
Mi experiencia de la ciudad eran las tardes tranquilas de un pueblo, donde vuelan los tordos en parvadas persiguiendo los últimos rayos de sol, y desalentados, terminan por posarse todos en el mismo árbol, haciendo una algarabía de quejas porque el sol se ha escapado. Y los mediodías inmóviles, cuando el sol calentaba la calle desierta, un par de coches estacionados y el resto del mundo durmiendo la siesta. Era hermoso contemplar mi calle, mirar al sol que empezaba a bajar y no entender por qué los adultos tenían que descansar al mediodía: yo era niño y no conocía el cansancio, ni el calor, ni el frío del invierno; tampoco conocía el hambre, porque mi padre siempre colmó nuestra mesa. Primo Verdad ya tenía entonces una mezcla de construcciones que habían abandonado el estilo de un pueblo y que habían seguido, cada una, variaciones del esperpento. La casa donde vivíamos tenía un frente estrecho pero mucho fondo; de un lado estaba una hilera de patios, del otro habitaciones conectadas entre sí, con puerta hacia el patio. No era una construcción hermosa pero entre mis dos padres la habían vuelto acogedora; él se encargó de llenar de libreros todas las habitaciones, ella convertía los patios en pequeños jardines. La sala daba a la calle, con dos ventanas que llegaban hasta el techo, se cerraban con postigos de madera y estaban protegidas por rejas de un trazo curvo, innecesario, inolvidable, y el día de hoy ausente. En esa sala conocí lo que era la música y aprendí a amarla, ahí veía a mi padre sentado en un sillón, leyendo un libro a la luz de una lámpara de mesa, oyendo los discos Capitol que habían llegado a nuestro pueblo. Posiblemente es por nostalgia que compré en CD el Concierto Emperador con Rudolf Firkusny; posiblemente es la añoranza de esos años y el recuerdo de mi padre leyendo junto a la consola, pero esta versión es la que más me gusta.
Por una perversión del Destino, era posible llegar a la escuela siguiendo una línea casi recta en esa geometría torcida que es el trazo de mi ciudad; esta sencillez del camino me hizo ignorar por años muchas otras calles y colonias, alejadas de aquella ruta. En 5º de primaria, una tarde nos salimos a andar en bicicleta el profesor Eladio González y yo hacia el poniente; hoy está lleno de fraccionamientos, entonces eran sembradíos que terminaban en el río San Pedro. Fue como una excursión al campo en donde yo, la antítesis del boy-scout, guiaba al profesor cubano que había caído, refugiado, en nuestra escuela. Los campos sembrados y la ciudad, que empezaba donde estaba el colegio, eran dos mundos separados, pero inamovibles; yo pensaba que las calles seguirían como estaban y que el siguiente año, otras milpas tomarían el lugar de las que habíamos visto. Pero poco a poco fue advirtiendo grandes cambios: algunos eran para el progreso, como el periférico que envolvería la ciudad y la Av. López Mateos, que quedaría en lugar el arroyo que atravesaba la ciudad, llevaba agua nada más en época de lluvias y el resto del tiempo era un basurero. Otros eran para la ignominia, como la torre de Telmex que construyeron en Pedro Parga, a dos cuadras del centro de la ciudad, tan alta como la torre del templo de San José y que casi inevitablemente aparecen retratadas juntas. Entendíamos que era necesaria esa nueva torre porque la modernidad exigía mejores comunicaciones, pero nunca entendimos por qué la tuvieron que construir ahí, en el centro de un triángulo que forman las torres de tres templos: San José, San Antonio y San Diego; especulábamos si era una conjura comunista para opacar el brillo de los templos católicos. Hoy sabemos que a Telmex no le interesaba la religión y que a las autoridades no les importaba la estética de nuestra ciudad.
La Feria de San Marcos ha ido creciendo con los años: siempre ha tenido juegos infantiles, apuestas, toros y lugares para beber, y poco a poco, a medida que crece la ciudad y vienen más visitantes, el lugar donde nació, la explanada frente al templo de San Marcos, fue quedando más y más chico para albergar todos los negocios que se instalaban. Primero invadieron el jardín de San Marcos (un símbolo de la ciudad: hay una réplica de su balaustrada en Reforma Norte), luego profanaron el jardín, luego se extendieron por Venustiano Carranza hasta la Catedral, y finalmente les abrieron más lugares, alejados del sitio original, pero suficientes para los visitantes. En aquellas épocas de infamia a nuestros monumentos se puso de moda instalar “tapancos” para bares, restaurantes y sitios de espectáculos. Estos tapancos consistían en una plataforma de madera que estaba apoyada sobre la balaustrada, quedando a unos dos metros de altura sobre el suelo; debajo de las tablas se colocaba un andamiaje de palos y polines, como cuando se va a hacer el colado de un techo. Los comensales se sentían “flotando sobre el suelo”, literalmente, más cerca de los árboles y del cielo, posiblemente la sensación de vértigo los mareaba y consumieron lo suficiente para volver muy populares esos lugares. Pero al día siguiente, válgame Dios… caminar alrededor del jardín, o adentro de él, era aspirar en carne viva los recuerdos de basura y pestilencia que habían dejado los dignos comensales; cualquier borracho aprovechaba un hueco en las vigas para meterse bajo una tarima y dejar ahí su firma o un testigo de su presencia; las balaustradas nunca fueron pensadas como apoyo en construcciones, y yo todavía me sorprendo de no recordar algún accidente. Pero el recuerdo de esas pestilencias me hace preguntarme cómo se podía autorizar ese tipo de instalaciones, abiertamente antihigiénicas y hasta ofensivas para cualquiera que no tuviera catarro. Quizá los descendientes de aquellas autoridades son los mismos que muchos años después encontraron deleite en promover un “lago” alrededor de la Isla San Marcos, cuando el lago eran las aguas negras del Río San Pedro, embalsadas junto a la isla.
Años después de mi sorpresa no-euclidiana comenté con mi hermano Jesús que no entendía yo por qué el trazo de nuestras calles era tan torcido, siendo el suelo tan plano. Me respondió, sin darle importancia a mi alegato matemático, que muchas calles se habían hecho siguiendo el cauce de las acequias que hace varios siglos existían en Aguascalientes; yo conocía bien la historia del antiguo arroyo, donde hicieron la Av. López Mateos, pero esta experiencia no apoyaba el argumento de Jesús, puesto que aquel arroyo y la nueva avenida son rectos. Hablamos de la Av. Ayuntamiento y del Canal Interceptor, que ambos canalizan antiguos arroyos, pero en mi opinión esos son excepciones y no una regla tan amplia que justifique trazos torcidos en todo el centro de la ciudad. Yo creo, más bien, que el trazo de mi ciudad es un reflejo de dos características de los mexicanos: desconocemos lo que es planeación, y los asuntos importantes que afectan a una comunidad se arreglan en contubernio entre autoridades y hombres de negocios; no cualquier hombre de negocio, sino los más adinerados.
Nuestras autoridades actuales publicitan hasta la náusea la “planeación urbana” de esta ciudad, como un ejemplo digno a seguir en todo el país. Claro que si nos comparamos con otros lugares de México, aquí hay mejores calles y mayor fluidez en el tráfico, pero es como habla un tuerto en tierra de ciegos; prácticamente todas las ciudades del país se han ido improvisando, nunca se vislumbró el crecimiento que han tenido más allá de contar el número de los habitantes que había en el momento de tomar las grandes decisiones. Chihuahua emprendió mejoras drásticas para cambiar la fisonomía del centro, y lo logró; este es el único ejemplo de una compostura posterior a la falta secular de planeación.
La “planeación urbana” de Aguascalientes, cuyo punto central son los tres anillos periféricos, no es mucha planeación ni está para enorgullecerse. Los pasos en esta dirección empezaron a tomarse a fines de los cincuentas, cuando entubaron el arroyo e hicieron López Mateos, una avenida que cruza la ciudad de Oriente a Poniente en forma casi recta, de dos vías y con tres carriles por lado. Quizá en 1959, con la quinta parte de los habitantes actuales y la décima parte de los vehículos que hay ahora, eran suficiente tres carriles por lado, quizá era un lujo; pero ya entonces se advertía una curva de crecimiento en la ciudad que si las autoridades hubieran mirado diez años adelante, se hubieran dado cuenta que tres carriles no eran gran cosa; los congestionamientos en esa calle a las horas pico lo prueban. En los sesentas se construyó el primer periférico, actualmente Av. De la Convención; como idea muy buena, como realización bastante regular. Otra vez tres carriles, añadiendo uno para estacionarse en la acera; otra vez, insuficientes y congestionado actualmente. En los setentas se hizo el segundo periférico, con dimensiones semejantes o menores al primero; lo salvan del congestionamiento tipo DF los puentes que han tenido que construirse para mejorar el tráfico. Hacia fines de los ochentas se empezó a construir el tercer periférico, adivine usted el número de sus carriles… como el primero y el segundo. Actualmente están completando este tercer anillo para poderlo cerrar, y veo también los infames tres carriles por lado; en algunos lugares hay carril para estacionarse, pero no en todas partes.
Es quizá entendible que el gobernador en 1960 no pudo prever qué tanto crecería la ciudad, y dejó a López Mateos con aquellas dimensiones; pero en los setentas y en los ochentas ya había evidencia de que la ciudad estaba creciendo mucho y de que se requieren vías muy amplias de comunicación para los vehículos particulares, o bien un sistema de transporte público al estilo europeo: muy bueno y que llegue a todos lados; la última opción está fuera de nuestro alcance, se eligió construir calles y tomar fotografías cuando no había todavía casas a los lados, para publicitar a los cuatro vientos la inmensidad de la visión del gobernante en turno. Yo regresé a mi pueblo en 1986 y salía a correr por el segundo anillo desde casa de mis padres (Jardines de la Asunción) hasta la salida a San Luis Potosí; me gustaba estar ahí, subiendo y bajando lomas, guiado por una avenida que parecía muy amplia y estaba muy desierta, sin casas y sin coches. Diez años después, esa avenida estaba completamente llena de edificios y fraccionamientos, coches que se amontonaban en sus carriles, y semáforos que se han venido instalando para tratar de controlar ese flujo. Mi experiencia puede ser replicada por cualquiera que conozca esta ciudad, y por cualquier mexicano, porque toda ciudad de México tiene estos problemas.
Mi explicación de por qué se hacen obras públicas de tan corto alcance tiene que ver con ese gen de planeación que nos falta a los mexicanos, pero también con la codicia. El gobernante en turno decide construir una gran avenida; no lo decide un comité urbano que supervise este tipo de obras y dé continuidad a los trabajos a lo largo de los años, sino es el Elegido, el ungido por los dioses, el que toma las decisiones. Lo primero que hace es no decir nada, excepto a sus amigos íntimos: “por tal lado vamos a construir una vialidad así y asá, necesito que nos organicemos para comprar todos los terrenos que están en ese rumbo.” Los amigos entienden el mensaje, toman medidas, procuran hacerlo rápido porque estos movimientos se revelan pronto y ya no sería posible comprar barato; llegado el momento de convocar a una conferencia de prensa para anunciar que el Grande ha decidido favorecer a su pueblo con esa obra, están acaparados los terrenos que podían acapararse. Luego viene el penoso trabajo de expropiar la superficie necesaria para construir la vialidad, y la inevitable pregunta: “¿cuál va a ser el ancho de esa nueva calle?” Todo lo que sigue depende de este simple número: diez metros, veinte, cincuenta. Claro que el gobierno va a tener que pagar al propietario por la superficie expropiada, pero hay otra consideración: ¿qué vale más, el terreno expropiado para la calle o el terreno junto a la nueva calle? El Grande y su consorcio de inversionistas están dispuestos a sacrificar una parte para que sea expropiada, pero hay que maximizar las ganancias, y por lo tanto, no hay que sacrificar demasiado, nada más lo suficiente para que el terreno restante suba de valor y puedan hacerse negocios después.
Por ejemplo, el arroyo entubado en 1959 dejó del lado sur una serie de manzanas muy delgadas, entre López Mateos y la siguiente calle paralela (Héroes de Chapultepec) hay apenas unos treinta metros: ¿no hubiera sido mejor ampliar López Mateos hasta esa calle y darle mejor amplitud? A posteriori yo digo que sí, pero el Grande del Momento no lo consideró necesario, aunque la zona estaba casi deshabitada en 1959. Es peor aún el caso de los tres periféricos, porque prácticamente todos se construyeron sobre terrenos en breña, en donde no había el impedimento de construcciones para ampliar la vialidad.
Yo me he preguntado si mi pueblo se ha gobernado siempre de la misma manera: sin planeación y a beneficio del mejor postor. Hace unos meses leí y comenté un artículo de mi hermano Jesús[1], en donde se mencionan algunos problemas que tenían los habitantes de Aguascalientes con respecto al reparto del agua y la prohibición de las autoridades para producir alcoholes de mala calidad; en ambos asuntos se aplicó la versión mexicana de la sabiduría salomónica, intentando el imposible de dejar a todos contentos. En el caso del alcohol, simplemente se ignoró la prohibición; con el agua, el vecino más poderoso recibió la mayor parte. Hay un detalle emblemático en el trazo de la ciudad: el agua del manantial de Ojococaliente, del que se ha surtido el lugar desde hace siglos, baja de oriente a poniente, entre el manantial y el extinto río San Pedro. La Plaza de Armas está a medio camino entre el manantial y el río, y las casas de los principales se construyeron alrededor de la plaza. Más abajo, rumbo al río, estaba el “pueblo indios” de San Marcos, lugar de residencia de los menos privilegiados, precisamente después de las casas y las huertas de los más ricos del pueblo, criollos y sus descendientes, después de que ellos habían dispuesto del agua que necesitaban, después de que habían dejado para el “pueblo de indios” lo que quedaba.
La historia de ese manantial y la forma en que se han aprovechado sus aguas es la columna vertebral de la historia de este pueblo, por la simple razón de que estamos situados en un lugar semiárido, con pocas lluvias y con un pequeño río, hoy extinto. El agua es fuente de vida, indispensable en cualquier asentamiento humano y en cualquier cultivo; el manantial de Ojocaliente fue un lugar propicio para crear un pueblo, y se ha usado durante 444 años hasta el límite. En otro artículo interesante, centrado totalmente en el agua del manantial, Jesús describe algunos de los pleitos que se dieron en los siglos XVII a XIX por la distribución del agua[2], y menciona en particular dos de ellos, también emblemáticos de nuestra idiosincrasia. En 1702 tomó el cargo de alcalde mayor el capitán Fernando Delgado y Ocampo, que había nacido en Andalucía y llegó a Aguascalientes sin relaciones con los poderes locales que pudieran torcer su criterio. Estudió los problemas en torno a la distribución del agua, que consistían en que los grandes propietarios acaparaban el agua, construyendo acequias para drenar el canal principal, y dejando a los pobladores más pobres (que casualmente estaban situados río abajo) un caudal limitado; los cultivos eran trigos para los ricos, y chilares para los pobres; los propietarios más grandes se habían concentrado en el Barrio de Triana, que estaba pasando el arroyo que atravesaba el pueblo. El alcalde tomó cartas enérgicas en el asunto, ordenó que las cosas se hicieran en beneficio del pueblo completo y no nada más de unos privilegiados, firmó la sentencia ordenando que el agua se distribuyera equitativamente y que todos los trigales fueran destruidos; hasta ahí llegó el asunto: primero viajó a Guadalajara donde se tardaron un año en procesarla, luego llegó de regreso a Aguascalientes pero Fernando Delgado ya no estaba ahí, las aguas habían vuelto a su cauce y el nuevo alcalde era parte del grupo de los poderosos; dilató el cumplimiento de la sentencia el tiempo suficiente para que los grandes productores cosecharan sus campos, cuando finalmente la ejecutó encontraron nada más dos terrenos con huellas de delito, que fueron cercenados de cultivos por las bestias en un castigo público simbólico, porque pasado el tiempo el agua se siguió desviando a los trigales del Barrio de Triana y a los habitantes del pueblo de indios de San Marcos les siguieron llegando las sobras.
Parte del problema del agua era la forma de acarreo: en canales abiertos a la intemperie, que sufren filtraciones al suelo y evaporamiento; no había tecnología entonces para construir tubos de cemento, pero también mi pueblo muestra que la tecnología tampoco es causa determinante para que se hagan las cosas. Recientemente se atacó con bombo y platillo el problema de revestir los canales de riego del Distrito 01, se avanzó a medias, el dinero se esfumó, y el agua se sigue evaporando. Parece parte de nuestra naturaleza, producir gobernantes que no terminen las cosas y evaporen los recursos.
El segundo problema narrado en el artículo de Jesús tiene que ver directamente con el manantial de Ojocaliente. Un rico propietario de la región, José Manuel Rincón Gallardo, que peleó en el ejército realista durante la Guerra de Independencia pero al final formó parte de las tropas de Iturbide, quien al ganar le dio títulos y honores a Rincón Gallardo y le permitió volver a sus propiedades en la zona de El Llano y conservar su título de coronel. No era un simple propietario, era uno de los mayores hacendados del país: poseía la finca de Ciénaga de Mata, la más famosa en este rumbo, y en 1829 compró la hacienda de Ojocaliente, que no era muy grande (solamente 4000 hectáreas), pero que estaba contigua a otras propiedades de Rincón Gallardo, y que formaba un corredor de haciendas que llegaba, en forma continua, hasta San Felipe Torresmochas, a unos 150 km de Aguascalientes. Se trataba entonces de un latifundista, alguien que tenía terrenos que medían de largo 150 km, que se acercaba a Aguascalientes y se disponía a acrecentar su patrimonio. Se presentó la dificultad cuando Rincón Gallardo quiso construir unos baños que utilizaran el agua del manantial, lo empezó a crear dificultades porque Ojocaliente había pertenecido a distintos dueños pero el agua iba a dar a la ciudad, servía para regar sembradíos y era el sustento de ese medio, indispensable para la vida humana en el lugar. En un principio, que el dueño fuera Rincón Gallardo o un latifundista todavía mayor no importaba, siempre y cuando el agua siguiera fluyendo hacia la ciudad; al pretender construir los baños, los pobladores se sintieron amenazados y todos los funcionarios y ricos del pueblo se vieron enfrentados a uno solo, que pesaba más en oro que todos ellos juntos. Las mismas tácticas y los mismos argumentos que los notables del pueblo habían ejercido contra las disposiciones del alcalde descarriado Fernando Delgado, ahora fueron aplicadas por Rincón Gallardo contra el alcalde en turno, los dueños de cultivos y el pueblo llano, porque en principio todos saldrían perjudicados con la medida.
El asunto se atoró en los juzgados aprovechando (en beneficio del latifundista) que el país atravesaba por un cambio de régimen y la inevitable transición de una forma de derecho a otro, con leyes nuevas que eran muchas veces improvisadas, casi siempre incompletas, e inexorablemente apaleadas por los abogados de Rincón Gallardo, que a su conveniencia aplicaban principios del derecho español y los de la nueva república; por ejemplo, hablando con el jefe de la guarnición de que “corría el rumor” de que se había pedido a la tropa para atacar las propiedades de un miembro ilustre de la comunidad, lo que provocaría “asonadas escandalosas… que no tienen más origen que satisfacer pasiones innobles y nada de justicia”; a discreción utilizó también su fuero de coronel, que lo mantenía lejos del brazo legal de las autoridades civiles. Pleitos y alegatos fueron y vinieron, y la votación final falló a favor de Rincón Gallardo, dentro del mismo cabildo de Aguascalientes, es decir, los encargados de defender al pueblo no lo defendieron, o posiblemente fueron convencidos por medios pacíficos y generosos de que esa era la mejor solución.
Los baños de Ojococaliente continuaron en funcionamiento más de un siglo después, y poco a poco ha ido bajando su clientela, la antigua hacienda se ha desmembrado y se ha partido en piezas que han dado lugar a nuevos fraccionamientos. Con agua en abundancia todo el año, el terreno alrededor de los baños sirvió para que crecieran árboles muy grandes, de esos que son escasos en Aguascalientes; con esa misma agua se ha regado desde hace más de un siglo la Alameda, el paseo más hermoso de toda la ciudad, que milagrosamente se ha salvado de la depredación y conserva un ancho camellón, con árboles y bancas y flores, que todos nosotros vemos y disfrutamos alguna vez. Pero Ojocaliente fue un terreno privado, y al perder su uso como baños, los dueños pensaron qué hacer con él. Llegó la oferta de construir un centro comercial, se cerró el trato, se consiguieron los permisos necesarios para derrumbar las construcciones viejas y tumbar los árboles, y se ha empezado a construir otro centro comercial, un paso más para homologar nuestra ciudad con todas las ciudades medias del resto del mundo, y volverlas casi indistinguibles unas de otras.
Esta autorización de los tres niveles de gobierno es un yerro más y una muestra supina del desinterés que tienen por el bienestar público, por el medio ambiente, y por la conservación de la naturaleza y de nuestra imagen. De acuerdo, se trata de construir un centro comercial; ¿es necesario que sea una plancha de cemento con edificaciones encima? ¿no existen arquitectos suficientemente creativos como para aprovechar el terreno en forma armoniosa con esos árboles de 80 años? O simplemente, ¿los árboles son un estorbo para el progreso? Entendería que los inversionistas se hubieran puesto de acuerdo (léase: convencer por los medios necesarios) a una de las instancias de gobierno, pero me parece totalmente inaceptable que los tres niveles hayan dado el visto bueno a la tala de esos árboles, que han acompañado a todos los que vivimos en Aguascalientes por toda nuestra vida.
Pero por otro lado, nuestras actuales autoridades son dignos descendientes del cabildo que falló a favor de Rincón Gallardo, en un linaje que ha llegado ininterrumpido hasta nuestros días. Las grandes oportunidades que ha habido en Aguascalientes para crear obras que respeten el lugar y sean en beneficio de la comunidad, casi todas se han desaprovechado. El antiguo aeropuerto ocupaba la enorme manzana limitada por segundo y tercer anillos, José Ma. Chávez y Héroe de Nacozari; es un gran rectángulo de 1.5 x 1 km, aproximadamente; cuando se llevaron el aeropuerto a 20 km del pueblo, parte del terreno fue para el parque Héroes Mexicanos, parte para el Teatro de Aguascalientes, pero probablemente las autoridades consideraron que era demasiado terreno al servicio público, y se incrustaron ahí el hotel Quinta Real, un banco, un restaurante, el INEGI y parte de una colonia. Por comparación, el Central Park en Nueva York también es un rectángulo (aproximadamente 4.135 x 0.825 km), pero está íntegramente aprovechado en beneficio de la ciudad, no hay casas ni edificios ni oficinas del INEGI norteamericano ahí; ese parque cuenta con un comité encargado de su operación y es uno de los símbolos y orgullos de esa ciudad.
Hace muchos años existía El Estanque, un bordo artificial construido donde hoy está el fraccionamiento Primavera, alimentado con aguas del manantial. No era un pequeño bordo, sino se trataba de una extensión considerable, con profundidad suficiente para que pudieran navegar algunas lanchas y servir de paseo dominical a las familias; las dos fotos que lo muestran nos indican claramente que era un lugar espacioso y atractivo para niños y adultos; en ambas imágenes, al fondo se ve la iglesia de San Antonio y el Castillo Douglas. Mi padre me contaba que iban a jugar futbol los domingos junto al estanque, que era un lugar muy hermoso. ¿Qué pasó con El Estanque? En algún oscuro momento de nuestra historia, cierto gobernante decidió que no era necesario tenerlo ahí, que sería de más utilidad desecarlo y construir lo que ahora es el fraccionamiento Primavera. Adiós estanque, adiós lanchas, adiós símbolo de la ciudad. Muchos años después se trató de reparar esta falta construyendo el parque El Cedazo alrededor de esta presa, quedó muy bien, pero la pérdida del antiguo estanque nunca se recuperará.
El Castillo Douglas era también un símbolo de la ciudad: fue construido por un inglés que se avecindó con nosotros, de apellido Douglas, y lo levantó al estilo europeo: de piedra, con sus torres y sus almenas, rodeado de un jardín muy grande que le daba un aspecto atractivo y misterioso. Con el correr de los años, los descendientes de Mr. Douglas no le encontraron utilidad, o resultó muy caro el mantenimiento, y lo demolieron a la mitad. Puede usted preguntar qué puede hacer la autoridad ahí, y la respuesta es muy simple: al día de hoy no dejan tumbar ninguna construcción en el centro de la ciudad, por muy derruida que esté, por muy fea que haya sido, por más que ratas y escolopendras aniden en su interior; de esas casas viejas hay muchas, castillos había solamente uno. Eso sí distinguiría a nuestra ciudad en el país, no he visto ni siquiera en el DF una construcción así; hubiera valido la pena expropiarla, pagar al dueño lo adecuado, y conservarla como monumento.
Hace años corría un domingo por la Av. Colosio, y pasé junto a un edificio en construcción. El velador estaba regando la banqueta y las escalinatas con el chorro de la manguera, y me acerqué a él para decirle que no tirara el agua de esa manera. “¿Por qué me dice usted eso?” contestó con cara molesta. “Porque hay que cuidar el agua, ¿no ve que no tenemos suficiente?”, le dije yo. “Claro que sí tenemos: ¿no ve que está saliendo de la manguera?”
Se trataba de un velador ya viejo, es quizá entendible su posición cerrada y malhumorada. Pero el problema es que nuestras autoridades actúan frente a nuestros recursos con la misma actitud que el velador: disponen de esos recursos como si fueran inagotables, y atrévase usted a cuestionar a Alfredo Reyes, por ejemplo, por qué otorgaron a CAASA la concesión para el manejo del agua que permite a esa empresa tener circulando una flotilla de camiones y camionetas nuevas por toda la ciudad, viviendo del beneficio que representa el agua del subsuelo. Si Alfredo Reyes no le contesta satisfactoriamente, pregunte a cualquiera de los siguientes presidentes municipales, y me platica después las respuestas.
Por ejemplo, un problema 24×7 (es decir, todos los días y a todas horas) en la ciudad son los vehículos que transitan de sur a norte y de norte a sur. No hay una sola vía rápida (ni lenta) que cruce la ciudad en esa dirección, y los camiones tienen que transitar por los gloriosos periféricos, volviendo pesado el tráfico y llenando de desniveles el suelo periódicamente enchapopotado porque no hay pisos de cemento hidráulico. Hace unos años se discutió dónde hacer el libramiento norte-sur, y cuando Felipe González decidió por el Poniente muchas personas pusieron el grito en el cielo, entre ellos Oscar López Velarde, entonces senador, porque ahí es donde están las mejores tierras de cultivo. Pasado el tiempo, el libramiento ha avanzado nada más la mitad porque seis años no fueron suficientes para Reynoso Femat; Oscar López Velarde vuelve a estar en la administración y le toca participar en decisiones urbanas. En este momento, se decide ampliar el tercer anillo y habrá necesidad de tomar tierras de cultivo, también al Poniente, pero aún más cerca de la ciudad que la continuación del libramiento. En otras palabras, el mismo ciudadano que desgarró las vestiduras porque quitaríamos áreas verdes al lugar da el visto bueno a quitar otras áreas verdes y además no resuelve el problema del tránsito pesado norte-sur. Las autoridades cacarean hasta la saciedad nuestra estructura vial, seguramente porque nunca han atravesado la ciudad de norte a sur manejando en horas pico, es una travesía semejante a entrar al periférico del DF.
Se mantienen los planes de crecimiento de la ciudad, se habla de ciudades satélite, de corredores industriales, ya se juntó Aguascalientes con Jesús María, etc., pero hay un elemento que raramente sale a colación cuando se mencionan estos planes grandiosos: ¿habrá agua suficiente dentro de cincuenta años? Ojocaliente sigue produciendo, pero la inmensa mayoría del agua que se consume en la ciudad y en todos los campos cultivados alrededor es de pozo. Si calculamos el agua que se filtra de la lluvia contra la que consumimos, sabremos si los pozos se están secando o resurtiendo; mi opinión, puesto que conocí pozos en el centro de la ciudad en los que se veía el agua al fondo, es que se están secando, y las noticias de que se tiene que perforar más profundo para obtener agua avalan mi punto de vista. Construir fraccionamientos, autorizar nuevas fábricas, gastar el agua como aquel velador, son decisiones que conducen a la muerte de la ciudad, o que en el mejor caso es jugar a la ruleta rusa sobre el destino del agua.
Hubo una época en que los gobernantes eran necesariamente del PRI, y esa casta de políticos formaba punto y aparte con el grueso de la población, los apolíticos los mirábamos con sospecha y no nos mezclábamos con ellos; sabíamos que las decisiones importantes no las tomaban ellos sino en el centro, lo que era una fuente de desprecio y de conservar aquellos atavismos de cuando las cosas en la Nueva España se manejaban en Madrid. Pero llegó el 2000, cambiamos de colores y las cosas siguen igual; muchos mexicanos teníamos la esperanza de que el cambio de poderes representara un cambio sustantivo en la forma de gobernar, una mejoría en la toma de decisiones y una mayor conciencia del bien público. Pero no fue así, llegaron vestidos de azul los nuevos gobernantes, tomaron un curso intensivo de malgobierno, aprendieron a robar como siempre se había hecho, y lo que conseguimos fue un año de Hidalgo permanente, porque el poder central y la figura del Presidente perdieron relieve y los gobernantes locales volvieron a ser caudillos, como en los mejores tiempos de nuestra Historia, cuando los presidentes duraban meses en el cargo. Mi padre ya no podría mostrarme con orgullo los escritos de los fundadores del PAN, no podría platicarme los actos de su hermano Antonio en beneficio de ese partido, porque entre el PRI y el PAN se cubre prácticamente toda la gama posible de gobernantes, ya que los que no queremos participar ahí no estamos considerados.
Cuando analizo estas cosas con el detalle comentado aquí, tengo la misma sensación que sentí cuando descubrí que el trazo de Aguascalientes no era ortogonal: alguien cometió el error, alguien se descuidó, pero ese alguien es uno como nosotros, es uno como yo, y no sé lo que hubiera sucedido si una persona diferente hubiera estado en el mismo puesto. Partiendo de la experiencia de que los gobernantes que tiene un pueblo son los que el pueblo produce, puede argumentarse que también son los que se merece, porque no ha podido producir gobernantes mejores. Una posible causa es que no tenemos experiencia en gobernarnos, nada más tenemos experiencia en que alguien nos gobierne; así sucedió en época de la Colonia, y la independencia creó un sentido de anarquía, no uno de solidaridad entre los estados ni de subordinación al centro. México no nació como los Estados Unidos, a partir de un grupo homogéneo, participativo, donde todos eran iguales; México nació en medio de la dependencia a España y con una gran diferencia de castas, aunque nunca tuvieron ese nombre.
La traza de Aguascalientes es como es porque faltó un plan central y porque los individuos construyeron sus casas donde quisieron; a todo acto de mal gobierno lo acompañan la complacencia, la indiferencia y la participación de los ciudadanos. En última instancia, el gobierno no está solo, y no es nada sin un pueblo que ceda ante sus deseos o que participe en sus malas decisiones. Y esto es algo que los mexicanos tenemos que aprender a pasos apresurados, porque estamos entrado el siglo XXI, con problemas y riesgos mayores que los de hace un siglo.
Es cierto que en mi ciudad se han emprendido buenas acciones en pro del medio ambiente; la más sobresaliente es el esfuerzo del municipio desde hace unos 25 años por sembrar (y cuidar) árboles en la vía pública; también hay que mencionar la Línea Verde, que es rescatar para la ciudad un terreno perdido, el enorme camellón sobre el cual cruzan las líneas de electricidad, con extensión de 12 km; también el tratamiento de aguas negras, que sirve para regar los parques y jardines públicos. Pero llegados a las grandes decisiones: si una vialidad es ancha o angosta, si un bordo de agua se queda o se va, si el parque es mediano o grande, la balanza se inclina invariablemente por el aspecto comercial.
Dice George Steiner que siempre estamos tratando con nuevos principios; pesimistamente hablando, la historia de Aguascalientes es una de oportunidades perdidas; optimistamente, es el principio de nuevas oportunidades. Acepté en su momento aquella división mencionada por mi padre, los políticos del PRI y el resto de los ciudadanos; acepté con tranquilidad -había un culpable designado- que las cosas cambiarían cuando cambiara el PRI; años después las cosas han cambiado, el PRI y el PAN han probado que vienen del mismo pueblo, nosotros; mi padre tenía razón en dividir así a los mexicanos, no la tenía al esperar que cambiando al PRI, cambiaría para bien lo demás; tampoco tenía razón en abstenerse de participar: se deja el campo libre a los que quieren aprovechar. Por eso estamos no en el final de una era, sino en el principio de lo que viene después. Lo que suceda, principalmente en estos días en que nadie puede alegar ignorancia y en que todos podemos expresar nuestra opinión, será nuestra responsabilidad.
Ojocaliente ha inspirado a artistas para crear sus propias imágenes, como ésta de Ernesto Bañuelos Cárdenas:
N.B. Agradezco a Rodrigo las fotos que tomó de la destrucción en Ojocaliente.
[1] https://jlgs.com.mx/resenas/hoy-como-ayer-resena-de-un-articulo-de-jesus-gomez-serrano/
[2] http://www.colmich.edu.mx/files/relaciones/136/pdf/JesusGomez.pdf El artículo es muy interesante, se lee como novela.
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