Nadia Zelenina, regresando con mamá del teatro, donde presentaron “Eugenio Oneguin”, y llegando a su habitación, rápidamente se quitó el vestido, deshizo la trenza y quedando en falda y una blusa blanca, inmediatamente se sentó en la mesa a fin de escribir una carta, tal como la hizo Tatiana.

 “Yo lo amo a usted, – escribió, – pero usted no me ama, no me ama.”

Escribió y se echó a reír.

Tenía apenas diez y seis años, y todavía no había amado a nadie. Sabía que la amaban el oficial Gorny y el estudiante Gruzdev, pero ahora, después de la ópera, sentía deseos de dudar de su amor. Ser no amada y también desdichada – ¡qué interesante es! Ya que, cuando uno ama más, y el otro permanece indiferente, hay algo hermoso, tierno y poético. Oneguin es interesante precisamente porque no ama, y Tatiana es encantadora porque ella ama en gran medida, y si acaso ellos se amaran uno al otro y fueran felices, entonces, seguramente, sería muy aburrido.

“Cese usted de asegurar que me ama, – continuaba Nadia escribiendo, pensando en el oficial Gorniy – no puedo creerle. Usted sumamente inteligente, educado, serio, tiene usted enorme talento, puede ser que lo espere un futuro brillante, y yo soy una muchacha sin interés, insignificante, y usted lo sabe muy bien, en su vida no seré un estorbo. Es cierto, usted me alegra y pensaba que encontrarse conmigo es su ideal, pero esto es un error, y usted se pregunta ahora con fastidio: ¿para qué habré conocido a esta muchacha? Y únicamente su bondad le impide confesarlo…”

Nadia empezó a sentir lástima, lloraba y continuaba:

“Para mí sería muy difícil dejar a mi mamá y mi hermano, y si acaso tomara los hábitos de monja y me fuera,  no sabría dónde meterme. Pero usted sería libre y amaría a otra. ¡Ay, si yo muriera!”

A través de las lágrimas era imposible distinguir lo escrito; en la mesa, el piso y el techo se formaban pequeños arcoíris, como si Nadia mirara a través de un prisma. No podía escribir, se recostó en el respaldo del sillón y empezó a pensar en Gorniy.

Dios mío, ¡qué interesante, qué fascinante hombre! Nadia recordaba que hermosa impresión, atractiva, culpable y dulce había en el oficial, cuando discutían acerca de música, y ante esto, de qué manera se esforzaba para que su voz no sonara apasionada. En sociedad, donde fría arrogancia e indiferencia son consideradas señal de una buena educación y conducta generosa, hay que ocultar la propia pasión. Y él oculta, pero esto no se le da, y todos saben perfectamente que él ama la música apasionadamente. Interminables discusiones sobre música, juicios temerarios de gente que no entiende le causan gran presión, se atemoriza, se vuelve tímido, callado. Toca el piano magníficamente, como un verdadero artista, y si no fuera oficial seguramente serían un importante músico.

Se secaron las lágrimas en los ojos. Nadia recordó que Gorniy le declaró su amor en una reunión musical y después abajo en el guardarropa, donde soplaba un viento fuerte desde todos lados.

“Estoy muy feliz porque usted, por fin, conoció al estudiante Gruzdev, -continuó escribiendo. – Se trata de una persona muy inteligente, y seguramente a usted le va a simpatizar. Ayer estuvo con nosotros y se quedó hasta las dos. Todos estábamos extasiados, y yo deseaba que usted no se fuera a aparecer. Él hablaba con mucho significado.”

Nadia colocó sus manos en la mesa, apoyó en ellas la cabeza, y el pelo ocultó la carta. Recordó que el estudiante Gruzdev también la amaba y que tenía tanto derecho a una carta suya como Gorniy. En todo caso, ¿no sería mejor escribir a Gruzdev? Sin ningún motivo en el pecho se llenó de alegría: al principio el sentimiento era pequeño y se deslizaba sobre el pecho, como una pelota de goma, después se hizo más grande, más fuerte, y se movía como una ola. Nadia también se olvidó de Gorniy y de Gruzdev, sus pensamientos vagaban, y la alegría crecía y crecía, desde el pecho se movía a manos y piernas, y parecía como si un vientecillo suave y fresco soplaba en su cabeza y mecía sus cabellos. Sus hombros temblaban de una risa silenciosa, temblaba la mesa, el vidrio de la lámpara, y en la carta salpicaban las lágrimas. No tenía fuerzas para detener esta risa, y, a fin de que no le pareciera que ella reía sin motivo, se dio prisa en recordar algo divertido.

-¡Qué gracioso poodle! – pronunció, sintiendo que empezaba a sofocarse de la risa. – ¡Qué chistoso poodle!

Recordó cómo Gruzdev anoche después del té hacía enojar al Poodle Maksim y después contó acerca de un poodle muy inteligente, que perseguía en el patio a un cuervo, pero éste se volvió y dijo:

-¿Qué te pasa, miserable?

El poodle, sin saber cómo lidiar con cuervos instruidos, se confundió terriblemente y quedó perplejo; después se puso a ladrar.

-No, mejor amar a Gruzdev, – decidió Nadia y rompió la carta.

Empezó a pensar en el estudiante, en el amor de él, en su propio amor, pero sucedía que los pensamientos en su cabeza fluían y pensaba en todo: en mamá, en la calle, en el lápiz, en el piano… Pensaba con alegría y descubría que todo todo era bueno, magnífico, y la alegría le decía que eso no era todo, que las cosas serían aún mejores. Pronto llegaría la primavera, el verano, salir con mamá a Gorbik, llegaría de vacaciones Gorniy, paseará con ella en el jardín y se declarará. Pero llega también Gruzdev. El jugará con ella al croquet y a los bolos, le platica cosas graciosas y sorprendentes. Ella anhelaba con dolor el jardín, la obscuridad, el cielo puro, las estrellas. De nuevo sus hombres temblaban de risa y le parecía que en la habitación olía a ajenjo y era como si en la ventana golpetearan.

Volvió en sí misma en la cama, se sentó y no sabiendo qué hacer con su enorme alegría, que se había apoderado de ella, miró la forma que se veía en la cabecera de su cama y decía:

“¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Dios mío!”

24.3.2015


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