El autor subtitula su libro “a cultural history of Russia” (una historia cultural de Rusia), y es una buena descripción del objetivo que se propone. Naturalmente que al hablar de la historia cultural de cualquier país es necesario un contexto histórico, pero Figes se las arregla para mencionar los tres eventos más importantes en la historia moderna de Rusia: la fundación de San Petersburgo, la invasión napoleónica, la revolución de 1917; alrededor de estos hechos, con referencias mínimas a los protagonistas históricos, el autor teje una historia centrada efectivamente en los aspectos culturales.

El nombre del libro (la danza de Natasha) merece una referencia. Hay un pasaje en La Guerra y la Paz, la obra monumental de Tolstoi, donde Natasha Rostov y su hermano Nikolai visitan una aldea; ellos son dos de los protagonistas, nobles; él participa en la guerra contra Napoleón, ella nunca ha visitado esa aldea. Tolstoi describe la música que se escucha en la balalaika desde el cuarto de los sirvientes, nunca oída antes exactamente como ahora sonaba, pero quizá otras veces escuchada, en las muchas variaciones que tenía a lo largo del país la música del campo ruso. El anfitrión pide la guitarra y acompaña a la balalaika. Natasha, que ni conocía la canción ni sabía lo que había que hacer con ella, instintivamente se pone a bailar como bailan los campesinos rusos. Tolstoi se maravilla, y maravilla al lector, con el milagro de que una joven condesa, educada por institutrices francesas, ignorante de su propio pueblo y costumbres, puede bailar, reproducir los pasos, mover los pies y las manos y utilizar su chal como si fuera una campesina que hubiera transcurrido ahí su vida entera. En esta forma poética, sensible al corazón pero impenetrable al argumento, nos intenta presentar Tolstoi un pedazo del alma rusa.

Figes hace un trabajo hermoso al acercarnos a las manifestaciones artísticas rusas, la vía por excelencia para mostrar el alma de un pueblo. Por ejemplo, dedica sendos capítulos a San Petersburgo (StPb) y Moscú, oponiéndolos en el contexto de dos ciudades que nacieron y representan aspectos totalmente diferentes de la vida rusa: StPb, la ciudad europea, la extranjerizante, la que Pedro el Grande quiso imponerles; Moscú, la ciudad patriarcal, la de las iglesias con cúpulas en forma de cebolla, la de la Plaza Roja y el Kremlin, posiblemente (e idealmente, para los que se sienten rusos al cien por ciento) la que verdaderamente representa a Rusia. Ambas ciudades son vistas por sus manifestaciones artísticas: los muchísimos palacios y jardines y museos con que se ha dotado a StPb, los teatros y el Kremlin en Moscú, más llenos de historia y quizá más cerca del ruso común y corriente. Los personajes de esta historia que quisieron transcurrir sus vidas ahí (Pushkin y Ajmátova  en StPb, Chejov en Moscú) ayudan a entender y dar un sentido a sus diferencias.

En el siglo XIX hubo un enorme debate entre la intelectualidad rusa acerca de dos corrientes que los dividían: los occidentalistas y los eslavófilos; una vez más, la división simbolizada por aquellas dos ciudades. Muchos autores importantes, como Dostoievski, tomaron partido por una corriente y hablaron con palabras encendidas de sus creencias; la pieza más conocida es el discurso de Dostoievski en ocasión de un homenaje que le hicieron a Pushkin, en donde dice que Rusia está destinada a salvar al mundo. La visión de Dostoievski, que podría parecernos sospechosamente colonialista o imperialista, era más bien en el sentido de una salvación espiritual, porque el hombre ruso, decía él, tenía virtudes desconocidas u olvidadas por los occidentales, refiriéndose de una manera insistente, en otros escritos también, a las enseñanzas de Cristo. Orlando Figes dedica un capítulo –quizá el más atractivo del libro- a hablar de lo que significa este concepto; el capítulo es el quinto, “en busca del alma rusa”.

Los enormes cambios que para el país representó la Revolución de Octubre son analizados a través de la obra de sus autores; Figes prefiere dejar hablar a Anna Ajmátova, quien a través de su Requiem narra los horrores de la época Stalinista, que narrar él, sin tanto arte, los horrores que sufrieron tantos autores por no pensar como el régimen quería, o simplemente, por pensar. El autor cita a Ossip Mandelshtam, quien decía “en ningún país se respeta tanto la literatura como en Rusia; ningún país ha asesinado a tantos literatos”.

Las artes plásticas tienen un lugar decoroso en el libro, y la música se trata como puede tratarse la música en un libro… como se puede, no hay forma de transmitir en un texto la emoción que puede sentir el oyente al escuchar los ritmos obsesivos de La Consagración de la primavera, ni hacer una asociación entre los cantos populares y la música culta, por ejemplo, la de Rajmáninov. Pero el autor trata con respeto, hasta con veneración, a Stravinski y a Shostakovich, e intenta insertar a ambos compositores en las circunstancias de su tiempo y de sus propias elecciones; Stravinski, exiliado en Europa y nostálgico por su patria; Shostakovich, rodeado por los mitos, el amor y el horror del país que le tocó vivir.

Este libro posiblemente no le explicará en su totalidad ni la cultura ni el alma rusas; pero yo espero, le dará cientos de alternativas en música, literatura, danza, pintura, cinematografía, para que usted explore por su cuenta lo que el autor empieza a mencionar.

 

Orlando Figes: Natasha’s Dance, a cultural history of Russia.
Metropolitan Books
New York, 2002
729 páginas.


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