Ni aquella tarde ni la otra murió el gran líder, proclamado incomparable por todos los que lo pudieron comparar. No fue aquella tarde, ni la otra, cuando perdió la esperanza de inmortalidad, aunque el país entero se levantaba en la mañana y antes de ver al padre o al hijo, se inclinaban ante el retrato del líder que colgaba de sus habitaciones y colmaba toda sala construida por hombre. Perdió la esperanza a fuerza de ver que menos veía, que su pulso era incierto y que ni siquiera el símbolo , el más sencillo de todos, era capaz de trazar su pincel. Las jóvenes al cuidado de su cuerpo magnífico trabajaban más en crear sus hazañas que en disfrutarlas; como nuevas Sherezadas, proclamaban cada mañana una historia que no había sucedido en la noche.

Se hizo viejo cuando dejaron de parecerle magníficos sus versos: sin belleza la forma, sin profundidad el mensaje; recordó con hastío que los había emprendido con fuego, porque auquella comparación era la única que lo halagaba:

No calumnies al emperador Qin Shihuang, amigo
La quema de los libros debería ser reflexionada.
Nuestro dragón ancestral, aunque muerto, vive en espíritu,
Mientras que Confucio, aunque de renombre, nunca fue nadie.
El orden de Qin ha sobrevivido a las eras.

Hoy no quisiera retratarse en esas palabras.

De todas las contradicciones posibles solamente le falta probar una, el desacuerdo consigo mismo. Borrada en los libros -y luego en la historia- la diferencia primigenia entre obreros y campesinos, los enemigos de clase han perecido todos, aunque con exageración en la nota. Sólo quedan él y la clase trabajadora, y el líder no sabe si es líder o un enemigo más.

No critica los cuatrocientos sesenta confucianos muertos en una hoguera de libros, porque él quemó a más poetas en hogueras más grandes. El emperador Qin fundió las estatuas para hacer monumentos, él mandó fundir todo el metal de la Tierra para hacer acero; no resultó acero sino una masa parda e inútil porque les faltó tesón a aquellos horneros y nunca fueron buenos comunistas. Tantos años contuvieron sus culpas los primeros corifeos que todos pensaron en llamarlo inmaculado; lo fuera o no, vivió como si lo fuera. A unos pasos le llega el olor de la alberca que siempre está preparada, allí donde en un tiempo separado persiguió a otras jóvenes que sí aplacaban sus necesidades; allí humilló al soviético, quien nunca conoció el agua, ni en vaso ni en baño. No lejos corre el Yangtze, donde la imagen de un viejo nadando dio tantas vueltas al mundo que el viejo terminó por creer que ahí había nadado.

De todas las cosas que ha hecho, no hay una que quiera volver a hacer; sus versos serían dados al fuego o al olvido, pero no a un nuevo pincel. Está cansado de ser él; no murió aquella tarde, sino hace mucho tiempo.

Notas. El símbolo (chin)  significa pozo. Los versos aparecen en Kissinger: On China (The Penguin Press, NY 2011), pág. 93, en idioma inglés. La traducción al español es mía.


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