Había dos hermanos que vivían pobremente en la casa heredada de sus padres; el mayor labraba el campo, como sus ancestros, y el menor era un alma que no hallaba su lugar, y con el pretexto de su inquietud se ausentaba de sus labores; ambos se quejaban de que una montaña frente a ellos impedía que los calentaran los rayos del sol, y las cosechas eran muy pobres. El mayor, que era paciente y testarudo, decidió eliminar la montaña, aunque fuera piedra por piedra y aunque él no viera nunca la montaña borrada, sino nada más sus nietos; se opuso el hermano, quien decía que era mejor vender la casa y buscar un lugar más cálido. Se impuso la decisión del mayor; hermano más joven decidió ir a buscar fortuna en otro lugar.

Hsing empezó a recorrer el mundo; ensayó muchos oficios, ninguno le satisfizo. Poco a poco fue resignándose a su suerte, y terminó de mendigo en una ciudad lejana, cobijado en las noches por el dintel del templo dedicado al dios de los cielos. Una vez despertó con los golpes que le hacía el guardia, quien le dijo “aquí está prohibido dormir” pero terminó permitiéndolo, en caso de que Hsing le diera una parte de sus limosnas para agrandar el templo. El mendigo aceptó pero se dio cuenta que el poco dinero que recibía era insuficiente para malcomer y dar al guardia su parte; era de noche, estaba en el templo, se quejó al dios: “si yo fuera guardia, en realidad ensancharía tu templo”. El dios los escucha y Hsing se ve vestido con el uniforme de guardia, las armas de un guardia y la autoridad de un guardia; aprovecha el puesto, exige a los mendigos más que el anterior guardia y se gasta el dinero en sí mismo. Los mendigos van y se quejan con el prefecto, quien busca Hsing, lo regaña y lo amenaza, puesto que se le ha olvidado entregar al prefecto la parte correspondiente de las limosnas que recogía, también para agrandar el templo. El puesto de guardia ya no es tan atractivo y va a quejarse con el dios: “el prefecto amenaza la ampliación del templo. Si yo fuera prefecto,  ordenaría instalar nuevas escalinatas a la entrada.” El dios lo escucha y Hsing se encuentra en funciones de prefecto.

Al poco tiempo llega el visita oficial el inspector de prefecturas, y Hsing no sabe qué hacer; lo recibe improvisadamente, sin cubrir las formas. El inspector le reclama que no lo haya honrado con la dignidad que merece su cargo, amenaza con quitarle el puesto y solamente suaviza el enojo cuando Hsiang le entrega todo lo que había juntado. “Lo acepto en prueba de tu humildad, pero debes saber que no es para mí; estos son regalos destinados al templo.” El prefecto se ve a sí mismo tan pobre como un mendigo, y con la amenaza de surtir de regalos al inspector, o perder su posición. El inspector, que tomaba a mal cualquier afrenta a su dignidad, se queja con el Emperador de que el nuevo prefecto es peor que los anteriores, extorsiona a todo mundo y no aporta para el templo; respetuosamente propone su destitución. Pero Hsing había hecho amistad con otros prefectos, y le avisan que el inspector fue a quejarse de él. Hsing va al templo y habla con el dios: “ayúdame y construiré para ti el mejor templo del reino.” El dios le contesta que vaya ante el Emperador, que no tenga miedo a postrarse en kou-tou ante él. Viaja a la capital, y el Emperador revela un sueño en donde se presentaría ante él un prefecto capaz de construir el mejor templo; lo nombra Inspector de Prefecturas de todo el reino.

Instalado en su nuevo puesto, Hsing se dedica a lo que sabe hacer: exigir dinero para el gran templo a todos los funcionarios, quienes tienen que recuperar lo que les ha quitado, exigiendo a los de más abajo. Codicia llama a codicia y todos los funcionarios exigen exorbitantemente, el pueblo lo resiente, se empobrece y se rebela. Antes de que el Emperador tome medidas contra él, Hsing va a su antiguo templo, que tiene las escalinatas llenas de tierra y hojas de árbol, manda desalojar a los mendigos que estaban ahí porque quiere hablar a solas con el dios: “si me concedes la gracia de ser Emperador, mandaré construir en tu honor cien templos en todo el país.”  El dios le concede lo que pide, Hsing es el nuevo Emperador. Finalmente se acuerda de su primera promesa, y decreta que en todas las ciudades del imperio deberán erigirse templos al dios. La gente obedece, ayudada por el látigo, y construcciones que compiten en lujo y tamaño crecen en toda China. Pero ocupada en construir templos, la gente descuida el campo, no hay alimento; el hambre y la desesperación cunden, el pueblo se presenta en los templos que había levantado para quejarse al dios de su nuevo Emperador. Hsing, quien está cansado de asumir formas humanas en donde siempre aparecen enemigos más poderosos, aunque haya edificado muchos templos, pide al dios un puesto en el cielo, quiere ser el sol. El deseo es concedido, y Hsing-sol vierte con gusto su calor en la Tierra; con rencor, ilumina las regiones en donde más habían protestado. Hay calor y sequía, el pueblo se desespera y va otra vez a los templos, se quejan del sol. El dios se compadece de ellos y les manda una nube que los cubre del sol y les proporciona lluvia; hay cosechas, alimento y felicidad en la Tierra. Hsing se siente relegado, no quiere se opacado por una nube y pide ser nube. Su deseo es concedido, y la nueva nube llena a la Tierra de lluvia, los ríos crecen y se desbordan, hay hambre y destrucción; Hsing siente que ocupa su lugar. Una montaña muy alta se libra de la inundación, la nube siente disminuida su importancia y quiere ser montaña. El dios la convierte en montaña, ve el mundo desde arriba y se siente seguro, pero empieza a advertir que un grupo de hombres está quitando las piedras y la tierra de la montaña, socavan su base. Hsing se enoja y pide ser uno de aquellos hombres, capaces de destruir una montaña.

El dios le concede el deseo. Hsing vuelve a ser Hsing, el hermano de aquel que permaneció campesino y decidió eliminar la montaña. Lo recibe como siempre, con bondad; pregunta dónde ha estado, porque hace varios días que no lo ve.

Fuente: La leyenda y el cuento populares, Ramón D. Perés.


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