A mis amigos, justicia y gracia;
A mis enemigos, la ley.
(atribuido a Benito Juárez)

La historia de la democracia puede resumirse en la forma en que se aplica este dicho, porque traza una raya para la aplicación de la ley: si es de nuestro bando, favorécelo con contratos; si es un fastidio, hazle la vida miserable. La ley es, con esta forma de aplicarla, un instrumento de quien está en el poder. Nosotros los mexicanos conocemos muy bien el dicho, porque sabemos que las leyes se aplican o no, se aplican de una u otra forma, de acuerdo a la cercanía con el poder. No hace mucho tiempo vivíamos en una autocracia que afortunadamente sólo duraba seis años, pero el presidente decía hasta la hora que es. Los límites del poder presidencial son una prueba más de que existe una democracia, y es un test para el dicho de Juárez: ¿la ley se aplica también al presidente?

Los Estados Unidos es un país que puede ser criticado de muchísimas maneras, pero que en varios sentidos ha tenido una historia admirable, digna de imitar. Sus Padres Fundadores trataron de poner en la Constitución una serie de checks and balances, para que el poder estuviera distribuido en las tres ramas del gobierno y para que ninguna de ellas tuviera los medios de hacerse de todo el poder; tenían en mente de manera especial al presidente, así lo escribió Alexander Hamilton en el primer artículo de la serie El Federalista, un verdadero compendio de sabiduría política que todavía hoy es consultado y los jueces lo utilizan para decidir casos. A lo largo de su historia como país han tenido presidentes buenos y malos, pero nunca han tenido autócratas. El pueblo norteamericano y sus representantes han tenido la cordura y la prudencia de no fabricar leyes que den demasiado poder al presidente, respetando el espíritu de los checks and balances; como resultado podemos observar el nivel de las discusiones en donde alguien se opone al presidente.

La idea se entiende mejor considerando el caso opuesto. El líder soviético Leonid Ilich Brezhnev tenía fama de lento y le tocó inaugurar los juegos olímpicos de 1980. Se acerca al podio y saca un papel de su bolsa, porque no podía dar un discurso sin tenerlo escrito; ejecuta el ritual de aclararse la garganta y empieza a decir “O…” pero lo interrumpe un gran aplauso. “O…” y de nuevo es interrumpido, el aplauso es mayor. Al cuarto aplauso se le acerca un ayudante, tapa el micrófono y le dice al oído “Tovarich Secretario General, las O’s no son parte del discurso, son los aros olímpicos”. El detalle significativo era que los rusos aplaudían todo lo que decía el líder, padecían el famoso culto a la personalidad que también conocemos en México. Echeverría gozaba de fama de imbécil y en su época muchas conversaciones empezaban así: “¿ya te sabes el último chiste de Echeverría”, todos invariablemente aludiendo a su escaso nivel intelectual. Pues en aquella época y con ese presidente, en cada informe presidencial era obligado escribir un artículo analizando el aplausómetro, cuántas veces y por cuánto tiempo había sido interrumpido el presidente en su discurso, con estadísticas como si fueran porcentajes de bateo, comparando con otros presidentes. México ya no tiene ese rastrero culto a la personalidad, pero no hemos sabido poner límites al presidente, la línea roja de la aplicación de la ley se termina antes de llegar al presidente.

Comparemos con las críticas que se hacen actualmente a Trump. La más contundente de todas es el bloqueo que algunos jueces han decretado contra sus medidas, prueba de que los checks and balances de Madison, uno de los Padres Fundadores, no son letra muerta para las clases de civismo sino se aplican y limitan el poder presidencial. Trump pudo haber tratado de brincarse cualquiera de esas disposiciones legales, como la que se refería a visitantes de ciertos países islámicos, pero no se atrevió a usar la fuerza sino contraatacó utilizando medios legales. La semana pasada Trump bombardea a Siria, y hay un debate de altura que analiza la constitucionalidad de la medida, no nada más se le critica y se le insulta. En cambio en México, el presidente tiene tres reacciones posibles a cualquiera de sus actos: 1) el PRI sigue con él hasta la ignominia, 2) con la oposición le va como al cuetero, siempre queda mal, 3) al público en general no le importa a menos que la medida le toque el bolsillo. En Estados Unidos el voto decisivo para bloquear una ley apoyada por Trump (eliminar el Obamacare) fue el de John McCain, senador republicano. Estoy tentado a decir que en México nunca veremos algo igual, porque el partido en el poder se dedica a apoyar el presidente (no importa qué) y la oposición se dedica a criticarlo (tampoco importa qué).

Esa es otra medida de la democracia, el nivel de la discusión política en el Congreso. Los articulistas podemos escribir lo que sea, con buen o mal tino, pero nosotros no hacemos las leyes; quienes verdaderamente importan son los senadores y diputados. Una vez más, considerando los dos orígenes primario de nuestro sistema político, la revolución de 1910 y la fundación de PNR en 1929, lo que padecemos es una consecuencia natural. En 1910 estaba eternizado Porfirio Díaz en el poder, haciendo rico a sus amigos; vinieron 11 años de guerra civil, en donde uno tras otro, el general fuerte traicionaba al presidente, se convertía en presidente, y otro general venía a traicionarlo. Plutarco E. Calles tuvo la genial idea de convocar a generalotes a formar un partido, con la consigna de pelearse “en la grilla” en vez del campo de batalla; nació el PNR, que se convirtió en PRI y se eternizó en el poder hasta 2000, mucho más que Don Porfirio; de esa época salieron muchísimos ricos y algunos riquísimos, invariablemente amigos del quien estaba en el poder. Nuestro país era oficialmente una democracia, pero en esa época también la URSS era una democracia; en ambos países, un solo partido contaba. En contraste con Estados Unidos, en 1776 se sacudieron la servidumbre al rey inglés y pusieron una constitución y un gobierno que hasta la fecha ha respetado la ley. La guerra civil de 1862-65 no fue como las guerras civiles mexicanas, para derrocar al presidente: los estados del sur querían separarse de la Unión y formar otro país, no querían quitar a Lincoln.

En estas condiciones, es natural que las campañas políticas sean concursos de descalificación: no se trata de hacer un Proyecto de Nación, sino de atacar al contrincante, recordando que robó dinero, que tal día dijo así pero no cumplió, que mira muy feo, etc. No encontré el Proyecto de Nación de Anaya ni el de Meade (quizá no supe buscar), pero sí el del Peje, que he visto superficialmente y compite contra el Fausto de Goethe como el mayor monumento al tedio, idea robada a Borges. Su Constitución Moral es una puntada de kínder (el país no necesita más leyes, basta con cumplir las que ya están), y el llamado al Papa Francisco para intervenir en el problema de la violencia en México es una postura demagógica, como si Francisco hubiera publicado un anuncio en la sección amarilla ofreciendo servicios de consultoría a políticos.

Como siempre, la solución a nuestros problemas democráticos está en la democracia; puntualizo: en la calidad de nuestra democracia. Esta solución empieza por hacernos cargo de nuestro papel, otorgando un voto razonado, y vigilando el cumplimiento de las promesas. Quizá valdría la pena hacer una lista de las promesas que nos hacen nuestros diputados y senadores, y llevar la cuenta de si las cumplen, al menos los de nuestro Estado. ¿No le parece?


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