“Son créditos fiscales los que tenga derecho a percibir el Estado o sus organismos descentralizados que provengan de contribuciones, de aprovechamientos o de sus accesorios, incluyendo los que deriven de responsabilidades que el Estado tenga derecho a exigir de sus servidores públicos o de los particulares, así como aquéllos a los que las leyes les den ese carácter y el Estado tenga derecho a percibir por cuenta ajena.”

¿Entendió usted? ¿No? Lo felicito, significa que usted no es diputado ni senador, y que usted sí está en condiciones de determinar si algo que lee está escrito en buen o en mal español. No me refiero al aspecto literario, no quiero que busque rima ni métrica, simplemente que busque el sentido: lisa y llanamente, un uso correcto y claro de nuestro lenguaje.

Podrá usted preguntar ¿y por qué tanta insistencia en usar bien el lenguaje? ¿No está mejor que cada quien lo use como mejor le parezca? No, yo pienso que esa idea de libertad está asociada al uso de estupefacientes. En la Biblia figura la historia de la Torre de Babel, esa hermosa metáfora que nos cuenta que los hombres se juntaron y decidieron hacer una torre que llegara hasta el cielo, más alta aún que la que están haciendo en Dubai. Los hombres empezaron a trabajar y a medida que la torre crecía, se hacían más grandes las diferencias entre lo que decían unos y otros, se entendían cada vez menos, el trabajo se hizo más difícil y el proyecto completo fracasó. Con el tiempo, los hombres habían empezado a hablar distintas lenguas, las lenguas se hicieron incomprensibles entre sí, y faltando el entendimiento entre los hombres, falló el proyecto.

Pero usted perdone, ya estoy hablando como diputado;  primero expuse la consecuencia, y luego digo de qué se trata el asunto. La misma Biblia (Génesis, capítulo I, 19-20), al principio de su narración sobre la Creación dice que los animales terrestres y las aves del cielo fueron puestos frente a Adán, “para que viese cómo los había de llamar”, es decir, para que le diera nombre a las cosas de la Creación. Esta insistencia primordial de la Biblia en la nomenclatura es la idea simple y profunda de que hay que estar bien de acuerdo entre nosotros en lo que queremos decir, si queremos que ser entendidos. Si no queremos que nos entiendan –o si no necesitamos que nos entiendan, como los diputados cuando promulgan leyes fiscales- podemos hablar como se nos pegue la gana.

Durante muchos años se divulgó la idea primitiva de que analfabetismo es lo mismo que no saber leer. Eso estaba bien hace cien años, cuando la mayoría de los mexicanos no conocían las letras. Pero durante el curso del siglo XX las naciones hicieron un esfuerzo considerable por hacer llegar la escuela a todos los rincones de la tierra, y efectivamente, países que llevaban siglos con una población analfabeta del 95% pusieron manos a la obra y consiguieron erradicar esta forma de analfabetismo. Pero las cosas han cambiado en cien años. ¿Puede usted prescindir de su teléfono celular? ¿Está dispuesto a viajar en diligencia a la ciudad de México? Si su hijo se enferma de neumonía, ¿prohibirá a los médicos administrarle antibióticos? De la misma manera que hemos absorbido los avances en ciencia y en tecnología que han modificado nuestra forma de vida de una manera que se parece muy poco al México de 1911, los estándares en todos los órdenes han cambiado. Casi todos los mexicanos renegamos del PRI, y sin embargo: ¿estaría usted dispuesto a regresar al México anterior a 1929, cuando se fundó el PNR, el primer PRI? Para los que no conocieron al General Calles en persona, les informo que antes de esa fecha las diferencias entre los caudillos se dirimían con las armas; después de esa fecha, los políticos se ponen de acuerdo en lo oscurito. Cuando yo estudiaba la Universidad, las cartas que escribía para el extranjero tardaban un mes en llegar a su destino; hoy se tardan segundos. Si no estamos dispuestos a regresar a las condiciones de 1911, aceptemos las condiciones de 2011.

Una de esas condiciones es que cambió la definición de analfabetismo. Hoy en día no tiene ningún mérito saber leer y escribir, hoy se asume que cualquier adulto lo sabe hacer. El país que presume de que el 100% de sus habitantes adultos saben leer se parece a aquel empleado mío que llegó una vez a pedirme un bono de puntualidad: “ese es tu trabajo”, le respondí. “¿O crees que es mucho mérito que la empresa te pague puntualmente cada quincena?” El hecho de que en México la inmensa mayoría de sus adultos sepan leer y escribir no significa que ya resolvimos nuestros problemas en lo que se refiere a lenguaje; por supuesto que no, lea usted de nuevo el primer párrafo y entenderá por qué.

Hoy en día, analfabeta es el que tiene un uso pobre del lenguaje; las consecuencias individuales son la incapacidad del individuo para comunicar sus ideas; las consecuencias sociales son estancamiento en todos los órdenes. Mi oficina desarrolla sistemas de cómputo y proporciona a sus clientes el servicio correspondiente. En los años que tenemos trabajando, he visto infinidad de problemas relacionados con la misma causa: mala comunicación. El sentido común nos diría que puesto que todos hablamos español, la comunicación será sencilla; no lo es. Como una herencia de Babel, en todos los idiomas tenemos trampas que nos hacen confundir una expresión con otra, o tenemos dos palabras que se escriben diferente pero se pronuncian igual, o tenemos la ilusión de que lo que dijimos es lo mismo que lo que pensamos. En desarrollo de sistemas las dificultades en la comunicación son el primer lugar, y por mucho (más del 80%), entre las causas de atrasos en los tiempos de entrega, funcionamiento inadecuado del software e insatisfacción de los usuarios. No es un problema que esté del lado del cliente o del proveedor; es un problema que los abarca a los dos.

Yo tengo años librando una batalla con mis empleados para que escriban correctamente. Hubo una época en que casi creí haber ganado, pero luego a alguien se le ocurrió inventar los correctores de ortografía integrados a los procesadores de textos, y el día de hoy, cuando reclamo errores en un escrito, me contestan “yo lo pasé por el corrector del Word y me lo aceptó”. Esta actitud es semejante a la del que para multiplicar 1234 x 10 necesita utilizar una calculadora; ambas herramientas, el corrector de ortografía y las calculadoras, están contribuyendo a atrofiar nuestro cerebro.

Nuestro hermoso lenguaje español está devaluado en leyes fiscales, discursos vacíos (como en la política forma es fondo, los discursos políticos son pura forma y nada de fondo) y anuncios estúpidos en donde una mujer joven y exuberante te mira desde la pared y dice “todo mundo está a la caza de algo” para convencerte de tomar cierta bebida. A los que no han leído poesía desde que el PRI salió de Los Pinos les comparto esta hermosa cuarteta de García Lorca:

Una viola de luz yerta y helada / eres ya por las rocas de la altura. / Una voz sin garganta, voz oscura / que suena en todo sin sonar en nada.

Estos son los versos iniciales del soneto A Mercedes en su vuelo, y lo invito a usted, lector, a que lo complete. Yo disfruto un libro heredado de mi padre con éste y otros tesoros; todos disfrutamos de ese cofre de tesoros y miserias que es el internet; ahí lo habrá de encontrar.

Nuestro hermoso y preciso lenguaje español está devaluado por la imprecisión y por los pleonasmos: decimos todos los días “ahorita vengo” cuando apenas salimos, y “subimos para arriba” para ir a la planta alta. Nuestro lenguaje esta prostituido con ese adelgazamiento –downsizing, me corrige un chico TEC- en el que el centro de nuestro idioma, y la palabra más usada, es “wey”.

No critico el uso la palabra “wey”. Pero hay algunas otras, como dice la propaganda de Librería Gandhi; tiene sinónimos y neologismos: buey y güey también son aceptados. Tampoco critico el uso privado de palabras altisonantes; creo que son una expresión legítima, cuando se da en confianza, de euforia, molestia, depresión, ansiedad, o camaradería, y también a veces, de franca ignorancia. “¿Qué onda, wey?”, “P’s aquí nomás, güey” me recuerda en su enciclopédica ignorancia al joven sabihondo que corregía al que le había dicho “pos fíjate por dónde andas”: “No se dice pos, se dice pus”. Algunos escritores como Juan Rulfo, a pesar de ser maestros en describir las miserias del alma humana, no describen las miserias de nuestro lenguaje; en todas sus obras no leemos una sola majadería. Otros autores, como Carlos Fuentes, las emplean con la naturalidad de usted y mía. Octavio Paz dedica un capítulo de El Laberinto de la Soledad a analizar los múltiples significados de la palabra “chingar”.

Mi crítica es muy sencilla: nuestro vocabulario español es pobre, y no lo sabemos usar. Esta incapacidad nuestra es un olvido de esa primera encomienda divina que hallamos en la Biblia “humanos, hablen como si de veras quisieran entenderse” y es un paso más hacia un nuevo Babel. Los cimientos de esta nueva torre de Babel ya están construidos, son la miscelánea fiscal que está por publicarse; los demás pisos los estamos construyendo entre todos.

Nota. Mi director de conciencia (Alejandro Franco Villagrana) se espantó ante tanta majadería, pero mi asesor fiscal, C.P. Miguel Pérez Briseño, compartió conmigo la incomprensión del artículo citado del CFF.

Perdón, se me olvidó decir la solución a todo esto: lea un libro.

jlgs,14.2.2011