Netflix produce algunas series muy malas, pero de vez en cuando da en el clavo y hace una realmente buena, como la que se llama Ozark: la palabra representa una región de Estados Unidos que se reparte entre Missouri, Alabama y Arkansas, montañosa, cubierta de bosques, ríos y arroyos. En 1912 se decidió construir una presa para generar electricidad, y la enorme reserva de agua formada, que se llama Lago de los Ozarks, tiene una superficie de 220 km2, almacena 2.3 km3 de agua (algo así como la quinta parte de El Infiernillo, Michoacán) y tiene casi 2,000 km de litorales. El lago, que forma un contorno de serpiente, atrae a miles de turistas que disfrutan paseos en bote, navegación a vela, pesca y natación. No tiene el glamour de Yellowstone ni de las playas de Miami, pero posee un buen atractivo. A ese lugar, uno de tantos que los norteamericanos clasifican (inmerecidamente) como the middle of nowhere, va a parar un asesor financiero de Chicago junto con su familia, tratando de salvar la vida.

Marty Byrde (actuado por Jason Bateman) se había unido a su amigo Bruce para crear un negocio de inversiones financieras, tratando de atraer capitales, colocarlos en lugares productivos, ofreciendo el servicio personalizado que no les podían dar los grandes operadores como Goldman Sachs y JPMorgan; sobrevivían simplemente, no tenían un negocio boyante. Bruce era el socio parlanchín, el que atraía clientes con su labia; Marty analizaba los números, estudiaba alternativas en el mercado y conseguía rendimientos razonables. Esta capacidad de Marty con los números convence a un cliente potencial de invertir una gran cartera con ellos, pero el análisis que realizó en la cartera propuesta convence a Marty de que deliberadamente están creadas ahí cuentas para diversificar y distraer activos y gastos, es decir para lavar dinero. Lamentablemente, el inversionista –un mexicano que representa a un cartel poderoso- está más que convencido de que Marty debe ser su asesor financiero, insiste y presiona, hasta que un buen día hablan Mary y sus esposa Wendy (Laura Linney), discuten el asunto, racionalizan el riesgo y la inmoralidad del trato, y en un excelente diálogo en donde uno a otro se retan a decir que no, terminan por aceptar al gran inversionista. Un argumento convincente es ¿tú crees que los inversionistas de JPMorgan son tan limpios como la empresa pretende?

Algo sale mal -las películas no pueden ser apología del narcotráfico-, y Marty tiene que abandonar Chicago y la comodidad de tratar con un inversionista que entrega su dinero en transferencias, y se convierte oficialmente en su lavador de dinero en efectivo. Un hermoso día de primavera llega con su familia y una maleta repleta de billetes a Ozark, porque había prometido lavar nueve millones en seis meses para salvar su vida; con el pronóstico de morir de un balazo, su cerebro imagina que en los Ozarks, un lugar que nunca había visitado, es posible capitalizar el turismo de verano y lavar no nueve, sino cincuenta millones.

Los Byrde terminan insertados a la fuerza en la vida de un pueblo que no les gustaba ni para ir de vacaciones, tratando personas que todos excepto Marty desprecian; por pueblerinos, por ignorantes, por guarros, por tontos, porque no son de Chicago. Marty es el único que entiende y acepta cabalmente la situación, y se acerca a todos en el pueblo: al policía, al dueño de un table-dance, a la dueña de un restaurant desvencijado junto al lago, al pastor, al agricultor, al de la agencia funeraria y al dueño de una inmobiliaria que no sería capaz de vender un condominio frente a Central Park. El gran mérito de la serie es presentar a través de esos personajes de lo más comunes y corrientes la vida de un pueblo, las motivaciones, los deseos y frustraciones de cada habitante, lo que pueden hacer y lo que se quedará en sueño.

Marty es inversionista de nueve millones en cash, así que aborda a todos proponiendo algún negocio: la dueña del restaurante podrá renovarlo aceptando a Marty de socio, él podrá lavar parte de su dinero con gastos inflados y facturas inventadas pagadas en efectivo. Sus inversiones locales involuntariamente estropean el negocio del productor local de heroína, quien distribuía su producto en los sermones predicados por el ministro local, quien hablaba en el lago, desde una lancha, porque no tiene iglesia en tierra. Marty propone levantar una iglesia, con lo que lavaría buenos dólares, pero si la prédica se hace así, se queda sin trabajo la lancha que distribuía entre los feligreses biblias llenas de droga, y alguien más arriba sería lastimado en sus intereses.

Poco a poco va emergiendo uno de los protagonistas de la serie, la producción y distribución de heroína local, tocando de la manera más cruda el ingenio al que recurren los productores para llegar al consumidor sin levantar muchas olas: ya tenían un acuerdo con el policía del pueblo, a quien le tocaba declarar como suicidios los cadáveres que ocasionalmente aparecen en el lago, pero el acuerdo estipulaba que debía conservarse una apariencia de orden, no podía haber demasiados muertos porque no se suicida tanta gente. La trama se desarrolla cantando un hermos acento sureño y siguiendo el hilo de varios personajes, todos en torno a Marty y a su familia; aunque vistos por separado, los personajes podrían continuar así hasta la vejez, el drama de los millones enmaletados y las tenazas que se cierran en torno a Marty por dos lados –su patrón y el productor local- le hacen pensar a uno, como espectador, en la imposibilidad de los guionistas de dar una salida a esta olla exprés hirviendo de conflictos, conservando viva a la familia Byrde.

Uno de los grandes méritos de la serie son los personajes que presenta: se trata de verdaderos estudios de carácter, análisis de la sique del muchacho bueno para nada, de su hermano inteligente e inadaptado, del padre y el tío fracasados, de la madre del agente inmobiliario –una verdadera arpía-, del productor local de heroína que todo el tiempo se está lamentando que en 1912 construyeron la presa y sus antepasados tuvieron que huir a las tierras altas porque sus ranchos fueron inundados, del predicador que encontró a Dios en un balazo y perdió a Dios cuando se da cuenta que es juguete de quien quiere construirle una iglesia y de quien quiere que siga predicando en el lago. La mejor escena de la serie es cuando el predicador, que ha perdido a su esposa, se desespera y lleva al lago a su hijo de meses, “envuelto como un burrito”, y lo sumerge en el agua para ahogarlo; la música sobrehumanamente hermosa de Mozart que acompaña esta esta escena se convierte en una carga insoportable para el que la ve, contemplando a un hombre desengañado de Dios y que no quiere traer a su hijo a este mundo.

Aunque el motor de todos los personajes -excepto el predicador- es el dinero, el verdadero personaje es el pueblo, la vida de las personas que se mueven de escena a escena, o que se hunden en una escena. Los hay listos y tontos, flojos y trabajadores, dominadores y dominados, rufianes descarados y rufianes disfrazados de feligreses; a cada uno de ellos le toca su retrato, y todos son convincentes, hasta el de Ash, un güero grandote con cara de estúpido que distribuye las biblias cargadas en lancha y que casi no dice palabra. Milagrosamente, los productores encuentran la forma de conservar con vida a los Byrde y a dejar preparado el camino para una segunda temporada.

Si usted cree que esto es un spoiler, le diré que no es cierto. Deliberadamente he dejado de lado muchísimos detalles que enriquecen la serie, aunque lo que he escrito alcanzaría para crear una. Diré simplemente, para terminar, que la fotografía se las arregla para convertir a un lugar que es maravilla de la naturaleza en algo sórdido, casi sucio, evitando tomas escénicas y preciosistas, y que la actuación de todos los actores, de todos, es notable por su calidad. Viendo la cara del predicador, o la de Wendy, o la del patrón de Marty: todas ellas crean en el espectador una figura y convincente del personaje que representan. En todo caso, mi artículo es medio spoiler, no conozco la 2ª temporada y no la puedo echar a perder.


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