Cuando tenía 35 años y había acumulado un extenso conocimiento de las personas, Anton Pavlovich Chéjov escribió Анна на шее (Anna na shee, Anna en el cuello), que es un juego de palabras: lo mismo puedo significar algo colgado del cuello, como un collar, que una carga atada al cuello, como resultó el caso de Anna. Chéjov estudió medicina como una circunstancia afortunada para la literatura, porque si hay una profesión que da la oportunidad de conocer a los hombres en sus alegrías, tristezas y miserias, es precisamente la medicina. Nunca se dedicó a ella formalmente, pero la ejerció durante toda su vida con esa vocación de servicio a su comunidad, muy enraizado en las costumbres familiares rusas, al menos las del siglo XIX. Recibía a los pacientes, los atendía gratis, les proporcionaba medicinas, abría dispensarios; era un drenaje de recursos pero también fue la acumulación de experiencias y de conocimiento del alma humana que convirtió en páginas que todavía perduran.

Anna en el cuello es la historia de una joven huérfana de madre, hija de un padre débil que a duras penas cubría sus obligaciones de maestro; pobre y sin posibilidad de dotarla, la suerte de Anna, sin importar belleza ni inteligencia ni carácter ni nada, era sombría: quizá ser tomada por esposa por algún servidor público de baja categoría, borracho como su padre, que le daría hijos y una vida de desgracia.

El arte de crear relatos es un arte de crear vida: vidas que se mueven ante nuestros ojos, aunque solamente las veamos a partir de las letras; para que esas vidas se muevan ante nuestros ojos tienen que ser convincentes, tenemos que creer en ellas, y aquí radica una gran porción del arte del narrador: crear caracteres creíbles. No tienen que ser mil quinientas páginas para describir una locura, como la del Quijote, puede ser sencillamente una alusión, sin nombre y apellido, pero colocada en el lugar adecuado y haciendo lo que la historia demandaba en ese momento. Chéjov dedica una línea a crear varios personajes, convincentes y duraderos: “las damas conocidas se dieron prisa y empezaron a buscar un buen hombre para Anna”, y esas damas desaparecen de la historia, pero permanecen en la memoria del lector; el autor creó el milagro de un personaje en menos de un renglón.

El relato no empieza con el principio –tampoco tendrá final- pero es una historia completa; toma personajes en la mitad o la primavera de su vida, los retrata por un breve lapso, y se queda en el mundo de las posibilidades lo que podría suceder después. Es natural buscar historias cerradas y pretender la sensación de que conocemos lo que pasó con un personaje, como el Quijote o Emma Bovary, que se mueren al final de la historia, o la historia del aventurero escritor Ambrose Bierce, desparecida sin rastro en las montañas de México, a la que Carlos Fuentes le da mejor vida en Gringo Viejo. Pero la literatura de historias cerradas es una ilusión, porque es arte y porque nuestras vidas no son historias cerradas: cada uno de nosotros espera un mañana mejor que el día de hoy, sin saber lo que pasará. En un sentido diferente al de otros autores, las obras de Chéjov están llenas de vida.

Utilizando su don para presentar historias complejas en pocas palabras, en el primer párrafo del relato nos cuenta Chéjov todos los antecedentes: presenta a Modest Alekseich, funcionario de cierta importancia y de 52 años que se casa con Anna, joven de 18 años, a quien va a llevar a un monasterio en peregrinación para hacerle ver que él es un hombre de principios y de moral; es triste ver esa boda, reflexiona el narrador. El padre de la novia, maestro oficial que asiste vestido de frac, en una patética escena de cuatro líneas es descrito de cuerpo completo: débil, bebedor, triste porque se va la hija pero aliviado porque ya tiene marido rico. También tenemos a los hermanos chicos, que jalan de las faldas del frac a su padre, encaramado junto a la ventanilla del tren, que sienten y temen el ridículo que está haciendo su padre. Un retrato de familia en menos de una página.

Hay dos momentos cumbre en esta historia: cuando dice lo que va a pasar, y cuando relata cómo está sucediendo. El primero es una anécdota que cuenta Modest Alekseich a su esposa en el camarote del tren cuando viajan al monasterio. Habla de un colega suyo que recibió la Orden de Anna de segunda clase, a quien Su Alteza –un hombre que se adivina como el gobernador, porque nunca es revelada su posición- comenta al homenajeado que ahora tiene tres Annas: una en el pecho y dos en el cuello; las dos últimas son la medalla que le acaban de poner y la esposa colgada como un fardo pesado al cuello. Esta esposa “acaba de regresar a su casa, es peleonera y frívola”, platica Modestl Alekseich, y espera que cuando él reciba la Anna de segundo grado no haya motivo de que le hagan un comentario así. Le atribuyen a Chejov la historia que dice “si en una obra de teatro aparece una pistola colgada en el primer acto, alguien tiene que morirse después con esa misma pistola”.  Una cita casual, una anécdota divertida porque otro era el objeto de burla, sirve para que Modest Alekseich coloque en la pared una pistola que más adelante se disparará contra él.

La vida de casados era predecible: el marido sermonea a la esposa sobre lo que hay que hacer, comenta a la hora de la comida sobre nombramientos, promociones y cambios en la oficina; ella escucha sin poner atención, como poco y usualmente se levanta de la mesa con hambre. El marido, a su edad, necesita tomar una siesta y roncar después de la comida, que Anna aprovecha para visitar a su familia, donde la esperan con el amor de siempre, pero como la extraña en la que se ha convertido: la esposa de un rico que visita a su familia pobre. Pero el rico es Modest Alekseich y ella, aunque se casó precisamente por eso, no tiene dinero; el marido le regala brazaletes y anillos “para un día nublado” y regularmente inspecciona el cajón donde ella los guarda, para ver si no falta nada; no, ella no se atreve ni a pedir ni a tomar dinero.

En uno momento cumbre de su creación, Chéjov describe el cambio que acontece en Anna. Tienen que asistir como pareja al gran baile invernal, y el marido le da cien rublos para que se haga un vestido. Ella empieza a pensar cómo le hubiera hecho su difunta madre, quien le enseñó a coser, a hablar francés, a pronunciar la ‘r’ gutural, a bailar y a comportarse como una dama; de ella heredó esas gracias; del padre el pelo obscuro, la voz grave y los ojos negros que sabían agacharse, como guardando un secreto, “lo que tanto gusta a los hombres.” Se cose ella misma el vestido, tomando uno viejo que había dejado su madre; llega bella y radiante al baile, y los hombres más jóvenes y más ardientes que el marido hacen cola para bailar con ella. En brazos de ellos, en los pasos de valses y polkas ella descubre el poder de su belleza y se transforma: deja de ser la esposa sumisa y temerosa del marido, pasa a ser la mujer segura y dueña de sí misma, consciente del dominio que puede ejercer sobre un hombre por el simple hecho de permitirle bailar con ella y darle esperanzas que en su momento rehusará. La sala entera queda pendiente de ella, de cómo con su gracia y sus movimientos se convierte en la reina, y su acompañante en esclavo. La aplauden, Su Excelencia se acerca a felicitarla, amenaza con poner bajo guardia al marido por “esconder ese tesoro” y le pide su ayuda en el bazar de caridad, donde llega a cobrar cien rublos por un vaso de té.

En su casa, al día siguiente llega Su Excelencia para agradecer la colaboración en el bazar, un honor inconcebible, dado el nivel que su marido ocupaba en el cargo. Se va Su Excelencia, aparece el marido y Anna lo ve como de un modo diferente, como a un ser despreciable cuyo único objetivo es proveerla de fondos para sostener la nueva vida que habrá de darse, la que a ella le corresponde. El marido paga las cuentas que le envía, ordenando, su esposa; ella sale de paseo todas las tardes, asiste a fiestas y a veladas, toma parte en obras de teatro y regresa a su casa al amanecer. Se ha concentrado en extraer de la vida “más de lo que la vida puede proporcionar”, palabras de Chéjov en otra historia, y su antigua familia es olvidada. El padre se la encuentra de vez en cuando en las avenidas, paseando en carruaje con algún galán, y quiere gritarle algo; los hijos, avergonzados, le piden que no lo haga.

Esta no es una historia con final, porque nada más es la historia de una transformación: cómo se convierte una mujer joven y bella en una esposa dominante e independiente,  también frívola, dejando al marido en la encrucijada porque a partir de aquel baile su posición depende del papel que juegue su mujer en sociedad; tiene que dejarla hacer lo que quiera, para recibir la orden de Anna de segunda clase.

El personaje de Anna es histórico: el antecedente es la esposa de Aleksandr Pushkin, Natalia Gonchárova: también hermosa, también frívola, también cortejada por todo mundo, inclusive por el emperador. Aquella historia tuvo un final trágico. Pushkin retó a duelo a uno de los galanes de Natalia y murió de un balazo en el abdomen. Chéjov rinde un homenaje mudo al más grande poeta ruso en esta historia sin final.

El relato está traducido en este sitio: anna-del-cuello

15.1.2015


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