Los grandes libros de la Humanidad son polifacéticos: a cada hombre y a cada lugar proporcionan lecturas diferentes, el mismo hombre en el mismo sitio, leyendo la misma obra años después, encontrará que son otros los personajes que cuentan aquella historia, y que hoy los escuchará con distinta voz. No hay muchos libros así: el Antiguo Testamento, el Nuevo Testamento, los Analectos de Confucio, el Corán; los une esa sabiduría que el hombre individual casi nunca puede dar, los une una autoría incierta, una mano incierta, quizá un dios detrás de la mano que los escribió, y la certeza de que sus páginas han sido y serán guía para muchos hombres. El resto de los libros tienen mensajes que  son más particulares; inclusive El Quijote, la Divina Comedia y Fausto son obras llenas de sabiduría pero no tan aplicables a tantos aspectos de la vida como esas otras grandes obras. El mejor escritor que México ha producido en los últimos dos siglos, Juan Rulfo, nos deja a la vez una sensación de vastedad y de incompletez cuando leemos su obra: sentimos que conocemos al hombre que persigue las huellas en el río, al que mató junto con su cuñada al marido enfermo, hasta Pedro Páramo es posible de imaginar; y sin embargo, nos queda esa sensación vaga e incómoda de que hay muchos más personajes en este México de los que Rulfo retrató, y otros paisajes diferentes a los llanos quemados o sedientos de agua que hallamos en sus relatos. Mi opinión es discutible, ciertamente, más de uno podrá abogar por Octavio Paz; pero yo los invito a leer El Laberinto de la Soledad junto con El Llano en Llamas: uno nos muestra una idea de México, el otro nos muestra a México.

Los grandes libros como la Biblia y el Corán y los Analectos, son maestros de la ambigüedad, porque su obra puede ser leída de muchas maneras y puede uno regresar a ellos cuando pasaron años de la primera lectura, para obtener otra, madurada por el tiempo. Uno de mis tesoros es Antología de la literatura fantástica[i], compilada por Borges, Silvina Ocampo y Bioy Casares. Hace más de cuarenta años encontré una edición barata (Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1971) y ha sobrevivido a la depredación de mis hermanos amantes de los libros, casi todos, y de mis hijos, todos; lo conservo con sus pastas que adornan hacia la orilla con su amarillo los años que ya pasaron, legible y completo y visitable. Cuando lo encontré en alguna librería del centro de la ciudad de México me acechaba en sus páginas Enoch Soames, un cuento de Max Beerbohm (1872-1956), de quien yo sospeché durante algunos años que era un autor inventado por Borges hasta que Ernesto de la Peña, nuestro hombre de letras recientemente fallecido, me corrigió y me dio referencias de su existencia mucho antes de que existiera una Wikipedia para sacarnos a todos de la duda.

Enoch Soames narra la vida de este personaje, un aspirante a genio que nada más pudo causar extrañeza y después olvido, en Londres hacia 1900. Enoch intenta ser literato y se acerca a cafés y lugares en donde se reúne el mundo intelectual, los poetas y pintores y escritores y sus amigos; las mujeres que los inspiran o los hostigan también merecen algunas líneas. La vocación del escritor es trascendente: no aspira al aplauso, aspira a la producción de obra genial que rebase su generación y sea leída todavía, cien años después; la imagen del escritor, sin embargo, es de lástima: “vestido con un chambergo de intención bohemia pero de corte clerical”, llega a un café de los que frecuentaba Oscar Wilde; “Usted y yo estuvimos juntos en la casa de Fulano, seguramente me recuerda” le dice Enoch a la figura importante, “pues no lo recuerdo”, le contesta la figura importante. El demiurgo detrás de la magia de Enoch, el verdadero autor Max Beerbohm, produce unos versos patéticos que muestran el tamaño de la trascendencia de su personaje:

 

TO A YOUNG WOMAN  A UNA JOVEN MUJER
Thou art, who hast not been!
Pale tunes irresolute
And traceries of old sounds
Blown from a rotted flute
Mingle with noise of cymbals…
¡Eres, tú que no has sido!
Pálidas melodías inseguras
Rastros de antiguos sonidos
Exhalados por una flauta podrida
Se mezclan a los címbalos…
(Trad.: Borges, Ocampo, Casares)

 

Y este juicio de asombro ante la inutilidad lo describe mejor el autor (Beerbohm) en las siguientes líneas:


-¿No tiene talento? – pregunté.
-Tiene una renta. Está en buena situación.
Harland era el más alegre, el más generoso de los críticos y detestaba hablar de algo que no le entusiasmara. Nunca se volvió a hablar más de Soames.

Pero Enoch desea tanto trascender, que no teme averiguar la verdad; el Destino le concede saber lo que más teme: ¿será recordada en cien años la memoria de Enoch Soames? Un personaje mefistofélico visita a Enoch Soames, el narrador se entera casualmente porque llega a visitar al amigo y encuentra al nuevo personaje, al tanto del deseo del escritor y listo para satisfacerlo. Así viaja al futuro Soames, y cien años después busca en la misma Sala de Lectura, entre catálogos polvorientos y con avidez, cualquier rastro de su nombre o de sus obras; no lo encuentra, busca citas indirectas a través de personas que él conoce y que calcula pasarán a la posteridad; encuentra a esas personas y ninguna mención de Enoch Soames; si no estaba en esa Sala de Lectura, no estaría en ninguna parte. Regresa a su presente descorazonado, perdido el sentido de su existencia y convertido en un fantasma. El narrador vuelve a encontrar a ese Diablo tentador, que había dado a comer a Soames el fruto prohibido, el Arbol de la Ciencia del Bien y del mal, como dice el Génesis; lo ve de lejos en París, caminando ondulándose como un dandy, otra vez presto –perpetuamente presto- a conceder caprichos que puedan aniquilar.

El cuento es breve: apenas treinta páginas de una edición descolorida en formato pequeño. Pero se me grabó desde que lo leí: la ironía fina y destrozante, la imagen triste y patética del que moriría contento si su nombre superviviera a su propia muerte, sus versos estrambóticos, algún personaje “satanista católico” que visita esas líneas, todas me llenaron de la felicidad de la juventud, la que sabe reír de todo porque aún tiene el mundo por conocer.

Y sucede que el día de hoy yo mismo escribo… yo, entre todos los hombres que he conocido, tenía que emprender este extraño e incierto camino, en donde ni la gloria presente ni el futuro en alguna biblioteca están garantizados. Hoy veo a ese cuento como la paloma hipnotizada mira a un gato al acecho, queriendo leerlo y temiendo hallar rastros en mi vestidura de los atuendos lastimosos que usaba Enoch Soames, y he decidido no desear saber lo que pasará dentro de cien años, qué nombres poblarán las bibliotecas electrónicas o cuánticas que entonces existirán. Yo encontré, en un cuento escrito por un caricaturista y escritor de parodias, un retrato de la inmortalidad que hace cuarenta años me causaba risa y ahora me produce nerviosismo.

Este pobre personaje puede ser visto también como un Fausto en ropajes de antihéroe, quien hace su pacto con el Diablo, recibe lo que pedía aunque no fuera lo que quería. Me parece maravilloso que en treinta páginas se pueda hacer esa alegoría del Árbol del paraíso, que daba frutos del conocimiento que más nos vale no conocer.

Quien escribe habla en metáforas: no hace un retrato hablado del personaje sino sugiere cómo es el personaje; la imaginación del lector elabora el resto del trabajo. El poeta viste de poesías sus metáforas, viste de imágenes las ideas que nada más sugiere el autor. Para ambos, el gran trabajo –la medida de trascendencia, según Soames- será crear un andamiaje que permita, incluso que obligue al lector a crear un edificio bello y lleno de tesoros, perdurable; podrán ser las ideas, la trama, las olas que pisa en el mar un Profeta o la pena ante el amor perdido; esta carga suprema de ideas y belleza, a ser creada por el lector, es lo que crea al gran autor.

Uno de los temas eternos es el de la servidumbre que el amo impone al esclavo: puede quitarle el sustento, puede quitarle la vida; puede exigir el derecho de prima noctis, puede regalar su simiente al esclavo; puede hacerle morir para que el amo viva. Estos días me platicaron que en la zona de Ensenada, B.C., viven personas traídas desde lejos, trabajando en campos cercados hasta reventar; la noticia puede ser vieja, podría datar de hace un siglo, la afrenta era actual entonces y ahora.

Los hombres modernos estamos echados a perder por la libertad. Como si el Diablo nos hubiera concedido a nosotros, hombres del siglo XXI, el deseo que proclamaban nuestros antepasados en la Revolución Francesa: libertad, fraternidad, igualdad: el Diablo no nos otorgó los tres deseos; si hay una época que demuestra que la libertad y la fraternidad pertenecen a especies diferentes, es precisamente la nuestra; el Diablo nos dio la libertad y no sabemos qué hacer con ella.

Pero no siempre fue así. Hace apenas dos siglos –pocos, tomando en cuenta la historia del hombre- el hombre efectivamente clamaba por la libertad: quería decidir a dónde viajar, dónde vivir, con quién casarse, en qué trabajar. Todo eso estaba negado a una parte considerable de la humanidad, como la sociedad rusa que le tocó vivir al poeta Aleksandr S. Pushkin. Él gozaba de las mieles del talento milagroso de la palabra; él sabía hablar como nadie y embrujaba a quien lo escuchaba con la magia de sus versos; las mujeres olvidaban que no era alto ni hermoso cuando lo oían recitar poemas que imaginaban estaban dedicados a ellas. Pero Pushkin había nacido con la espina de la insatisfacción, esa ponzoña que envenena el alma de los artistas y no los deja mirar al mundo ni mirar su obra con la satisfacción que Dios obtuvo luego de la Creación: Y vio Dios que lo hecho era bueno. (Génesis, 1-25).

Los grandes señores de su época le envenenaban el alma a Pushkin: lo desterraron, le pusieron vigilancia policíaca, le impedían viajar al extranjero, le censuraban sus obras; el censor por excelencia, el mismo Zar lo distinguía con esa preferencia. Pushkin fue un hijo intelectual de la Revolución Francesa; nació en 1799 y cuando cumplió veinte años ya había leído todos los textos que estaban detrás del pueblo francés, decapitador de reyes. Los excesos de Robespierre moderaron un poco sus puntos de vista y no llegó a volverse antimonárquico, pero el germen de libertad, igualdad, fraternidad estaba sembrado en su alma y de muchas maneras y en muchos lugares expresó ideas que simpatizaban con los franceses.

Pushkin rindió doble tributo a la ambigüedad: era poeta, tenía que ser ambiguo; era censurado, estaba obligado a disfrazar sus ideas. Su tiempo presagiaba el terror del siglo siguiente, donde una palabra adversa al régimen o al líder era pasaporte sin retorno a Siberia, y afortunadamente para él y para todos nosotros, no eran nada más lo ideales de la revolución francesa las ideas subyacentes en su poesía, una gran parte de ella está consagrada, simple y sencillamente, a la belleza y al amor.

Hay muchas maneras de hablar de servidumbre, esclavitud y sometimiento de un hombre a la voluntad de otro, el campo es fértil para prosa, poesía, filosofía y sociología; yo nada más espero que alguien invente un modelo matemático de la servidumbre, no estaría bien que mi disciplina quedara fuera. Pushkin eligió el camino de una metáfora: el poderoso envía al esclavo a traer otro árbol, uno que es venenoso; el esclavo obedece, cumple su misión y muere cumpliéndola; el amo quería el veneno para envenenar las flechas que usarán sus ejércitos, obedientes.

Анчар

Anchar[ii]

В пустыне чахлой и скупой,
На почве, зноем раскаленной,
Анчар, как грозный часовой,
Стоит – один во всей вселенной.
En el desierto improductivo y avaro,
En el suelo, resplandeciente del calor,
Anchar, cual centinela que da miedo,
Ahí está – aislado ante el mundo entero.
Природа жаждущих степей
Его в день гнева породила,
И зелень мертвую ветвей
И корни ядом напоила.
La naturaleza de la estepa sedienta
lo hace engendrar rencor por todo el día
y el verdor muerto de las ramas
y las raíces llenas de veneno.
Яд каплет сквозь его кору,
К полудню растопясь от зною,
И застывает ввечеру
Густой прозрачною смолою.
El veneno surge a través de la corteza,
El día entero lo licúa el calor,
Y se congela por la noche
En resina espesa y transparente.
К нему и птица не летит
И тигр нейдет – лишь вихорь черный
На древо смерти набежит
И мчится прочь уже тлетворный.
Hacia él no vuela ningún ave
Y el tigre no viene – sólo el aliento negro
De la muerte golpea al árbol
Y huye lejos, siempre pestilente.
И если туча оросит,
Блуждая, лист его дремучий,
С его ветвей уж ядовит
Стекает дождь в песок горючий.
Y si acaso alguna nube riega
errando, sus hojas densas,
Por su ramas ponzoñosas
Fluye la lluvia hasta la arena candente.
Но человека человек
Послал к анчару властным взглядом,
И тот послушно в путь потек
И к утру возвратился с ядом.
Pero un nombre a otro hombre
He enviado para ver al anchar dominante
Y obediente en el camino de arena
En la mañana regresó con el veneno.
Принес он смертную смолу
Да ветвь с увядшими листами,
И пот по бледному челу
Струился хладными ручьями;
Ha traído resina de la muerte
Y ramas con hojas venenosas,
Y el sudor por la frente pálida
Fluye en flujo congelado.
Принес – и ослабел и лег
Под сводом шалаша на лыки,
И умер бедный раб у ног
Непобедимого владыки.
Ha traído – y débil y tumbado
Bajo el arco de  su tienda
Y muere el pobre esclavo al pie
Del poderoso inconquistable.
А князь тем ядом напитал
Свои послушливые стрелы,
И с ними гибель разослал
К соседям в чуждые пределы.
El señor ahí unta con veneno
Sus flechas obedientes
Y con ellas distribuye destrucción
Al vecino a lo ancho del dominio.

 

La metáfora es terrible: es el poderoso que obliga al que no puede desobedecer, a traer una ponzoña que envenenará al viajero y servirá para envenenar al vecino. El señor se sirve del sometido para seguir sometiendo. No hay manera de traer al español la magia de esa poesía, pero podemos estar contentos con esta figura que vemos, sombras moviendo en las paredes de una cueva, como los hombres que describía Platón: esta figura, estas sombras de destrucción son tan vigentes ahora como lo fueron en tiempos de Pushkin.

De todas las metáforas que yo conozco de Pushkin –todavía no son muchas-, esta es la más poderosa. Se ha escrito mil veces de la niebla como un símil de lo que rodea al enamorado que perdió el camino de la amada, de caballos galopantes para que el poder el gran señor repercuta y haga eco en el corazón del lector, del orgullo de montañas y de aves que van y vienen, llevando y trayendo mensajes. Anchar es una especie aparte en el reino de las metáforas, vale decir en el entero reino de la poesía: ¿cuál es el veneno? ¿el simple sometimiento al señor para formar ejércitos que sometan a más esclavos? Es una interpretación válida. ¿Un escrito falso que invente la imagen de un héroe, para que el pueblo tenga en quién creer? También es aceptable. ¿Una mentira repetida una y mil veces en televisión, con la intención convertida en verdad? ¿Imágenes por doquier del líder en turno, para que sea glorificado? Cualquiera de estos es veneno, cualquiera puede ser Anchar.

Este es un poema que no necesitamos esperar cuarenta años para hallar una interpretación radicalmente diferente; como decía García Márquez en su discurso de aceptación del Nobel, nada más tenemos que mirar lo que pasa alrededor, y gran parte de lo que veamos pudo haber sido descrito en esta poesía, cumbre de las ambigüedades.


[i] Usted será un afortunado si encuentra esta antología en cualquier presentación y en cualquier condición: nuevo, usado, electrónico, autografiado por Borges o garabateado por un estudiante descuidado.
[ii] Los investigadores modernos identifican a ANCHAR con la especie antiaris toxicaria, un árbol efectivamente venenoso.

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