Si hay acaso un libro que describa a su autor, ese es Un día en la vida de Iván Denísovich de Aleksandr Solzhenitsyn. Por supuesto que todos los libros son una fotografía parcial de quien los escribe, y nos dicen en sus páginas acerca de la manera de pensar, sentir, imaginar, gozar y lamentar el mundo; nos hablan de la inteligencia del autor por el manejo de la información y de las situaciones sicológicas, hasta de su ortografía; nos describen su creatividad por la manera en que se refieren a los temas eternos en la literatura como el amor y la esperanza; nos fastidian o nos hacen besar esas páginas y dar a través de ellas el ósculo de paz y gratitud a quien las escribió. Pero en muy contadas ocasiones siente el lector que a través de un libro conoce a la persona que lo escribió: la construcción de una imagen de autor es tarea laboriosa casi siempre, juntada a pedazos tomados de una y otra obra para armar esa fotografía en la que todavía los ojos no tienen color ni conocemos la estatura. El poeta es el que mejor se describe, quien escribe prosa crea más fácilmente una barrera entre su obra y su personalidad.

La figura austera y poco atrayente de Luis de Góngora está retratada en estos versos barrocos:

Pasos de peregrino son, errante,
cuantos me dictó versos, dulce musa.

Una barrera de inversiones en el orden normal de una oración, una forma rebuscada y poco natural –y poco atrayente- de plasmar una metáfora que iba a ser feliz, nos muestran a un clérigo que prefería no hablar de sí mismo. Menéndez Pelayo lo llama al mismo tiempo El Príncipe de Luz y El Príncipe de las Tinieblas, hablando de sus primeros poemas, atractivos y sencillos, o de los últimos, rebuscados e ininteligibles.

Probablemente Francisco de Quevedo no fue el único en su época que encontró ininteligible la poesía de Góngora, y le dedicó algunos versos que consiguieron enemistad entre ambos hasta que la muerte los separó:

Musa que sopla y no inspira
y sabe que es lo traidor
poner los dedos mejor
en mi bolsa que en su lira,
no es de Apolo, que es mentira.

Ambos autores eran inteligentes e ingeniosos, ambos clérigos y feos; el gran rival de Góngora y envidia de ambos fue Lope de Vega, el gran conquistador (de mujeres) español, un prodigio que escribía versos desde antes de saber escribir –los dictaba a sus amigos mayores- y que, como casi todos los hombres, también sufrió de amores. Es peligroso enemistarse con un literato, principalmente con un poeta. Lope de Vega había cultivado a una dama que decidió al final casarse con alguien que tuviera más futuro, aunque fuera el futuro inmediato de los siguientes treinta o cuarenta años y no el futuro de la inmortalidad; el rechazado le dedicó, en despecho, este verso:

Una dama se vende a quien la quiera.
En almoneda está. ¿Quieren compralla?
Su padre es quien la vende, que aunque calla,
su madre la sirvió de pregonera...

Quevedo selló su enemistad con Góngora creando este monumento a su nariz:

Érase un hombre a una nariz pegado,
érase una nariz superlativa;
érase una nariz sayón y escriba;
érase un peje espada muy barbado;

Era un reloj de sol mal encarado,
érase una alquitara pensativa;
érase un elefante boca arriba;
era Ovidio Nasón más narigado.

Érase el espolón de una galera;
érase una pirámide de Egipto,
los doce tribus de narices era;

érase un naricísimo infinito,
muchísima nariz, nariz tan fiera
que en la cara de Anás fuera delito
.

Éste fue el primer soneto que aprendí de memoria, creo que la porción de sangre española que corre por mis venas me atrajo desde niño a esta versión ingeniosa y picaresca de un rostro poco agraciado. Después sucedió que lo que aprendí de Góngora cuando leí aquel verso por primera vez (Pasos de peregrino son, errante,…) se vio mágicamente complementado cuando encontré esta descripción física (en alguna clase de primaria, con el Prof. Flavio Guadarrama), como cuando uno ha hablado por teléfono con alguna persona y después de varias conversaciones la vemos, completando o corrigiendo la idea que teníamos de ella.

Hay autores que convierten en vocación del acto de esconderse detrás del relato y no mostrarse en ningún personaje dentro de sus obras. El extremo dentro de los que yo conozco es Anton Pavlovich Chejov, quien describió a soldados, limosneros, burócratas, escritores, artistas, boticarias, viajeros, campesinos y campesinas, pero nunca apareció en primera persona. Tiene una obra falazmente llamada Historia de mi vida; es efectivamente la historia del protagonista, un hombre joven que no se entiende con su padre y busca un camino en su futuro, pero la semejanza con el autor es muy tenue. Ni siquiera en sus cartas conoce uno a Chejov de cara a su última realidad, la muerte que lo acompañó veinte años desde que supo el diagnóstico de tuberculosis hasta que murió en un balneario alemán; era médico practicante y no podía ignorar su futuro. A pesar de eso, en su última carta escrita, una semana antes de su muerte, hablaba a su hermana María de planes para viajar Odesa, discute su deseo de viajar en barco desde Trieste y da instrucciones para interpretar el telegrama en el que avisará que ya zarpó. Al leer estas líneas escritas por un médico del siglo XIX que padecía tuberculosis en estado terminal –no podía ni siquiera dar unos pocos pasos sin ayuda- me maravillo de ese espíritu en alto, que nunca se doblegó, nunca se quejó, nunca quiso darle a sus amigos ni a su familia más que su arte y su hospitalidad. Es una lectura indirecta y grandiosa de la altura de ese hombre: condenado a morir joven, decidió vivir a plenitud los años que le fueron otorgados.

Chejov no se enemistó con nadie, excepto con la Academia de Ciencias cuando anularon la elección de Gorki como miembro de ella, con el pretexto de que estaba sujeto a supervisión policiaca. Siempre fue adverso a intervenir en cuestiones políticas pero en esta ocasión decidió que era inaceptable permanecer en silencio, y renunció públicamente a su membresía de la Academia. Sus obras, si quieren leerse de esa manera, son un retrato extremadamente realista de una sociedad y por lo tanto una crítica social, pero al igual que con su enfermedad, nunca hizo crítica social abierta. Había viajado a Sajalin para conocer la situación de los presos condenados ahí y escribió una memoria que impulsó a las autoridades a mejorar las condiciones del penal, pero manteniendo un perfil poco agresivo, escribiendo más en términos de sugerencia que de denuncia. Sus denuncias, si pueden llamarse así, son acerca de la actitud ante la vida de pobres y ricos, como la antigua familia adinerada que tiene que vender el jardín de los cerezos, símbolo de su anterior status, porque ninguno de sus miembros es capaz de entender, dimensionar ni mucho menos enfrentar su inutilidad.

Aleksandr Isayevich Solzhenitsyn había empezado su vida como un buen ciudadano soviético. Nació junto con la Revolución, en 1918, y no le tocó gran cosa de la vida sin holguras que hubiera podido tener. Estudió matemáticas, vio el avance de la revolución y las luchas entre rojos y blancos, supo de estrecheces, de hambre y de la devastación en el campo que los bolcheviques hacían en nombre de los trabajadores; como muchos otros ciudadanos soviéticos, creció en medio de una indoctrinación masiva que convenció a casi todos de que la Unión Soviética era el mejor de los mundos. Luego vino la guerra contra Alemania, participó y se distinguió como soldado, fue acumulando experiencias y se atrevió a criticar a Stalin en correspondencia con un amigo. En un estado-policía, en donde deliberadamente se alentaba la vigilancia de ciudadanos sobre ciudadanos, alguien sugirió al censor sus cartas y se descubrió que había expresado opiniones contrarias al régimen, porque cualquier cosa que no les gustara a las autoridades podía ser calificada de delito, según el infame Artículo 58. Solzhenitsyn fue enviado al gulag y ahí empezó su conversión.

Se convirtió en experto en prisiones soviéticas, porque conoció por principio de cuentas la Lubianka, el edificio de la policía secreta en Moscú donde llevaban a los prisioneros para interrogarlos, convencerlos de que habían cometido crímenes contra el Estado, leerles sentencias prefabricadas y enviarlos a trabajos forzados. Fue condenado a ocho años: estuvo en un campo especial donde se hacía investigación científica y también en Kazajstán, cerca de la aldea de Ekibastuz, donde gozaban la vista de pastizales en la estepa veraniega y de fríos promedio -30 Co durante el invierno. Los presos eran obligados a trabajar de lunes a sábado, al menos diez horas diarias; los domingos eran reservados oficialmente para el descanso pero la administración del penal les robaba con un pretexto o con otro uno o dos domingos de cada mes. La vida era severa y de trabajo, con raciones de comida un poco mejores que supervivencia; los presos eran enviados ahí para explotarlos durante los pocos o medianos años que pudieran sobrevivir.

Pero Solzhenitsyn sobrevivió. En la última página del libro mencionado al principio encontramos la síntesis de lo que pensaba Iván Denísovich después de un día en el gulag:

Sujov se durmió completamente satisfecho. El día de hoy había sido un éxito para él: escapó al arresto, su brigada no fue enviada a la “Sozkolonie”, a mediodía se agenció una ración extra, no le cogieron la hoja de sierra en el cacheo, ganó algo con los servicios prestados a Zesar, y compró tabaco. Y no se puso enfermo; se había recuperado. Pasó el día, sin que nada lo ensombreciese, casi felizmente.

Sujov es el apellido de Ivan Denisovich,  alias utilizado por Solzhenitsyn para narrar lo que vivió en el campo en primera persona y con el detalle y la parsimonia del que estuvo ahí, vio todo eso, tuvo tiempo de acostumbrarse, aprendió a no calentarse la sangre ni por la condena ni por los trabajos forzados, y aprendió a sobrevivir. En algún momento de su condena, quizá viendo a lo lejos la estepa vacía o mirando a sus compañeros, decidió sobrevivir y guardar en su memoria esos recuerdos para después narrarlos. La vida era moneda de cambio en la Unión Soviética –los jefes regionales tenían asignadas cuotas de delincuentes; si no había suficientes robos o asesinatos, repasaban el artículo 58 y se lo aplicaban al primero que estuviera enfente- y no valía nada. Al principio de la guerra contra Alemania tenían carencia de fusiles para el frente; enviaban la primera oleada de soldados al ataque con armas, y la segunda oleada iba desarmada con la consigna de recoger los rifles de los que habían caído antes que ellos. La guerra terminó con la URSS victoriosa y a los soldados que regresaron del frente antes de la victoria total se les enviaba al gulag porque habían estado en contacto con el enemigo; si un soldado escapaba de los alemanes y regresaba con los suyos, al comisario del Partido le venían bien los incisos 2 y 3 del artículo 58, que castigaban con el gulag a los contactos con extranjeros y cualquier ayuda a la burguesía internacional: esos soldados que habían escapado de la muerte a manos alemanas regresaban para ser acusados de traidores por los suyos.

El caso de Sujov fue precisamente ese: cayeron en una gran pinza con que los alemanes encerraron a varios ejércitos rusos, y se dedicaron a matar tranquilamente a los soldados que encontraban, perdidos y desorganizados, dentro de esa pinza. Sujov y cuatro compañeros consiguieron ocultarse en los bosques, recorrer camino atrás y alcanzar a los rusos, pero en el camino mataron a tres de ellos. El personaje hace una reflexión curiosa: si hubiéramos llegado los cinco vivos, nuestro testimonio de resistencia a los nazis hubiera sido creíble, pero uno o dos supervivientes podían ser acusados de traidores y además de espías. Prudentemente, confesó su traición y conservó la vida para ser enviado al gulag por una condena leve, diez años; más tarde ya serían condenados todos a veinticinco.

Hay una película soviética, plásticamente muy hermosa y que tiene un punto de contacto con esta historia: Sibiriada de Andrei Konchalovsky. Uno de los protagonistas es un soldado soviético que queda detrás de las líneas enemigas, cuidando a un oficial que ha sido herido; se las arregla para arrastrar en un trineo improvisado al oficial por muchos kilómetros hasta que consiguen regresar con los suyos. Al llegar ahí, el oficial en turno reconoce al oficial caído y toma cuidado de él; al salvador lo abraza y le da un beso, al estilo ruso, y le cuelga una estrella roja en el pecho. La película es posterior al libro (1979, 1970) y es posible que el director haya querido introducir una ironía en su historia, pero dado el apoyo gubernamental que cualquier película requería, es más aceptable una versión oficialista de cómo querían las autoridades que se recordaran los hechos de guerra.

La vida de un prisionero en el campo es sencilla, reducida a un objetivo: sobrevivir. Las botas adecuadas, conservar la ropa sin deshilacharse, disponer de cordeles para amarrarse el abrigo cuando salen al frío en la mañana al trabajo, una gorra buena pero no tanto como para que la confisquen los guardias: ese es el patrimonio de un prisionero y lo que le ayuda o le estorba para salir adelante. Por ejemplo una cuchara, el único cubierto de mesa que podían tener; Sujov lo había hecho de aluminio en un campo anterior, le grabó con un clavo el nombre de aquel campo, Ust-Ishma, 1944, y desde entonces lo guarda en la caña de la bota, limpiándolo con la lengua antes y después de cada comida para no desperdiciar alimento. Algunos tienen cucharas de madera, que se desgastan rápidamente; ninguno puede tener un cuchillo porque es ofensa mayor y se castiga con el calabozo y el agrandamiento de condena; por esto, una hoja de sierra como la que contrabandeó al dormitorio al final de ese día es una bendición –puede servir para cortar harapos en forma ordenada, para pequeñas composturas a sus pequeños objetos- pero también representa el calabozo si lo descubren.

No todos los presos consiguen serenarse ante los castigos y los años de condena ni aprenden a sobrevivir. Sujov reflexiona al principio del libro con respecto a algunos compañeros y dice sencillamente que tal y cual no van a salir adelante. Durante la cena al final del día narrado, después de que fue a hacer cola en la paquetería para guardar lugar al amigo Zesar, que siempre recibe algo –Sujov mismo ordenó a su familia que no le enviaran nada, porque conocía sus privaciones de campesinos; guarda el lugar con la esperanza de que Zesar le regale algún tocino, o galleta, o cualquier manjar que venga en su paquete-, está sentado Sujov en la mesa, comiendo casi solo y regocijándose por la comida en secreto que se dará más tarde en su cama. Ve a prisioneros hambrientos y enojados con su suerte, y ve dos mesas más allá a J81, el gran viejo, un prisionero de edad al que le duplicaron y triplicaron la condena y no saldrá vivo del campo. J81 come sentado muy derecho, con calma, como si degustara las cucharadas de caldo insípido que se lleva a la boca; no deja caer el pan sobre la mesa sino lo coloca ordenadamente en un trapo limpio que ha extendido junto a su escudilla. J81 es uno que el gulag no ha quebrado, lo mismo que con B845, el número de prisionero de Sujov. J81 mira con dignidad hacia adelante porque los guardias y la prisión podrán maltratarle el cuerpo como lo han hecho por años, pero su espíritu sigue vivo y fuerte porque nada más pertenece a él.

Cada prisionero al conocer su sentencia elige su propio destino, según Solzhenitsyn: puede doblegarse, puede suicidarse, puede volverse un soplón para tratar de quedar bien con los guardias pero algún día los guardias lo delatarán a su vez y terminará degollado por mano desconocida. También puede quejarse y pedir a su familia distante que le envíen provisiones para sobrevivir esa dieta de hambre, puede aceptar que cualquier lugar del mundo es tan bueno como otro, como el evangelista Aliosha, o puede aprender a sobrevivir, mantener en alto su espíritu y planear qué hará cuando salga de prisión; este retrato de un día en la vida de prisión de Solzhenitsyn es de cuerpo completo, porque lo que pensaba hacer cuando fuera libre efectivamente lo hizo, aunque le representara más condenas y nuevas persecuciones. Sobrevivió al cáncer, obtuvo el Premio Nobel y logró la edad avanzada de 93 años, símbolo de la resistencia de un pueblo ante las atrocidades de sus gobernantes.

Aleksandr I. Solzhenitsyn
Un día en la vida de Ivan Denisovich
Círculo de Lectores, Barcelona 1970
175 páginas.