Aleksandr I. Solzhenitsyn
Cancer Ward (el pabellón del cáncer)
Ferrar, Straus and Giroux, NY 1991.
536 páginas.
Traducción del ruso al inglés: Nicholas Bethell y David Burg

 

 

Como si el destino se hubiera ensañado con Solzhenitsyn, como si la suerte hubiera querido tentarlo por todos los medios posibles: nació en una familia acomodada pero su padre perdió todo después de la revolución; a los 23 años de edad estalló la guerra contra Alemania, fue enrolado en el ejército y sirvió en la batalla; terminando la guerra fue enviado al gulag porque había criticado a Stalin en una carta; enfermó de cáncer y tuvo que ser tratado; sus libros, en donde criticaba con claridad al sistema, fueron prohibidos y varios tuvieron que ser llevados de contrabando a Occidente para que los publicaran ahí; se convirtió en un dolor de cabeza para las autoridades, le entorpecían su trabajo y le bloqueaban sus publicaciones; fue expulsado de la URSS y tuvo que vivir con alma de emigrado en los Estados Unidos; no se acomodó a la vida capitalista y prefirió volver, a Rusia, donde pasó los últimos años, finalmente respetado.

Un escritor ruso contemporáneo, Anatoliy Wasserman, publicó un artículo que encabeza con estas palabras: Наша сила – то, что у нас мало (nuestra fuera: que tenemos poco)[1], y hace un recorrido por la historia de su país para exponer las razones de su afirmación. El mismo lema es lo que mueve a Oleg Kostoglotov, el personaje principal de la obra, en las muchas reflexiones que vierte a lo largo de estas páginas. El más hermoso de los capítulos es el 20, llamado Memorias de Belleza; empieza así: “No, él se había prohibido a sí mismo la fe mucho tiempo antes; no se permitía cobrar ánimo. Únicamente un prisionero en sus primeros años de sentencia cree, cada vez que lo llaman de su celda y le dicen que recoja sus pertenencias, que le hablan para liberarlo.”  Pero esta obertura de un capítulo engaña: no la aceptación fatalista de una suerte desgraciada, es la aceptación de las circunstancias y de la vida que le ha tocado al prisionero. A pesar de que “cada susurro de amnistía suena como la trompeta del arcángel”, se da cuenta que las células de su corazón que la Naturaleza había destinado para la alegría murieron todas por falta de uso. Todo lo que desea ahora que está internado en el hospital, es regresar a su exilio en Ush-Terek, porque su medida de esperanza ha sido colmada; hoy nada más quiere volver, aunque sea para morir ahí.

Ush-Terek es un pueblo fantasma en Asia Central; probablemente la imaginación del autor lo sitúa en un lugar incierto entre Kazajstán y Uzbekistán, las referencias a personajes uzbekos son frecuentes en el libro. Ahí en ese pueblo localizado más allá del límite de aquella cárcel nacional que era la URSS, en donde se ven desde diez kilómetros en la estepa tres álamos que dan nombre al pueblo, ahí está lo único que quiere Oleg Kostoglotov, lo único que ha conseguido un lugar permanente en su corazón. Es una pequeña parcela en donde siembra lo que puede, melones si el tiempo y el agua son propicios, y donde están los únicos amigos que tiene, también exiliados. Los tres álamos, probablemente de cuatrocientos años de edad, no estaban solos en la estepa; sus compañeros, sin embargo, se dice que fueron talados en 1931. La imagen de la estepa con árboles solitarios es huésped frecuente de la imaginación rusa; hay una película Sergei Gerasimov llamado Maestro (1939), que narra la historia de un profesor enviado a trabajar a un pueblo en la estepa, en donde existe un solo y enorme árbol, que al final de la película deciden sacrificar para contribuir a la educación.

En el pueblo están los dos amigos de Kostoglotov, Nicolás y Elena Kadmin; ambos exiliados, ambos comparten con Oleg el amor por el pedazo de tierra en donde les tocó vivir, y que le repetían cada vez que se encontraban: “¿No está bien? Las cosas son aquí mucho mejores de lo que eran antes. ¡Qué suerte tenemos de haber llegado a tan hermosa parte del mundo!” Pero esa parte del mundo es la estepa de Asia Central, donde padecen calor en el corto verano de 40 grados, y sufren largos inviernos con temperatura de 40, esta vez bajo cero. Los tres tienen un techo, unos pocos utensilios de cocina, forma de labrar la tierra; se tienen a ellos mismos, no les hace falta nada más.

Kostoglotov había llegado al hospital en estado casi terminal, pero lo libran de la muerte los buenos oficios de los doctores; todos menos uno, el que hablaba en público con el gusto de escucharse a sí mismo, todos son personas que ejercen una vocación en la medicina, no nada más un oficio. Los otros pacientes, compañeros de Oleg, algunos mueren, otros se salvan; algunos los envían a morirse a su casa y otros a morirse a cualquier lado, porque tienen que cuidar las estadísticas de supervivencia dentro del hospital. A Kostoglotov le anuncian que lo van a dar de alta, pero no sabe si lo han curado o lo mandan a morirse lejos; su amiga la doctora Vera lo convence de que vivirá todavía muchos años y lo invita a estar con ella el día que salga del hospital. La casualidad se pone del lado del problema adquirido en el hospital, impotencia: le inyectaron hormonas que han destruido su capacidad amatoria. Oleg vaga por la ciudad y la mira como “el primer día de la Creación”: siente que está apenas naciendo y conociendo el mundo, el tranvía que lo lleva al centro, los animales del zoológico, el gusto vital de saborear un helado, cuando había sentido que no le quedaba nada por disfrutar en la vida. Finalmente decide que es mejor regresar a Ush-Terek, le envía Vera una carta amorosa, de agradecimiento por lo que hizo y de despedida. No hay lamento por lo que no pudo ser, para Oleg es el primer día de la Creación.