No hay muchos testimonios literarios de la vida en Aguascalientes de tiempos pasados; se han escrito historias minuciosas de lo que ha sucedido aquí, como la colección que elaboró mi hermano Jesús Gómez Serrano, pero las versiones de imaginación, que no cargan por anticipado con el deber de informar con precisión, no son tan abundantes. Están el libro de Eduardo J. Correa (Un viaje a Termápolis) editado por Gustavo Vázquez, Cajón de Sastre del P. Jorge Hope y El Aguascalientes que yo conocí, de Heliodoro Martínez López, pero son excepciones en una producción que se ha distinguido en otras áreas. Las tres últimas obras son instantáneas que contienen imágenes de la ciudad y del Estado entre 1870 y 1970, pero no tienen una historia que sea el hilo conductor de esas instantáneas; forzando las cosas podríamos pensar que escribieron algo semejante a una anatomía del pueblo, que tampoco es una historia literaria. Las tres obras son interesantes y nos remiten a lugares que se fueron de la ciudad y quedaron en la memoria de algunos, como la casa redonda en los talleres del ferrocarril, el río que llevaba agua, las diligencias; nos hablan de personas que inclusive yo, que ya no soy joven, no las conocí. Pero tanto para los naturales del pueblo como para los muchos que llegaron en los últimos años para quedarse, vale la pena hojear alguna de esas instantáneas y crearse en la mente una imagen del pueblo diferente de esta ciudad que vemos.

La obra de Harriet Doer (en una cuidada edición del ICA) tuvo que pasar dos obstáculos antes de llegar aquí. El primero es la traducción, ya que la autora escribió en inglés; el segundo, gestionar los acuerdos necesarios con los herederos para poderla editar aquí. Son menos de trescientas páginas, con letra amplia y márgenes generosos, que se leen con facilidad, hasta con avidez. Ella se casó con Albert Doerr, un estudiante de ingeniería en Stanford que había heredado una mina en Asientos y quería regresar aquí para explotarla. La familia era de recursos, pero Albert tenía la imaginación de volver productiva otra vez la mina de su familia y decidieron mudarse de California a Asientos hacia 1957.

Harriet Doerr narra la historia en una impostada primera persona –no usa el “yo”, pero se adivina-, autobiográficamente: ella es una mujer que siguió al marido donde el marido quiso ir, no aparece en todo el libro una duda, un reproche, un arrepentimiento; habían dejado la comodidad, el agua corriente y la electricidad de su casa en California para venir a hacer todo de nuevo a Asientos, desde levantar las paredes caídas, componer los techos, llenarla de muebles, alumbrarla. Harriet es una versión sajona de lo que mi madre y las mujeres de su generación hicieron al casarse: siguieron al marido aceptando lo bueno y lo malo de su hombre, cuidaron su casa, lo atendieron en sus enfermedades, algunas pudieron lo acompañarlo hasta el final; hicieron todo sin quejarse de la suerte, aceptando que así tenían que hacerse las cosas. Cuando yo era niño el piso de algunas de las recámaras de la casa no tenía mosaico ni cemento, era un piso viejo de un material como adobe que se volvía rugoso con el tiempo, soltaba mucho polvo y era difícil de mantener limpio; mi mamá y la sirvienta, nuestra nana Leonor, renegaban del piso y el trabajo para trapearlo, pero no renegaban de su suerte, era lo que les tocaba hacer y lo hacían. Harriet sigue a Albert Doer a un pueblo in the middle of nowhere, como dicen los norteamericanos, pero ella, en vez de recordar con nostalgia (o más gravemente aún: con rencor), las comodidades que dejó en California, le encuentra el gusto por comprar macetas y llenarlas de flores, decorar la casa, mantenerla limpia y dejarla abierta para recibir visitas y acondicionarla para tener algunas comodidades, como el tocadiscos, que tenían en su patria. Harriet hace algo que no han hecho muchos norteamericanos: aprender español.

Piedras para Ibarra es una colección de instantáneas que tienen un tema subyacente, la vida de los Doerr en Asientos. Lo construyó como si hubiera escrito una historia que quisiera ser libro de texto: cada capítulo habla de un personaje –el cura que las visitaba, el muchacho que se ahogó en la descarga de la mina, el que chocó en una bicicleta sin frenos que iba cuesta abajo- con pequeñas alusiones a la vida en la casa de la autora, que van proporcionando minúsculas cuentas de rosario con las que al final se teje una historia. Vivieron en Asientos desde 1957 hasta 1972, cuando murió Albert. Padecía una enfermedad “de la sangre”, que no quisieron compartir en detalle con los lugareños. Periódicamente entraba en crisis, Harriet iba a la caseta telefónica en Loreto para hablar con el médico norteamericano en quien confiaba. Un día Albert se puso muy enfermo, temían por su vida y tuvo que hacer un viaje express a Aguascalientes para conseguir un doctor local; esta urgencia sirve para narrar la historia del taxi de Chuy Santos:

Ibarra era un pueblo de cien burros, la mitad de bicicletas, un autobús diario y dos automóviles. Uno de éstos pertenecía los Everton, el otro a un ex presidente municipal. Pero, después de que le robaron al Studebaker las llantas y partes del motor, lo montó sobre unos bloques de madera, a su puerta…

…Chuy Santos no era de esos hombres que matarían a sus dos mejores amigos con tal de poseer un coche. La raya de su peinado era demasiado derecha, su mirar demasiado directo, y su voz era la voz de un arcángel.

Chuy Santos consigue hacerse de un coche, un Volskwagen viejo pintado de rojo, y es quien lleva a Harriet a buscar al médico. La descripción que hace de la carretera obscura a Zacatecas me recuerda las imágenes que yo vi cuando era joven, tan diferentes de ese valle completamente cultivado, con iluminación a lo largo de todo el camino, multitud de coches y luces a ambos lados, llenando el valle hasta llegar a los cerros. El médico da su mejor receta, el enfermo se cura porque todavía no le tocaba morirse, el médico era veterinario. Chuy Santos alargó las horas interminables para regresar a Ibarra porque tenía una necesidad que atender, la esposa de un chofer con quien había hecho amistad.

Tiene esa virtud que consiguen algunos grandes autores: narrar sin entrometerse en la historia; no juzga ni da opiniones, nada más cuenta. La primera escena presenta a los dos norteamericanos preguntando la manera de llegar a Asientos en un país sin carreteras; las señas de rigor –ahí nomás tras lomita- y la suerte los conducen a donde iban. Hubiera sido una buena oportunidad para hablar de todas las carreteras que construyeron en EEUU en la administración Eisenhower, pero aquellas no existen, nada más las piedras, el polvo y los vados que tuvieron que atravesar. Habla de una reunión de curas a la que fueron invitados en calidad de agnósticos incomprendidos. Un sacerdote joven y fuerte juega con los niños del pueblo, uno de ellos se parece mucho al sacerdote. Todos, ella misma, son personajes; a todos los consigue penetrar un poco en la entraña, eso es lo que muestra al lector.

Finalmente Albert Doerr muere, Harriet regresa a California y años después escribe esta historia. Está escrita con amor y con nostalgia, una especie de Peregrina (como la de la canción) que volvió a sus tierras de pinos, abetos y nieves en cada invierno pero conservó amor y memoria suficientes de esta tierra para recordarla por escrito.

Harriet Doerr: Piedras para Ibarra
Traducción de Juan Almela
Instituto Cultural de Aguascalientes
Aguascalientes, 2005
283 páginas.