Heinrich Böll
Pero ¿qué será de este muchacho?
Galaxia Gutenberg – Círculo de Lectores, Barcelona 2013.
99 páginas.
Traducción al español: Joan Fontcuberta

Todas las personas que entraron en contacto con la Alemania nazi quedaron marcadas de por vida; los extranjeros intentaron dejar atrás las tristes memorias, los judíos tomaron una posición más radical, que se traduce en odio, desprecio o temor por el país, como la frase de Artur Rubinstein “después de 1914 he visitado todo el mundo excepto dos países: Tibet porque es muy alto, Alemania porque es muy bajo” y el criticado ensayo de George Steiner “The hollow miracle” (el milagro hueco) en donde acepta que el desarrollo alemán de la posguerra es un milagro, pero hueco (queer: extraño, raro), basado en el argumento de que los alemanes no han hecho suficiente penitencia por sus crímenes de guerra. Rubinstein era polaco y Steiner es austríaco; los alemanes, que en general sienten apego y respeto por su propia tierra, adoptan una actitud diferente: intentan explicarse lo que sucedió, aprender de sus errores, están conformes con que Alemania haya pagado miles de millones de marcos en reparaciones a Israel, y adoptan una posición crítica con respecto a cualquier muestra de militarismo en Alemania, prefiriendo enfocar sus energías y las del país en la creación de un estado fuerte por su cultura y por lo que produce, no por sus logros militares.

Heinrich Böll (1917-1985) fue uno de los millones de alemanes que padecieron el caos posterior a la Primera Guerra Mundial, la subida de los nazis al poder, la guerra y la devastación de su patria. Nació dentro de una familia católica en Colonia (Köln), ciudad situada en el oeste de Alemania, cerca de la frontera con Bélgica. El libro “Pero ¿qué será de este muchacho?” es una narración de los recuerdos que se quedaron con él de la época de adolescencia y juventud, entre 1933 y 1936, en donde dominan la narración tres temas principales: el nazismo, la religión y la familia; el más fuerte, por el impacto que tuvo en el autor y en toda Alemania, es el primero. El país había quedado mutilado, desgastad y humillado por los Aliados victoriosos en 1918, y los alemanes no pudieron ponerse de acuerdo en qué querían hacer con su país ni quién los tenía que gobernar: se sucedían poderes débiles o efímeros en medio del descontento e hiperinflación, buenas condiciones para que un grupo extremista llegue a obtener el poder; se lo disputaron nazis y comunistas, ganaron los nazis. En 1933 Hitler había llegado a Canciller bajo el Presidente Hindenburg, anciano que daba respetabilidad al gobierno pero que no disponía de poder político; el nuevo Canciller quería que el partido nazi tuviera suficientes asientos en el Reichstag para gobernar como quisiera, y estaban previstas elecciones para el 5 de marzo. Milagrosamente ocurrió un incendio en el Reichstag el 27 de febrero, y en la confusión que siguió, Hindenburg invocó la Constitución de Weimar, suprimió las libertades civiles, y en este ambiente los nazis obtuvieron mejores posiciones en la elección, pero no el número suficiente para ser mayoría. El objetivo que buscaban era Ley de Plenos Poderes para el Canciller Hitler, que de esta manera podría gobernar por decreto durante cuatro años; resolvieron el problema intimidando o bloqueando el acceso a las sesiones de los parlamentarios contrarios, y Hitler obtuvo lo que deseaba: libertad para hacer lo que quisiera, amparado por la ley. Al año siguiente murió Hindenburg, de manera que ya ni siquiera tuvieron los nazis que preocuparse por el presidente.

El enfoque de los nazis fue desde el principio violento y agresivo; revanchista contra los demás países e intimidatorio contra los alemanes. Böll menciona muchas veces en esta obra que buscaba las horas y los caminos que no estuvieran ocupados por las Juventudes Hitlerianas o cualquier agrupación nazi, que en su ciudad no podía moverse con tranquilidad por el miedo a que esas hordas lo fueran a hostigar o atacar. Hitler había identificado el resentimiento de los alemanes por las condiciones del Tratado de Versalles (1918), y explotó esa molestia y la infinidad de problemas cotidianos que arrastraba el ciudadano alemán, sintetizados en la palabra hiperinflación. Muchos jóvenes le dieron su adhesión y se reunían en turbas que hostigaban al ciudadano alemán y atacaban a los extranjeros, principalmente los judíos; Hitler había encontrado un conveniente chivo expiatorio para las desgracias de Alemania en los judíos, los jóvenes nazis compraron la idea y se desquitaron en vandalismo, destruyendo los negocios judíos. Alemania era un país difícil para vivir en 1933.

Pero el libro de Böll no es un análisis político, intenta dejar hablar al joven de 1933 y expresar simplemente el miedo que sentía a caminar o andar en bicicleta por una calle en la que hubiera una concentración de las Juventudes Hitlerianas y describe la sensación de terror que vivió la población cuando condenaron a muerte a seis comunistas, acusados de un crimen obscuro. En esta ocasión describe a uno de los jerarcas nazis, Hermann Goering, como un payaso que en las pocas horas que estuvo en Colonia alcanzó a cambiarse cuatro veces de vestimenta; incidentalmente, Goering fue uno de los principales culpables, entre los jerarcas del gobierno, de que Alemania haya perdido la guerra. Más preocupado por su vanidad –como señala Böll- que por el país, consiguió que la Luftwaffe dependiera de él, descuidó el desarrollo científico y la producción de aviones más modernos, y cuando pudieron disponer del Messerschmidt 262, el primero jet de combate, que volaba al doble de velocidad que cualquier avión aliado, ya era muy tarde para que pesara en la balanza de la guerra. Todavía en 1933, cuando Goering visitó Colonia para la ejecución de aquellos comunistas, los alemanes tenían la esperanza de que Hitler no duraría mucho tiempo en el poder, pero al año siguiente hubo un suceso importante que los convenció que Hitler había llegado para quedarse: La Noche de los cuchillos largos (30 de junio de 1934) es el nombre de la purga que hicieron de Röhm y sus secuaces de las SA, una facción dentro de los nazis que teóricamente podría hacerse del poder. Su líder, Ernst Röhm, mandaba un grupo especialmente violento en donde eran famosas sus orgías sexuales, puesto que él mismo era homosexual; Böll menciona un chiste bastante grosero que circulaba en aquellos días en Alemania acerca de Röhm. Las SA fueron atacadas por las SS y la Gestapo, partidarios de Hitler; muchos miembros de la SA fueron asesinados, algunos miles enviados a la cárcel, y Röhm fue ejecutado en su celda. Desembarazado de competencia interna, Hitler se dedicó con ahínco a la reconstrucción y al rearme de Alemania.

El pueblo de Alemania canalizó su capacidad y sus energías al servicio de su país, perversamente representado por Hitler. Los años descritos fueron los de la escuela, pero cada capítulo empieza con palabras parecidas a “¿La escuela? Ah, sí, también” en inmediatamente continúa hablando de otros temas; era parte de la personalidad de Böll, hablar indirectamente de un tema y criticar por alusiones. Las circunstancias crearon en los alemanes el “síndrome de Hindenburg”, la simpatía que el presidente sintió por Hitler cuando todavía se vestía de civil; en la escuela los jóvenes no aprendieron para la vida, sino para la muerte. Celebraron concilio familiar y le tocó bola negra a su hermano Alois para que ingresara a las SA, puesto que necesitaban darle algo de respetabilidad política a la familia, de otra manera el padre no recibiría trabajo como carpintero y restaurador. Parte de su formación en la escuela consistió en aprender a resumir, en dominar el arte de la concisión, mediante el estudio de Mein Kampf; la nota es irónica, tanto por el alemán de poca calidad utilizado por Hitler, como porque usualmente los escritos políticos de un líder importante no se resumen, sino se glosan, es decir, se añade una capa de palabrería zalamera encima de las augustas frases analizadas.

Poco a poco, los alemanes fueron desarrollando también la conciencia de que se estaban preparando para la guerra, y la mayoría de los jóvenes canalizaron los sentimientos de miedo y temor que el combate produce, aceptando que dar la vida por la Patria era el fin de su existencia. Heinrich encontró una salida mejor: la bicicleta. Hace un elogio de este medio de transporte, colocándolo por encima del automóvil y de los propios pies: solamente necesitaba una bomba de aire, repuestos para las llantas y unas pocas cosas cargadas en la parrilla para vagabundear por Colonia y los pueblos de alrededor. Se imaginaba a sí mismo como un viajero perpetuo y sin equipaje, libre, sin ligaduras de ninguna clase. En esa época pasó “de solitario a estrafalario” y su familia se preocupó, en concilio, del porvenir de ese joven que ocupaba sus ratos en leer o pasear en bicicleta. No quiso ser teólogo, profesión consagrada en una familia católica alemana, porque hubiera terminado como cura y no quería dejar fuera al bello sexo. La preocupación por su futuro era no nada más por el suyo, sino por el de toda la familia, que no habían experimentado ningún milagro alemán a partir de 1933, cuando la situación política se estabilizó bajo los nazis. Sin milagros y en un ambiente que contrasta con el rosario infinito de traumas infantiles y abusos familiares narrados por tantos otros autores, la familia Böll se mantenía unida en esas épocas difíciles y no hay una sola mención a problemas entre ellos. Aprendieron a disfrutar las muy pequeñas cosas de la vida, como ganarse 50 pfennings (centavos) en un trabajo, porque podrían servir para asistir a un concierto de Monique Haas, o tomar dos cafés junto con tres cigarros, o una hora de “amor de pago”; la juventud descrita por Böll es una especie de inconciencia intelectual en épocas de carestía.

La religión tiene un tratamiento recurrente en el libro. Menciona por ejemplo al P. Robert Grosche, un sacerdote muy ecuménico y alemán, con un despacho lleno de libros en donde siempre se aspiraba el olor a tabaco, que nunca llegó a ser obispo porque era muy independiente y los nazis, que tenían injerencia en las decisiones de la Iglesia, lo vetaron. A Heinrich le atraía el ambiente agradable de ese despacho, pero no terminaba de adaptarse a él, porque consideraba que había demasiado “bienestar” en una época de penurias. La participación de los nazis en asuntos eclesiásticos se debió al Concordato celebrado entre el Vaticano y Alemania en junio de 1933, que el Cardenal Pacelli, futuro Pío XII, firmó con la intención de proteger a los católicos y a la Iglesia de ataques por parte de los nazis, quienes obtuvieron una cuestionable neutralidad de los católicos frente a sus actos. Heinrich Böll, quien fue un católico convencido durante toda su vida, critica este acuerdo porque significó hacerse de la vista gorda frente a lo que los nazis pudieran realizar; esta es una de las críticas más severas que se le hacen a la Iglesia, su falta de compromiso frente a las atrocidades de los nazis.

El libro se lee de una sentada: apenas 99 páginas, narradas como recuerdos al paso, con un hilo narrativo implícito nada más, no es una cadena de acontecimientos sucedidos al narrador ni a nadie más. Tiene demasiadas interrupciones: paréntesis, entrecomillados, digresiones en medio reflexiones que demeritan el aspecto estético y literario, pero es un gran testimonio de la manera en que un joven católico vivió los años en que crecía el nazismo.


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