Juan Pérez está de nuevo en la cárcel de Jicotepec, regresó con el entrecejo fruncido. Lo atribuye a la mala suerte aunque sus compañeros le explicaron por qué lo habían atrapado y cada uno ofreció su mejor consejo sobre lo que debió haber hecho para seguir en libertad; él insiste en que fue simple y mala fortuna, rumiando para sí mismo que las críticas no son de buena fe, puesto que la mitad le tenía envidia y el resto le guardaba rencor, tratando desquitarse de esa manera por haber perdido la apuesta sobre cuántos días tardaría en regresar; todos excepto uno, el que calculó precisamente los seis días que duró la aventura, el que tomó en cuenta tanto las habilidades del escapado como las de la policía y que agradeció a Juan, simbólicamente, con una cajetilla de cigarros. Al recibirla se suavizó por primera vez el entrecejo con que había reingresado al penal, levantando la vista y mirando a alguien sin el odio con que se había dirigido a los otros reclusos, quienes nunca pudieron comprender cómo pudo funcionar aquella manera tan sencilla de escapar y habían seguido con ansiedad las noticias; al final, internamente frustrados porque tampoco Juan pudo salvar el honor de la prisión, lo recibieron en medio de gritos y burlas.

El preso purgaba una condena de veintitrés años, que siempre consideró excesiva, uno o dos años le parecían a él justos; nada más había matado a un rival, al amigo que le hizo la corte a su novia. El juez le preguntó en el proceso por qué reaccionó tan violentamente, y la respuesta fue que se trataba de una cuestión de honor, de hombría. “¿Usted cree que valía más su honor que la vida del difunto?” le había dicho el juez, y Juan contestó con seguridad: “Señor Juez, hay una escala de maledicencia en esta ofensa y un hombre tiene que saber responder: si alguien mira a la novia, se le reclama de palabra; si le dice cosas bonitas, amerita golpiza; si la toca, la golpiza tiene que ser con fuerza mayor, por ejemplo con un bate; si la corteja, merece la muerte”. El juez lo miró con sorpresa y lo cuestionó “¿Pero qué es cortejar? ¿Quiere usted decir que la sedujo?” “No, señor juez, cortejar es, por ejemplo… es… que le diga cosas bonitas. Si la hubiera seducido, no sé qué le hubiera hecho.”

Juan pensó siempre que había hecho lo que tenía que hacer porque ya se iba a casar y esto convirtió al cortejo en un asunto con agravantes, volviendo a justificar su postura con ayuda del vocabulario aprendido en el juicio. No se trataba de una novia cualquiera, ya que inclusive se había decidido a conseguir un trabajo, después de calcular que con lo que ella ganaba sería insuficiente para los dos. Estudió varias posibilidades, las rechazó casi todas –albañil, porque pagaban poco; maestro de obras, porque le exigían experiencia de albañil; peón en el campo, porque el sol pega muy duro- hasta que se decidió por empleado en una balconería; solamente llevaba dos semanas trabajando cuando sucedieron los eventos que impidieron la boda. Habiendo acumulado cinco años a la sombra, podía decir que la cárcel tenía sus ventajas: no había necesidad de trabajar para comer, por ejemplo; pero era también aburrida y a veces recordaba y añoraba la vida en libertad. Le molestaba el invierno porque en ese lugar hace mucho frío y las cobijas no alcanzan a cubrirlo a uno, y también el verano porque no le había tocado una celda con ventana al exterior y hacía mucho calor. Además, los guardias insistían en que se guardara en la celda la ropa de cama, incluyendo las cobijas, durante todo el año. “¿Para qué quiere uno cobija en tiempo de calor? Nada más hace bulto en ese cuartito, mejor que se la lleven en marzo y la devuelvan en octubre” rumiaba sus penas, sin eco en los compañeros ni en la administración del penal.

El descubrimiento de la utilidad de una cobija en tiempo de calor fue gracias a su descontento y a la casualidad. En diciembre pasado le tocó presenciar una riña entre presos, con cuchillos y escudos improvisados; el cuchillo era un pedazo de lámina afilada, el escudo las cobijas hechas jirones y envueltas en el brazo izquierdo. Todos los presos asistieron mientras los rijosos se insultaban, se amenazaban, hacían fintas de ataque, y nada sucedía. Después de un rato los espectadores empezaron a abuchear, le recordaban a cada rijoso lo que el rival decía de él y estaba a punto de brillar la primera sangre cuando la diversión se terminó porque llegaron los guardias, dispersaron al respetable a macanazos y se llevaron a los del pleito a celdas de castigo. En el suelo quedaron los restos de cobijas; los cuchillos no pudieron ser rescatados, reclamados por los guardias. Juan se quedó un rato ahí, mirando con curiosidad las cobijas, convertidas en tiras para poderlas amarrar al brazo y dudando si llevarlas a su celda para calentarse mejor pero deteniéndose ante el problema de tener demasiadas cobijas cuando pasara el invierno; esta duda le sugirió que una cobija también podía ser empleada para escapar.

Había que esperar unos meses, porque en ese momento hacía frío y no podía sacrificar su frazada para hacerla pedazos; decidió que en cuanto llegaran los días cálidos la cortaría en tiras largas, luego vería la forma de amarrar los pedazos y de sujetarla a alguna barda. En tardes de primavera, cuando el clima ha mejorado y puede uno estar quieto sin entumirse, se aburría sentado a la orilla del patio de la cárcel, pensando una y otra vez en su plan; decidió que no podría ser en julio o agosto, porque caminar en el campo bajo ese sol era imposible; había que acelerar los planes. Se ofreció voluntario para barrer el taller, consiguió un pedazo de alambrón, le dio forma de gancho por un lado y por el otro lo enredó a una de las tiras de cobija, después de observar la forma en que se sujetan los cables de electricidad al poste; imaginó que con esta experiencia quizá podría conseguir un puesto en la Compañía de Luz cuando estuviera libre, alguien le dijo que ahí no se trabajaba mucho. Además, para contrapeso, consiguió una botella de refresco y la llenó de agua. Sus ojos, de un color café claro, muy juntos, que usualmente miraban con agresividad, se suavizaron al contemplar la imaginación de su vida en libertad: aire, cielo azul, espacio para dónde moverse, una joven que caminaba hacia él; sus ojos volvieron a mirar con rencor al notar que en su imaginación desaparecía el comedor de la prisión y surgía en cambio la balconería o cualquier lugar en donde él tendría que trabajar para no ser menos que en la cárcel, donde comían tres veces al día. Pero se obligó al optimismo, se felicitó por su ingenio –la botella lo ayudaría a escapar y además podría tomar agua en su huida- y esperó al gran día, el primer domingo de abril por la mañana; el entrecejo ya no estaba fruncido. Eligió el domingo después de un análisis cuidadoso de sus ventajas: no hay trabajo obligatorio, les ofrecen misa temprano y tampoco es obligatoria pero casi todos los presos asisten para rogar a Dios: unos pocos piden el milagro de su libertad, la mayoría insiste ante el Creador  que convenza a la Justicia de reconocer su inocencia; los celadores relajan la guardia, el director llega hasta después de la comida, el sargento que hace el recuento de prisioneros sufre de jaquecas el fin de semana; en resumen, el momento ideal para escabullirse.

La fecha elegida Juan salió con sus instrumentos de trabajo cuando los presos ya se habían ido a misa o al patio; se dirigió hacia la cocina, arrojó el extremo de la cobija atada al gancho a la azotea, consiguió que se atorara al segundo intento y cuando subía se dio cuenta que no había probado si la cobija sostendría su peso. A pesar de todo, llegó hasta arriba; una vez ahí levantó la tira de cobijas, la botella de agua se zafó y cayó al piso; la contempló un momento y pensó en bajar por ella pero decidió correr por la azotea hasta la orilla que daba a la calle, se descolgó y empezó a gozar de libertad: sin agua, pero libre.

Había planeado también, hasta el más último detalle, cómo procurarse comida: llegando a su destino –que se encontraba a varias horas de marchas forzadas- buscaría una tienda de abarrotes para asaltarla, puesto que abundan las que están atendidas por mujeres y no opondrían resistencia. Antes de salir del pueblo se acercó a alguien que pasaba por ahí y le pidió prestado un desarmador para arreglar su coche, que lo había dejado a tres cuadras; insistió que el desarmador fuera plano, podría afilarlo después con una piedra y mantenerse en calor durante la noche desértica. La cárcel estaba en el límite del Estado, y calculando que su foto no estaría en todas las paredes del Estado vecino, se dirigió hacia allá. Caminó durante tarde y noche en el cerro, atravesando un terreno lleno de nopaleras y huizacheras, molesto con las espinas y sufriendo el riesgo de que lo fuera a picar una víbora; era lo único que Juan recordaba de su primaria incompleta, que las víboras descansan de día y buscan su alimento de noche, principalmente en terrenos muy secos. Por única vez en su aventura el Destino lo ayudó, dejando que la luna llena iluminara su camino, pero la incompleta oscuridad, el frío y el temor le impidieron disfrutar el cambio de clima, a medida que se acercaba a tierras más húmedas; no se dio cuenta cómo el aire se enfriaba rápidamente una vez que se había puesto el sol, cómo se volvía seco y helado en las horas de madrugada, cómo seguía siendo frío pero parecía más fresco a medida que se acercaba al objetivo; tampoco tuvo ojos para ver el cambio de vestiduras del cielo.

Juan llegó al día siguiente, ya entrada la mañana, cansado y hambriento, a Atotonilco de Enmedio. El pueblo lo recibió con los brazos abiertos, era un desconocido: la calle de entrada, las señoras en las puertas, más adelante un jardín con un par de bancas, una escuela llena de gritos y niños durante el recreo, una tienda junto a ella; todos lo miraron como él quería presentarse, un extraño. La primera tienda que vio no era el lugar adecuado: estaba atendida por un señor y su hija, quienes cuidaban que los niños no hicieran destrozos ni se fueran a ir sin pagar; sediento pensó el prófugo que eso podría aplicarse a él. Avanzó orientado por la torre de la iglesia, llegó a la plaza, la presidencia, la gran peluquería de Filiberto en la esquina, más tiendas más grandes, también inadecuadas. Descansó a la sombra del kiosko, utilizándolo como atalaya: ¿Hacia dónde seguir? ¿En qué dirección se terminará más pronto este inmenso pueblo? ¿Cómo se llama este pueblo? Con esas preguntas llenaba su cabeza y mareaba su entendimiento, no sabía si por el hambre, por la sed o porque eran muy difíciles. Después de interminables horas, sintiendo que la lengua sabía a polvo, para las cinco de la tarde ya tenía fijado su objetivo: una tiendita apartada del centro, visitada por pocos clientes, una sola persona a cargo, señora de edad que no parecía tener mal genio ni se veía demasiado fornida. Juan se decide, entra rastreando sospechas a ambos lados de la calle, desenfunda el desarmador y amaga a la dueña para que le entregue el dinero. Ella ve dos ojos muy juntos entre sí y amenazadoramente cerca de ella, enmarcados por un rostro empolvado y con actitud hostil; reconoce el hambre, la sed y la necesidad y prefiere entregar los cien pesos que hay en la caja. Juan no había previsto que las tiendas con poco movimiento usualmente manejan poco dinero y le da mucha rabia la desproporción entre sus penurias y el botín conseguido; reclama airadamente a la dueña y escapa olvidando el resto del plan, cargando solamente una bolsa de papitas y un refresco de dos litros.

Decide viajar con sus provisiones a alguna parte del pueblo donde todavía no lo conozcan. Se estaciona en un jardincillo y rápidamente consume las papitas y la mitad del refresco. A su alrededor hay familias con niños, varias parejas, un grupo de jóvenes con vasos en la mano; todos parecen disfrutar lo que Juan ya no conoce: una tarde tranquila, viento agradable de primavera que presagia los aromas del anochecer y la promesa de una cama donde se escuche en la noche la voz de ese viento. Decide acercarse a los jóvenes y negociar un vaso de lo que estén tomando por el resto de su refresco; el plan funciona durante los primeros dos vasos. Cuando pide otro más, los jóvenes le dicen que ya se terminó su aportación, que vaya a la tienda y traiga otro refresco y si puede, también una botella de tequila. Juan considera que son injustos con él, les reclama su conducta, ellos se empiezan a burlar y la discusión termina en riña a puñetazos, suspendida por la fuerza de macanazos impartidos generosamente por los patrulleros del pueblo. Al interrogar a los causantes del desorden, todos coinciden en que Juan inició la riña, él mismo se inculpa al explicar lo que había hecho cuando le negaron el tercer vaso, y se lo llevan a la estación de policía.

Ahí es registrado como Melchor García, nombre que improvisó y estará repitiendo todo el tiempo de su visita para que no se le olvide. La falta cometida es menor ya que todavía no estaban borrachos ni habían hecho destrozos; le anuncian que probablemente el juez lo deje ir después de 48 horas, le dan agua para beber y al atardecer le acercan un plato con comida recalentada, que le sabe a gloria y hace tambalear su convicción de libertad.

Al día siguiente se presenta el Comandante Antonio López de Santamaría, a cargo de la estación; pide el parte de los dos últimos turnos, y por curiosidad revisa las pertenencias que le han recogido al único preso del día anterior. Ahí aparece un papel con varios números telefónicos; decide llamar y le contestan en la cárcel de Jicotepec. Este hecho raro conmina las sospechas del comandante, pregunta si ahí se encuentra un familiar de Melchor García, le responden que no y se olvida del asunto. De vuelta en casa, al final de la comida su esposa le comenta la noticia del periódico que había escapado un preso de Jicotepec, pero los platos han sido abundantes y no es momento hablar de trabajo; contesta con un monosílabo y va a dormir su siesta. En sueños se le aparece el ángel de la guarda, quien le aconseja que hable a la cárcel y averigüe el nombre del preso escapado, pero se interrumpe el mensaje cuando el ángel estaba a punto de decir “y su descripción”, ya que el Comandante ha cambiado de posición en el sofá. Al despertar tiene la convicción que soñó algo profético y le pregunta a su mujer por el posible significado.

“Tienes que hacer lo que dice tu ángel”, le contesta, “a ellos siempre hay que hacerles caso. Seguramente está relacionado contigo”. El Comandante se ofende porque él no ha escapado de ninguna cárcel, pero su ángel sigue aleteando junto a la conciencia y al regresar al trabajo ordena que lo comuniquen otra vez a Jicotepec. Nadie recuerda el número, no encuentran el papel, el Comandante se enoja y regaña a todos hasta que lo halla en la bolsa de su camisa. Desde Jicotepec le informan que el nombre del preso evadido es Juan Pérez, y que las señas que preguntó el ángel son: hombre joven, estatura mediana, pelo corto, ninguna cicatriz, piel morena clara, sexo masculino. El Comandante no alcanza a ver a través de esa ambigüedad y pregunta si le pueden enviar un retrato del preso; le contestan que en el periódico salió una fotografía. Habla con su mujer y le pide la descripción completa, ya que ella sabe de sueños: llevaba pantalón de mezclilla y camisa de manga larga color caqui, usa el pelo corto casi militar y barba de candado, no tiene cicatrices pero sí hay un lunar junto a la oreja izquierda, se ve fuerte y su mirada es torva, como amenazante; tiene treinta años. Mientras escucha la descripción tiene frente a sí a Melchor García, quien mira torvo, inquieto y preocupado a través de las rejas; el Comandante se molesta por esa mirada fija pero está en servicio y no pregunta como quisiera sino con la expresión educada “¿se te perdió algo aquí?” y en ese momento llega la señora de la tienda asaltada el día de ayer, reclamando justicia. Habla a gritos, casi a llanto, impide terminar la conversación con Jicotepec; los gritos que tomaron por asalto la Comandancia repentinamente cesan: se hace el silencio cuando la señora ve a Melchor García tras la reja. Aterrada, piensa por un momento que se trata de un policía, pero lo ve encerrado y reanuda los alaridos, señalando al que está ahí en la celda como el asaltante, ofreciendo como prueba las palabras del asalto: “entrégueme todo el dinero, voy de viaje y necesito para comer”. Por fin el comandante comprende que Melchor García tiene más cuentas pendientes que las asentadas hasta el momento, manda pedir el periódico a su casa y con la foto en la mano, lo hace confesar que es el preso fugado. En esta investigación se le ha ido toda la tarde; cuando sale de la comandancia ordena que Melchor-alias Juan Pérez sea vigilado constantemente y llega a su casa excitado, contando la novedad a su mujer.

“¿Y qué piensas hacer?” le pregunta ella mirándolo con ojos que ya conocen la respuesta.

“Les hablaré mañana los de Jicotepec para que vengan a recoger a su preso”.

“No vas a ganar nada, tú cobras en este Estado. Además, tu jefe se va a enojar si no le das la oportunidad de lucirse. Mejor háblale a él para que se encargue del asunto, quizá hasta te dé un aumento”.

El Comandante sigue el consejo, aceptando optimista la responsabilidad de guardar al preso mientras la agenda del Presidente Municipal le impida visitar su propia comandancia de policía.

Una gloriosa mañana se observa gran despliegue policiaco y de prensa en Atotonilco de Enmedio. El Presidente Municipal llega a la Comandancia, levanta un acta, posa para los fotógrafos, felicita a los policías locales por su labor y declara que en su Estado estaban enterados de la fuga desde el sábado anterior, que habían organizado una cacería para colaborar con el Estado vecino, exalta los valores patrios de trabajo y solidaridad y propone como ejemplo a seguir al Comandante, sin concederle aumento de sueldo.

Juan siente que es rey por un día: lo han bañado, le dieron ropas limpias y una buena comida. Después de que la prensa le toma fotografías en todos los ángulos, lo suben en una patrulla blindada, escoltada por otras tres, y se dirigen todos a Jicotepec para regresarlo a su hogar, como le dicen los policías que lo acompañan. Ahí lo están esperando sus antiguos compañeros, que supieron que había caído preso en Atotonilco de En medio desde antes que lo averiguara el comandante, y preparan la fiesta de bienvenida; en el camino, Juan rumia y se convence de su mala suerte, piensa que si no le hubiera tocado un Comandante tan inteligente, todavía estaría en libertad. El entrecejo está de acuerdo con esos pensamientos y permanece fruncido durante el viaje.