Antonio ha llegado a la edad en que cada año tiene que hacerse una revisión médica general, esté o no esté enfermo. Lo convencieron sus amigos, le hicieron presión los hijos, los hermanos le hablaron del tío abuelo que se había muerto de una apendicitis no detectada a tiempo y entre todos se encargaron de diseñar un itinerario de visitas a los médicos: cardiólogo, reumatólogo, oculista, el de los huesos, alguien insiste que vaya al radiólogo por si no trae alguna fractura sin detectar, todos apoyan la visita al sicólogo como algo adecuado y de actualidad, y naturalmente incluyen al urólogo; este último fue cómplice en la elaboración de la tour médica. Le recuerdan que el año anterior pretextó vacaciones en la época en que tenía que hacer su peregrinación, y este año entre todos se encargan de hacerle marcaje personal para evitar que se vuelva a escapar.

Está molesto porque los médicos siempre le dan respuestas evasivas o le contestan con vaguedades como “hay un ligero engrosamiento en las paredes de la aorta”, o “la presión arterial está dentro de parámetros aceptables, pero con tendencia central”, y siempre insiste en preguntar cuáles son los parámetros con que es juzgado. Los médicos se enfrentan habitualmente a un atolladero, puesto que hace mucho que terminaron la carrera y saben que cuanto parámetro se les ocurra mencionar ya ha sido modificado en las últimas estadísticas, y que invariablemente no han tenido tiempo de ponerse al día debido a la cantidad de consultas y cirugías que realizan. Cuando ven entrar a este paciente en su consultorio, los que ya lo conocen tienen la sensación de que acaba de llegar el sinodal de su examen y se esfuerzan en terminar rápidamente y despachar pronto al paciente, pero invariablemente son enfrentados a preguntas que les hacen lamentar que la Ciencia no haya detenido cuando ellos dejaron la facultad.

Al primero que le toca es al cardiólogo. Lo recuesta para hacer el ECG, lo pone contra la pared para hacer una radiografía y con los resultados en la mano muestra al enfermo lo que vio: que los resultados son ambiguos y que para asegurarse necesita absolutamente hacer más estudios.

“¿Una prueba de esfuerzo?”

“No, a su edad ya no es recomendable hacer pruebas de esfuerzo. Recuerde usted que el apóstol del maratón, Jimmy Fixx, se murió en plena carrera. Lo voy a mandar con un doctor amigo mío que utiliza una técnica nueva que se llama ecocardiograma. Con ella puede obtener exactamente los mismos resultados que con la prueba de esfuerzo, pero sin la prueba de esfuerzo.”

“¿Y eso cómo lo consiguen?”

“Se le inyecta una sustancia que hace que el corazón se acelere y es exactamente lo mismo que si estuviera corriendo.”

“Doctor, eso y una prueba de esfuerzo es lo mismo…, dígame: si el corazón se agita en un lado y en otro, ¿por qué en un caso corre riesgo y en otro no?”

El doctor le anuncia que su tiempo lamentablemente se ha terminado, le escribe la orden para el laboratorio de su amigo, el mismo que le otorgó el diploma que cuelga en una pared, y lo despide con una palmada.

Al día siguiente, se aburre durante el ecocardiograma mientras el doctor realiza mediciones con un aparato parecido al del ultrasonido. Puede más la curiosidad y termina por preguntarle al médico cómo funciona esa nueva técnica. El doctor está inquieto porque no ha podido hallar trazas de la enfermedad sugerida por el cardiólogo y le contesta distraídamente: primero le dice que todo lo ve bien, luego se arrepiente, pone cara de circunstancia y pregunta casualmente si hace ejercicio.

“Sí doctor. Me gusta correr y andar en bicicleta, saco a pasear al perro y cuando puedo voy a subir el Popo.”

El cuadro clínico prescrito con la anticipación necesaria se desmorona ante los ojos del doctor, quien decide que ya no vale la pena preguntar si fuma o si bebe o si se desvela, y opta por continuar con la siguiente etapa, siempre con expresión seria. El paciente siente que el corazón late rápidamente por la sustancia que le inyectan, y empieza a dar síntomas de fastidio porque está acostumbrado a esa agitación precisamente porque hace ejercicio, no por una sensación indefinible de ansiedad. Se mueve inquieto en la butaca, el doctor le dice que se mantenga inmóvil para terminar el estudio, y no sabe contestar cuál es el medio que refleja las ondas que emite el aparato que se pone en el pecho del presunto enfermo.

Una semana después Antonio se acuerda que hay que ir por los análisis; va, mira el recibo y se queja del cobro tan elevado, abre los análisis y no les entiende nada, pero cuando los recibe el cardiólogo pone cara de que sí les entiende y de que efectivamente, el estudio ha confirmado su sospecha.

“Es lo que yo pensaba. Tiene usted una ligera estenosis aórtica y un desfasamiento ventricular izquierdo” y le explica que el primero es un problema físico (una válvula que no cierra bien), y el segundo es un problema eléctrico, mostrándole una metáfora del corazón tamaño sandía, en donde se ve que ahí por el centro está algo que se llama central eléctrica, “aquí es donde se distribuyen los impulsos al corazón, y por alguna razón la señal de contraerse llega retrasada al ventrículo izquierdo.”

El paciente se sorprende al saberse tan grave y sin síntomas, y le pregunta que a qué podrá deberse eso, pero nada más ve que el doctor se encoge de hombros, respondiendo científicamente; insiste en preguntar de qué manera se muestra ese problema en la vida práctica, cuáles son los síntomas que debe experimentar.

“Exactamente como síntomas, no hay. Con los años, probablemente se agravará el problema y habrá necesidad de instalar un marcapasos.”

Abandona el consultorio con la certeza de que con los años, los problemas de salud se agravarán y los estudios serán cada vez más costosos. En la tarde recibe una llamada de su hijo, quien estaba a cargo de asegurarse de que el papá fuera con el cardiólogo, para terminar de cubrir su turno de vigilancia y pasar la estafeta al siguiente.

Al otro día, como por casualidad, habla la hija para saludarlo.

“Hola, papá, ¿cómo estás?”

“Bien, gracias, estamos atendiendo a un cliente que nos pidió un servicio especial. ¿Cómo están las cosas en la universidad? ¿Y tu novio el actor de teatro que no sabía quién era Racine?”

La hija había pensado llevar el asunto con tranquilidad, pero el affaire Racine está todavía fresco y ante la agresión injustificada aborda sin misericordia su misión, que consiste en recordar al papá que ahora le toca ir con el neurocirujano.

“¿Con quién? ¿Y con ese doctor para qué?”

“Sí, acuérdate. El doctor Raymundo, el que es tu amigo, él hizo la lista de los especialistas que tenías que visitar.”

El papá extraña los buenos tiempos de su infancia en que el Dr. Macías Peña era el doctor de toda la familia y de todas las enfermedades, y que cuando él decía que no sabía, era momento de llamar al cura. Renegando, acepta ir a esta nueva entrevista, y se prepara leyendo algunos artículos en el internet.

Cuando llega al despacho del nuevo doctor, la secretaria le pregunta el domicilio, teléfono, fecha de nacimiento y edad, y con tanta redundancia nada más consigue despertar irritación.

“¿La edad? Le acabo de decir cuándo nací, ¿no es suficiente?”, y el visitante empieza a presentir que de tal secretaria, tal patrón.

El doctor Sigmund lo recibe muy amablemente, con la alegría que dan siempre los que llegan al consultorio particular, le sonríe preguntando por su familia, hace un comentario casual sobre el clima y va directamente a las cuestiones de fondo: cómo se siente, si está a gusto en su trabajo, si duerme bien, si no se siente cansado, frustrado, etc. El paciente contesta que ha visto días mejores (treinta años atrás), que el trabajo está bien pero le gustaría ganar más, que usualmente duerme siesta y en las noches, religiosamente, después de leer 30 páginas de un libro se queda dormido. Sobre el cansancio confiesa que después de correr en bicicleta 50 km siente ganas de recostarse en un sillón y tomar una cerveza.

El doctor pasa a la etapa dos, que consiste en ver los reflejos en piernas y brazos golpeando con un martillito, examina el campo visual en cada ojo, mira la retina con un aparato para darse una idea de problemas de circulación, y ya desesperado, toma la presión, el ritmo cardíaco y el respiratorio. Lamentablemente todo sale bien, y se dirige al escritorio para escribir una receta que justifique el honorario; está a punto de otorgar el pase de salida cuando escucha una luz al final del túnel.

“Fíjese doctor que a veces, cuando tengo que agacharme a recoger algo del suelo y me levanto, siento como que me mareo.”

“Hm, no le entiendo bien…  ¿le sucede siempre que se agacha?”

“A veces sí, a veces no. Por ejemplo, hoy me agaché para agarrar la pelota del perro, cuando me levanté ya estaba mareado, así que no supe a dónde la aventé, y ahora tanto el perro como yo la andamos buscando.”

“¿No será un caso de desorientación leve?”

“Es lo que yo pensé, doctor, y no quise darle importancia al asunto. Pero cuando veía que el perro seguía sin encontrar la pelota me alarmé y decidí buscar en el internet. Encontré algo que describe en forma aproximada mis síntomas. ¿No estaré padeciendo el Síndrome de Ortoli?”

“¿Síndrome de Ortoli?” pregunta el médico con sorpresa, pero se repone y continúa: “No, no creo, me parece que su caso es benigno, sus características no se adaptan perfectamente a ese cuadro clínico… habría que darle seguimiento a los síntomas…  hm… ¿por qué no anota usted esos incidentes y la siguiente vez analizamos su evolución?”

El rostro que sale del consultorio muestra felicidad y maldad, quizá por la emboscada tendida al médico, quien se queda esperando al siguiente paciente para probar suerte otra vez y ver si lo puede mandar a que le hagan un novísimo estudio que mide en angstroms el grueso de los nervios que llegan al cerebelo.

Pero la propia peregrinación está lejos de terminar porque una vez hacía tiempo, Antonio cometió la indiscreción de comentarle al doctor Raymundo que tenía permanentemente un zumbido en los oídos, que apareció en la infancia a causa de que una infección adquirida en la playa durante vacaciones. Ahora paga el pecado, puesto que Raymundo personalmente le programó una cita con el otorrinolaringólogo.

El nuevo doctor ya está enterado de aquel problema de cuando era niño, pero insiste en tono paternal que nunca es tarde para resolver las cosas, se emociona en su plática motivacional describiendo el oído absoluto de Mozart pero se detiene cuando está a punto de decirle que no tiene por qué morirse oyendo ese zumbido. Lo acuesta de lado, mira adentro de cada oído con un aparato que tiene una lamparita, regresa al oído derecho y mete en el conducto auditivo una varilla de acero terminada en gancho que al moverse produce cosquillas dentro de los oídos, salen cantidades industriales de cerilla y finalmente el doctor declara que al menos una vez al año hay que hacer una limpieza completa de los oídos, en voz alta para que la secretaria registre el dato y lo anote en la agenda.

Enseguida lo encierra en una sala aislada acústicamente, le coloca unos audífonos y le dice que debe levantar la mano correspondiente cuando empiece a oír algo con cada oído. Sigue una lista de frecuencias tan numerosa como las notas de un piano; cada una de ellas empieza muy suave y va subiendo el volumen hasta que se detecta el sonido. El doctor escribe con resignación palomitas en las casillas correspondientes a cada frecuencia y cada oído.

Al terminar, el paciente ya tiene varias preguntas acumuladas y empieza su turno para torturar al médico.

“Oiga doctor, ¿por qué nada más utilizan frecuencias puras? ¿No sería el examen más completo si por ejemplo, en vez de la nota do, lo hicieran a uno escuchar el acorde de Do Mayor, do-mi-sol?”

El doctor tocó alguna vez la guitarra y se saca de la manga una respuesta: “es que esa técnica podría desvirtuar el resultado del estudio, que trata de identificar umbrales de audición”.

“Está bien, doctor, pero acuérdese que todas las notas producen armónicos, que quiere decir que junto con la nota principal, por ejemplo el do, se producen también otras notas: do – sol – mi – si bemol. Por lo tanto, el resultado de todas maneras va a salir desvirtuado.”

El doctor no entiende lo que está pasando y le pregunta por el zumbido: qué tan intenso es, si le molesta, si le impide oír normalmente.

“No es muy intenso, ordinariamente tengo que fijar la atención para notar que existe. ¿Será porque ya me acostumbré? A veces sí me molesta, por ejemplo cuando estoy muy tenso, porque en esos casos en el oído izquierdo oigo la nota fa, y en el oído derecho oigo fa sostenido; usted sabe que es un acorde discordante, y eso hace que yo alternativamente me concentre en las emociones (lo que está en el hemisferio derecho) o en el pensamiento analítico (el lado izquierdo), y temo que a la larga pueda producirme esquizofrenia.”

El otorrinolaringólogo jamás ha visto un caso así, ni le han platicado, ni lo ha leído en el internet; solamente acierta a poner cara de sorprendido.

“Y con respecto a su pregunta de oír normalmente, pues yo creo que sí, ya que toco el piano.”

Cuando sale del consultorio siente que esta consulta no ha sido en vano, pero lamenta que no se le ocurrió antes la idea de los dos hemisferios, cuando estaba enfrente del neurocirujano. Ya nada más le quedan dos visitas: al radiólogo para que le haga un ultrasonido de la vejiga y  la próstata, y finalmente, con Raymundo. Siente que si libra bien el ultrasonido todo marchará sobre ruedas, puesto que Raymundo tiene la habilidad de diagnosticar ausencia de enfermedades mediante una simple conversación acerca de los compañeros de primaria. Rumbo al penúltimo tormento, recuerda que la última vez que le hicieron el estudio que va a enfrentar ahora: la máquina había calculado mediante imágenes y volúmenes la cantidad de orina que se desecha en una micción, y se ha preparado con un frasco vacío que ingresa de contrabando.

Durante el estudio la conversación transcurre agradablemente, porque el radiólogo es conocido de hace tiempo y se sabe la vida y milagros de todos los doctores de la ciudad, conocimiento que comparte generosamente con su visita, quien ahí se entera o confirma cuáles doctores le mandan enfermos al radiólogo con diagnósticos predefinidos, cuáles se encuentran actualizados en su disciplina y a cuántos se le ha muerto alguien en la consulta por algún descuido. Tanto los doctores como las instituciones de salud desfilan al matadero, pero los dos coinciden en que a pesar de todo, la salud pública es algo que se ha cuidado en el país, al extremo de que la clínica de especialidades del Seguro Social es excesivamente buena, porque disminuye la consulta particular haciéndolo mediante competencia desleal, es decir, con fondos públicos.

Después del primer ultrasonido, con la vejiga llena por los vasos de agua bebidos durante la plática, sigue el momento de ir al baño; ahí deposita en el frasco, mide la cantidad, lo tapa y lo guarda. Regresa al gabinete de ultrasonido y se somete a la segunda medición, para determinar el porcentaje de desocupación de la vejiga, el dato realmente importante para Raymundo. Como ya se les acabaron los médicos actuales, hablan de los médicos de antes, entre ellos el Dr. Macías Peña y el papá del radiólogo, que coincidían en su política de decirle abiertamente al enfermo si todavía libraba el problema en turno, o si era aconsejable hacer las paces con Dios. Conjeturan qué hubiera pasado con aquellos doctores de antes si tuvieran tantos estudios a su disposición antes de desahuciar al enfermo; el radiólogo, que está al final de la cadena alimenticia, dice que por lo que respecta a su papá hubiera sido lo mismo, porque en su especialidad se nutren de pacientes a quienes sus doctores les quieren alargar la esperanza, es decir, casi todos.

Finalmente, están listos los estudios. Se imprimen placas mostrando imágenes de los órganos estudiados, con medidas y volúmenes calculados por la máquina. El doctor mira los resultados y no escucha el tono artero de la pregunta  “oye, ¿y cuánto oriné esta vez?” sino que lo interpreta como una oportunidad para hablar a sus anchas de las bondades de su equipo, que acaba de importar de Alemania y le salió carísimo. Se hincha como pavo real e informa “la lectura de la máquina dice que produjiste la cantidad de 265.7 ml de orina”.

“Pues está mal.” El doctor pone cara de incredulidad, el paciente continúa “cuando vine aquí el año pasado me quedé pensando cómo podría un aparato calcular ese volumen, confieso que no supe, pero me hice el propósito de realizar una verificación por mi cuenta. Mira, aquí está el frasco con lo que realmente hice: 400 ml.”

El galeno se pone de todos colores, mira alternadamente la pantalla del aparato y el frasco que le están mostrando, trata de probar la ecuación 265.7 = 400, no puede, tampoco está acostumbrado a esta actitud impropia de alguien que ni es médico ni ha pagado un equipo así, y defiende a la máquina. “El aparato es preciso, lo calcula mediante volúmenes, mira te aclaro cómo es…” dice dando la explicación obvia, que la orina producida es el volumen de la vejiga antes menos el volumen de la vejiga después, todo según las mediciones del aparato, e insiste en que está correcto. Pero Antonio no se puede contener y todavía pregunta:

“Entonces explícame de dónde salió esta diferencia de orina, porque me crees, ¿verdad? No tiene caso de que yo intente falsear mis propios estudios.”

El doctor no sabe si le pusieron una trampa, si este señor que parecía tan amigo lo va a demandar o a subir la historia al youtube, y el encanto de criticar a los doctores se ha perdido ahora que él mismo desfila por el matadero. Sin embargo, el paciente le asegura que nada más quiso hacer una comprobación, le asegura que no tiene nada contra él y trata de confortarlo, pero siente que deberá esperar un tiempo prudente antes de regresar a ese gabinete de ultrasonido.

Cuando finalmente va con Raymundo, le cuenta la historia entre risas, pero confiesa que experimentó una ligera preocupación por el malestar del radiólogo.

“Es que ya ni la friegas, ¿cómo se te ocurre decirle eso? Ya me arrepentí de mandarte con él, también se va a enojar conmigo.”

“No entiendo a los doctores de hoy. ¿Para qué hacer una medición tan sofisticada e indirecta, con un aparato alemán más caro que un BMW, cuando lo más sencillo es proporcionar un vaso de cartón y pedir que se deposite ahí la orina?”

“Es que el aparato le costó mucho, lo tiene que desquitar.”

“Sí, sí, está bien. Pero una comprobación, una comprobación” insiste levantando las manos con seriedad pero sonriendo con maldad. “O qué: ¿los doctores no son científicos? Los resultados que arroja cualquier aparato tienen que verificarse por otro lado, y mientras más simple la comprobación, mejor.”

Demasiado tarde, Raymundo ha reconocido que cometió un error al enviar a este hombre difícil con sus amigos doctores. Ahora va a tener él que darles explicaciones a todos y tranquilizarlos, diciéndoles que Antonio es así, no hay que hacerle caso.


Comentarios

Paciente difícil — 2 comentarios

  1. Me super viajécon este relato. Me encantó; hasta cierto punto es relajante, intrigante y hasta me “crispa”. Saludos.

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