La carta en donde el general Zhou elogiaba al estratega Ming ante el Emperador contenía un mensaje secreto: prevenía al monarca de su ambición e inteligencia; la insinuación de que podría hacer surgir apariencias de que el gobierno había perdido el favor del Cielo, envió al estratega fuera de la corte: fue nombrado gobernador de una provincia empobrecida y lejana.

Ese territorio había estado en manos de administradores inútiles, no podía distinguirse desorden de pobreza; cada año el río inundaba los campos más bajos porque los diques estaban descuidados, el pueblo sufría pérdidas y malas cosechas. Pero los terratenientes, aliados con hechiceras, proclamaban periódicamente que para calmar al río tenían que desposarlo con una hermosa doncella, quien era entregada a sus aguas; los campesinos añadían al hambre el miedo de que una hija fuera arrebatada; muchos de ellos emigraban, creando tierras sin dueño que pasaban a manos de los terratenientes.

El día que Ming llegó iba a celebrarse una boda ritual en el río crecido; la doncella elegida, ricamente ataviada, lloraba despidiéndose de su familia. El gobernador los dejó hacer; cuando estaban por arrojarla al río, pidió acercarse para comprobar que su belleza era suficiente para aplacar las aguas; observó a la muchacha, hizo un gesto de disgusto y declaró:

“No es ni medianamente hermosa. ¿Las doncellas anteriores eran verdaderamente bellas?”

“Sí,” contestaron todos.

“Entonces deberemos intentar apaciguar al río de otra forma. Las hechiceras son quienes lo conocen mejor, ellas podrán hablar con él. Arrojemos a la más grande de ellas”.

La doncella salvada se arrojó a los pies del gobernador, besándolos; los terratenientes no supieron qué hacer, la gente no entendía lo que pasaba. Entre gritos y aullidos los guardias sujetaron a la hechicera, la adornaron con flores y la echaron al río.

Por la tarde, el río continuaba crecido. Dijo el gobernador:

“El río necesita otra ofrenda. Desposemos a la siguiente hechicera.”

Lo hicieron, y al anochecer las aguas continuaban anegando los campos. Ming declaró que esperarían esa noche, y en caso de no ceder el río, arrojarían juntas a las demás hechiceras.

Al día siguiente el río continuaba desbordado y las hechiceras habían desaparecido. El gobernador encaró a los terratenientes: “Puesto que sus consejeras ya no están, tendremos que aplacar al río de otra forma; después de todo, yo no sé si él espera un hombre o una mujer: arrojemos a uno de ustedes.” Y mirando al que estaba vestido con mejores ropajes, preguntó: “¿Quién es el que tiene más tierras?”

El terror se convirtió en esperanza en todos los demás propietarios; sus dedos, al unísono, señalaron al que siempre habían envidiado. Fue arrojado al río entre gritos y maldiciones, pero las aguas continuaron altas; en la tarde los terratenientes se postraron ante el gobernador, pidiendo clemencia.

“Ustedes se han aprovechado de esta gente por años, ustedes inventaron la historia. Pueden elegir entre arrojarse al río o ser exiliados con la ropa que lleven puesta.”

Ming realizó un reparto justo de las tierras quitadas a los terratenientes; mandó reconstruir los diques que se habían deteriorado con los años, ampliándolos.

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Fuente: 101 cuentos clásicos chinos, recopilación de Chang Shiru y Ramiro Calle.


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