Conozco a poca gente que haya plantado árboles: parece que ese tema es considerado ajeno a la mayoría de las personas, a pesar del refrán viejo como la vida hay que engendrar un hijo, plantar un árbol y escribir un libro. Pero sí conozco a varios autores de libros, y a muchísima gente que ha engendrado hijos, y creo que mi experiencia personal no tiene nada de personal. Es más fácil engendrar hijos, ya que la naturaleza nos conduce sin escalas, pero la naturaleza no nos ha enseñado que necesitamos nutrirla, por ejemplo con árboles.

Por otro lado, es decir, gente que destruye árboles, todos conocemos o al menos tenemos noticia de ellos. Por los rumbos de la Sierra Fría, por los caminos de Michoacán, en los alrededores del Nevado de Toluca me ha tocado ver bajar a camiones llenos de troncos recién cortados; no los trailers que circulan con madera en las autopistas, de los que puedo suponer que cuentan con los permisos. Hablo de camiones y camionetas de redilas que hacen su trabajo al amparo de la noche y de los caminos secundarios.

Y si no los vemos, podemos constatar sus actos. Por ejemplo, al recorrer la autopista México-Puebla se ven infinidad de claros en lo que hace años fue un bosque tupido. Desde México hacia Cuernavaca y hacia Toluca, la misma historia. Hay una distancia aproximada de unos 60 kilómetros entre Toluca y Atlacomulco, que hoy son terrenos planos que tienen algunos caseríos, algunos cultivos, y algunas fábricas; me cuentan que el bosque de La Marquesa llegaba hasta ahí. En otras zonas del país la costumbre precolombina de tumbar los árboles en un lugar, para sembrar ahí maíz, y luego repetir este algoritmo en otro lugar más adelante, ha dejado innumerables claros en el bosque. El camino que lleva de Zamora a Uruapan es hermoso, y sería tres veces más bello si no hubieran talado tanta superficie. Da pena ver que el bosque visto en la punta de un cerro se termina apenas se baja un poco, donde empieza en el llano algo que algún día pretendieron hacer tierra de cultivo. El cerro del Macuiltépetl, enmedio de Xalapa, se salvó en los últimos momentos de la depredación humana: algunos ciudadanos decidieron poner ahí sus casas, y algunos funcionarios decidieron autorizar los asentamientos. Ahora quedan nada más, todavía maravillosos, los últimos metros del cerro cubiertos de verde y de árboles. Los árboles que se siembran en las calles de cualquier ciudad tienen que protegerse con una jaula de madera… de nosotros, los humanos.

Al inicio de este sexenio se dio mucha publicidad a un proyecto nacional de reforestación. A la vuelta de un año fueron publicadas noticias en los periódicos del fracaso de ese proyecto, informando que se había sembrado sin planeación y sin control y sin seguimiento, es decir 100% a la mexicana, y que los millones de pesos gastados sirvieron para nada.

Sin embargo la actitud en la mayoría de las personas es franco desinterés, o hacerse a un lado diciendo que “la reforestación no es mi problema, porque yo no talo árboles”. Mi opinión es que este es un problema de todos, porque nos afecta y porque podemos y debemos participar, tanto en lo individual como en grupo, para devolver a México parte del verdor que ha ido perdiendo en el curso de siglos.

La deforestación tiene consecuencias nocivas para todos; ya que está más que documentada la absorción de bióxido de carbono (CO2) y producción de oxígeno por parte de las plantas, mencionaré en este artículo otras dos consecuencias un poco menos conocidas. La primera es la erosión del suelo. En internet hay una foto impresionante de un árbol que muestra sus raíces desnudas todavía un par de metros abajo de donde termina el tronco, ahí donde en condiciones normales estaría la superficie del suelo. La razón es que el suelo fue barrido con la erosión, y después de años el árbol quedó suspendido sobre las raíces. Naturalmente, ese árbol está en un terreno semidesértico, no está en medio de un bosque. Entre el viento y el agua, los dos agentes naturales más fuertes de la erosión, el suelo se vio convertido en polvo y acarreado a otros lugares. El río San Pedro en Aguascalientes arrastra dos clases de agua: cuando no ha llovido, son aguas negras de un color verde, como de agua encharcada, enlamada y maloliente. Después de una lluvia intensa tiene color café, el color de la tierra que está arrastrando y erosionando, este es el caso de la mayoría de los “ríos” que sirven de desagüe a una ciudad.

Los indígenas precolombinos que vivieron en el centro del país, que es una zona montañosa, conocían técnicas para evitar que la tierra se fuera erosionando con el viento y la lluvia: sembraban alrededor de las laderas de los cerros de tal manera que los surcos y la línea de sus plantíos recibiera el agua que se deslizaba del cerro de costado y no de frente. Además, hacían diques de piedra que servían para nivelar la superficie de los cerros, formando terrazas planas en donde el agua no corre por gravedad, sino se asienta.

Una situación que va unida a la reforestación es la resequedad del suelo, una situación inevitable en este momento en nuestro México, porque muchos meses al año no tenemos lluvia. Recién caída la lluvia, el viento no se lleva la tierra, porque está lodosa; cuando está seca la tierra, sin pasto y sin plantas, cualquier viento puede arrastrar toneladas y toneladas de suelo, erosionando todo el país, así como está sucediendo ahora. ¿Alguno de mis lectores ha visto tolvaneras en medio de un bosque? En cambio, todos las hemos visto en los terrenos desérticos. Esta es la otra consecuencia de la deforestación y de la resequedad del suelo: hay menos agua filtrada hacia las profundidades, y hay por lo tanto una disminución en nuestros mantos friáticos.

Este es un problema importantísimo. En toda la parte norte-central de México, la zona limitada por las Sierras Madre Oriental y Occidental, desde León hacia Estados Unidos, brillan por su ausencia las presas grandes, los ríos y los lagos. Hay muchas pequeñas presas y bordos que juntan el agua de lluvia, pero desde carretera y desde el aire es notable la falta de agua. Sin embargo, las ciudades que están asentadas ahí (León, Ags., SLP, Zacatecas, Torreón, Chihuahua, Saltillo, Cd. Juárez, Piedras Negras, etc.) reúnen a varios millones de personas que diariamente consumen millones de litros de agua potable. ¿De dónde sale? Mayoritariamente, de pozos que se agotan periódicamente y hay que excavar más profundo para obtener el agua. Todos los que vivimos en esa zona estamos viviendo de nuestras rentas, del agua juntada en los mantos friáticos durante muchos siglos, que la estamos agotando en menos de un siglo. Además los cultivos en esta zona utilizan principalmente agua de pozo, que agrava todavía más el problema de escasez de agua. Los árboles contribuyen a filtrar agua hacia los mantos friáticos, y es una de las muchas razones para tener tantos árboles como sea posible.

Para el escéptico y el desinteresado, quiero decirle que sí se puede reforestar, y voy a mencionar un ejemplo y a proponer una alternativa. El ejemplo, maravilloso, nos lo da un indígena de la sierra Mixteca en Oaxaca: Jesús León Santos tiene más de 20 años plantando árboles en esa zona. Desde joven se dio cuenta que su región sufría múltiples problemas por la erosión: suelos cada vez más pobres, cultivos reducidos, emigración a Estados Unidos, pobreza, desertización. Inició su labor casi en solitario, pero poco a poco siguieron su ejemplo los vecinos, y ahora nos reportan que han plantado cerca de un millón de árboles, que sus tierras han mejorado la producción en un 80%, que ha bajado la pobreza y la emigración en su zona. Su excelente labor le valió el Premio Goldman, otorgado anualmente por una institución privada norteamericana que apoya proyectos ecológicos. En la página

http://www.goldmanprize.org/2008/northamerica

puede leerse en detalle sobre la labor de este mexicano ejemplo para todos nosotros, incrédulos o indiferentes. El árbol que mencioné arriba, al que le fueron bajando el suelo con la erosión, aparece en ese mismo sitio.

La iniciativa de reforestar que tuvo el gobierno del presidente Calderón fue una medida excelente, pero mal implementada. Los árboles son como los niños, hay que cuidarlos un tiempo hasta que crecen y pueden vivir sin nuestra ayuda. Al igual que los niños, la etapa crítica son las primeras semanas o meses de vida, dependiendo de la especie. El ingrediente principal para que un árbol pueda crecer, es el agua administrada periódicamente. Lavar la conciencia ecológica de uno, plantando un árbol, no es suficiente: hay que plantarlo y ayudarle para que se vuelva adulto y pueda vivir por sí mismo. Pero si usted, lector, estuviera en el lugar del presidente y quisiera aplicar esta regla sencilla a unos cuantos millones de árboles distribuidos en los dos millones de kilómetros cuadrados que tiene México, entendería que no es un asunto simple. Por ejemplo, no funcionará la política de darle a cada ciudadano un árbol y decirle que lo siembre y lo cuide, puesto que la gente hará todavía menos caso que con las llamadas a misa y las invitaciones a votar. Además, sería otra vez un enorme desperdicio de recursos: imagine nada más la tarea de dotar cada ciudadano de un árbol; la simple logística de este proceso lo vuelve imposible.

Parte de la estrategia es elegir lugares concretos para realizar la reforestación, y no proponerse la quimera de “reforestar a México”. Si por un acto de magia se sembraran 2’000,000 de árboles distribuyéndolos uniformemente en los 2’000,000 de km2 del territorio, tendríamos un árbol por cada km2, es decir nada. Sería más provechoso y más simple concentrar todos esos árboles en Río Frío, por la carretera México-Puebla. Hay que seleccionar zonas específicas, digamos las faldas del Cerro de la Bufa en Zacatecas, la zona alrededor de la presa El Peaje en SLP, el bosque de La Primavera en Guadalajara, el cerro del Ajusco, los claros en la sierra de Chiapas, los cerros alrededor de Morelia, el bosque de Chipinque en Monterrey; no puedo nombrar aquí todas las ciudades del país, pero sí puedo sugerir al menos los bordes de todos nuestros caminos y carreteras.

¿Quién podrá hacerlo? Los años me volvieron escéptico y creo que una llamada a la población en general no resolverá nada. Pero cada año, según el censo del INEGI, llegan a los 18 años aproximadamente 1’000,000 de jóvenes que deben cubrir su servicio militar, y lo hacen asistiendo a los cuarteles, en donde se les pueden asignar tareas a discreción de su Zona Militar: deporte, entrenamiento militar, limpiar las calles, levantar una barda, alfabetizar, o plantar árboles. Esta mano de obra: un día a la semana, durante un año, un millón de jóvenes, es una oportunidad de oro para el país para avanzar en el proceso de reforestación. Entre las muchas cosas que pueden hacer estos jóvenes para cumplir el servicio militar beneficiando al país, considero que la siembra sistemática de árboles es una de las mejores. Los militares, con su disciplina y organización, podrían ser un excelente conducto para distribuir árboles y supervisar su siembra. La postura pacifista de nuestro país no está reñida con los valores cívicos; en unos años, los señores que hoy son reclutas podrán sentir el placer de ver crecidos los árboles plantados por ellos mismos.

jlgs/7.8.2010