Un día estaban dos arqueólogos haciendo excavaciones en el Monte Sinaí con mucho interés, les había llegado una noticia no interceptada por la CIA de que en cierto lugar del monte había restos inexplorados. Excavan y escarban, con cuidado separan el polvo de las piedras, hasta después de examinarlas minuciosamente deciden si son simplemente piedras del cerro o si tienen algún valor arqueológico. El jefe de la expedición, Yosif Ben-Yosef, está muy ocupado sacando tierra y arena, mientras su ayudante Salomón Bar-Hilel pasa el tiempo limpiando de polvo y arena una gran piedra que encontró enterrada; el jefe lo deja hacer, quiere probar su celo limpiando de polvo esa piedra que a él le parece inútil. El tiempo pasa y Salomón continúa con su piedra, hasta que el jefe mira al sol poniente, entiende que habrán de interrumpir su trabajo para respetar el Viernes, se exaspera y le pregunta en qué se entretiene tanto, por qué no lo ayuda a seguir excavando. “Jefe, esta piedra me parece antigua, aquí se ve algo parecido a una inscripción”. Yosif se acerca a ella, termina de limpiar la superficie; examina las inscripciones, su cara se vuelve de sorpresa y al final de horror: “No, no, hay que enterrarla de nuevo: ¡Son nuevos mandamientos, del 11 al 15!”
Las prohibiciones nunca han funcionado como se pretende oficialmente, desde las más sencillas como respetar las señales de tránsito hasta las más obviamente necesarias como respetar la vida ajena; por gusto, por necesidad o por rencor, la gente rompe una y otra vez lo que la religión y los moralistas y la ley han puesto en tablas de piedra, de madera o en papel. Las sociedades no pueden vivir sin leyes, porque la famosa “ley natural” que en teoría todos los humanos llevamos adentro de nuestro corazón, esa que nada más nos dice lo obvio, lo que es de sentido común: no matarás, no robarás, no mentirás; esa “ley natural” no es tan natural porque hay muchísimos humanos que necesitan el estímulo externo, la prohibición, para efectivamente respetarla. Y así, la historia del hombre muestra que forzosamente necesitamos los castigos, como un aliciente para respetar la ley, y que el castigo debe ser proporcional a la gravedad de la falta cometida.
Pero no todo en la vida está legislado, y las leyes siempre van rezagadas de los hechos. Después de observar en todo el mundo que las bebidas alcohólicas en exceso producen consecuencias dañinas, las distintas sociedades se ven forzadas a analizar el problema y a intentar una solución. La solución fallida más conocida fue la Prohibición que se promulgó en Estados Unidos hacia 1920, declarando ilegal la producción y almacenamiento y transporte de alcohol, pero no su consumo; resultó ser un esperpento legal puesto que según la ley podía consumirse alcohol pero no podía producirse y tampoco se podía vender, o lo que es lo mismo se podía y no se podía. El resultado neto fue que se mantuvo la producción, pero se hizo a las escondidas; se mantuvo el transporte y la venta del alcohol, pero a escondidas; aumentó la criminalidad porque fueron etiquetados como criminales todos los que participaban en ese comercio, y este ambiente fue caldo de cultivo para la formación de grupos delictivos armados y violentos. Después de unos años de experimento fallido los legisladores reconocieron el error y legitimaron el alcohol, sujeto a controles. En tiempos de Gorbachov el gobierno ruso trató de disminuir el consumo de alcohol y puso muchas prohibiciones, pero todo sirvió para que el pueblo en masa –probablemente el frío los obliga a consumir calorías en forma de vodka- se burlara del abstemio Gorbachov. Más inteligente que él, hacia 1900 el Ministro de Economía Sergei Witte estableció el monopolio estatal para la producción del alcohol, incrementando sustancialmente los ingresos del Estado.
Hay razones médicas y sociales para poner la atención en el alcohol y su compañero de parranda, el tabaco: ambos causan adicción, consumidos en exceso degradan al individuo, deterioran su salud y constituyen un problema social desde todos puntos de vista. Los dos productos, consumidos en exceso, son enormemente dañinos: el tabaco produce cáncer, el alcohol produce visión doble, confesiones inoportunas y también cirrosis. Los dos productos producen adicción, se vuelven un vicio y convierten al adicto en un esclavo del producto. Pero la sociedad ya vio que la prohibición absoluta no funciona, y está ensayando métodos indirectos para su control, por ejemplo regulando su venta, prohibiendo su consumo en ciertos lugares, impidiendo la publicidad en radio y televisión, etc. En mi opinión es lo adecuado, porque el problema ahí está y aunque se prohibiera su consumo, nada más surgirían vías alternativas, todas convertidas en delito, para su producción, transporte y venta.
Por otro lado tenemos la mariguana: desde el punto de vista de humo que entra en los pulmones es tan dañina como el tabaco, y desde el punto de vista del éxtasis producido es mucho menor que otras drogas como la cocaína y el cristal. Todas son sustancias adictivas y el consumo de cualquiera de ellas en exceso ataca la salud y degrada al individuo, por lo tanto la sociedad tiene que tomar medidas para evitar el consumo excesivo, pero la prohibición franca nunca ha funcionado, lo que da origen al actual debate con respecto a la mariguana. Desde que se descubrieron sus poderes recreativos, la mariguana llegó para quedarse y ninguna legislación va a impedir que se produzca y se venda, y todo lo que consiguen las leyes en contra es crear nuevos delincuentes por decreto y aumentar el nivel de criminalidad. Igual que en 1920 en Chicago, hoy en día los grupos delictivos en todo el mundo trafican con drogas, arriesgan el pellejo y la libertad, y ganan mucho dinero porque un resultado automático de la prohibición de una sustancia es el aumento de su precio.
La mariguana tiene efectos moderados, comparados a los del alcohol y el cigarro, cuando es consumida en pequeñas dosis. Sigue siendo una droga y es dañina, pero la realidad nos muestra que se seguirá produciendo y consumiendo, con y sin prohibiciones. Creo que la prohibición estricta es un asunto de miopía jurídica, de celo moralista, o de interés económico (por aquello de mantener artificialmente alto su precio, gracias a la ley que la prohíbe). Desde el punto de vista de la sociedad, me parece hipócrita satanizar a quien se fuma un carrujo de mariguana a la semana para relajarse o para sentir que está en contacto con sus antepasados, cuando esta misma sociedad autoriza la producción y el consumo de cigarros y de alcoholes y ha tomado frente a ellos una postura más sensata: controlar su venta en vez de prohibirla. Nuestra ley actual está coja, puesto que está permitido poseer para consumo personal hasta 5 gramos de mariguana, pero está prohibida la producción y el tráfico; algo parecido a la Prohibición en EEUU, se puede fumar mota pero no es legal comprarla, un absurdo legal.
Por otro lado, el Estado saldría ganando: en vez de gastar tanto dinero a perseguir criminales por decreto – como el agricultor que si produjera frijol apenas tendría para subsistir, produciendo mariguana tiene para comprarse una camioneta- recibiría dinero por las ganancias de las empresas dedicadas a su producción y venta. Y si se trata de prohibir drogas que vuelven idiota a la gente, ahí está la televisión comercial para empezar.
En caso de que a nuestros legisladores les falta valor, situación plausible, ya están cercanos algunos ejemplos: en Estados Unidos varias entidades (Colorado y Washington) hay aprobado leyes para regular producción y consumo de mariguana, y en Latinoamérica los uruguayos acaban de aprobar en su Cámara de Diputados leyes que controlan, no prohíben, la mariguana.

Comentarios

Mariguana y moral — 1 comentario

  1. tu punto de vista me parece sensato y oportuno, quiza hasta se acaben los nexos del gobierno con los carteles y se deje de gastar dinero en faramallas policiacas. saludos.

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