Fuera de México todo es Cuautitlán.

Tengo dos primeros recuerdos del DF. Uno de ellos es el departamento de mi tía Queta en la colonia Juárez, contando con su voz dulce y conciliadora que hacía poco hubo un temblor muy fuerte, “inclusive se cayó el Ángel”; el otro es un partido de futbol a donde nos llevó mi tío Antonio en un Pontiac ’54 con motor ocho en línea, en el trayecto platicaban mi tío y mi papá de las vías libres que se estaban haciendo en la ciudad para aligerar el tráfico; viajábamos de noche y era como ir en carretera, pero con iluminación. En el verano de 1968 visité la ciudad con el Chiflas (alias José Luis González Silva, hoy en día doctor) con la intención de conseguir financiamiento para nuestra graduación de prepa. Visitamos la oficina de Cantinflas, la Secretaría de Economía y algunas otras; no conseguimos nada de dinero, pero a cambio nos perdimos una tarde día que salimos a caminar por Reforma desde la Glorieta de Colón, hacia el Noreste, orientándonos con una Guía Roji de 1957 que yo había exhumado de la biblioteca de mi papá. Ubiqué la Latino en el mapa, veíamos la torre a lo lejos con sus luces altas, caminamos y caminamos esperando encontrar el fin de Reforma, pronosticado por la Guía Roji, pero nunca llegamos ahí. Después de algunas horas, el Chiflas me convenció de que o bien el mapa mentía o yo no sabía interpretarlo; desandamos el camino, en el hotel preguntamos a Recepción, y la empleada, muy amable pero con algo de burla, nos informó que entre 1957 y 1968 había pasado por ahí cierto regente Uruchurtu, quien había ampliado muchas calles de la ciudad, entre ellas Reforma, y por esa razón no le encontramos el final.

En el verano de 1970 llegué al DF para estudiar en la UNAM, junto con mi hermano Fernando. Vivimos en una especie de comuna pre-hippie (estábamos vigilados por un Gran Hermano que impedía excesos) ubicada en una casa cerca de Insurgentes y Extremadura que algún día fue hermosa, donde filmaron una película, pero el paso de generaciones de estudiantes le quitó cualquier lustre y los edificios al lado le arruinaron la vista; en mi época era como una señora que fue hermosa alguna vez pero que ahora vive rodeada de juventud y belleza, que mira con envidia la juventud deslumbrante y piensa con rencor que también ellas, si viven lo suficiente, conocerán su tristeza. El camión hacía media hora hasta la UNAM, y no teníamos miedo de recorrer la ciudad en camión o tranvía para ir al cine, nuestra diversión los fines de semana.

La ciudad de México siempre apestó a combustible quemado, pero el cielo todavía era de color azul. Vivimos un tiempo en Torres Adalid, cerca el WTC de Insurgentes; parado frente a la casa alcanzaba a mirar el fondo de la calle, muchos cientos de metros hacia el Oriente, a pesar de una ligera neblina que cubría permanentemente la ciudad. En 1974, cuando por fin hube ingresado a Matemáticas, vivía cerca del metro Villa de Cortés y trabajaba en una academia de ballet (acompañando al piano las clases) ubicada en Satélite. Salía de casa en mi VW modelo ’71 a las 15:30, tomaba Tlalpan-Viaducto-Periférico y llegaba antes de las 16:00 al trabajo. Otra academia donde laboré, en la Campestre Churubusco, era todavía más fácil de accesar y me quedaban 15 ó 20 minutos libres, que aprovechaba sentado en el parque de enfrente leyendo a Chéjov: ahí nació mi amor por él, que ha persistido y al que ahora, con muchos trabajos, puedo leer en ruso.

La ciudad era grande, pero habitable; en particular, porque era relativamente segura: se podía pasear con cierta tranquilidad, disfrutar los muchos parques y jardines de la ciudad, admirar casas y edificios hermosos, platicar con la novia en un jardín; también se podía circular por Reforma y aspirar frescura al llegar a las zonas altas, en vez del actual intoxicante humo de los escapes en cualquier embotellamento, en cualquier esquina, casi a cualquier hora.

Cambió mi vida cuando nació Rodrigo, en septiembre de 1981; la sensación y profunda convicción de que una parte de mí, separada de mí, habitaba también este mundo, me hizo revisar y modificar todas mis actitudes, tomé en serio la paternidad. Sofía llegó en 1983 y por esa época recordé que desde 1970 yo aborrecía cordialmente la ciudad, y empecé a hacer cuentas del tiempo que invertía en transporte: media hora de Tlalpan a la UAM-Iztapalapa, media hora de regreso a la UNAM, 20 minutos de la UNAM a casa en Tlalpan: 80 minutos diariamente. Al mes 1760 minutos, al año (suponiendo diez meses de trabajo efectivo) 17,600 minutos. Estimando una vida útil de 35 años, serían 616,000 minutos = 417.77 días = 1 año 2 meses dedicados al arte de estar sentado en el coche, circulando o embotellado. Se me hacía una cantidad monstruosa de horas-JoseLuis dedicadas a no hacer nada, y empecé a buscar una solución.

El temblor del ’85 nos sorprendió preparando a Rodrigo y Sofía para el Kinder, y fue la gota que derramó el vaso: además de mi condena de años-hombre subido en el coche, tendríamos todos en mi familia que soportar penas de tránsito semejantes, y los temblores. Recordé con insistencia que cuando buscábamos un departamento para comprar, hacia 1979, había muchas partes de la ciudad en donde se estaban construyendo edificios y colonias enteras; en matemática simple, esto significaba más habitantes en el DF, más coches en circulación, más tráfico y más embotellamientos. “Yo no quiero que mis hijos crezcan aquí”, fue la convicción que se desarrolló en mí. Las negociaciones familiares fueron difíciles, pero al final acordamos dejar el DF y venir a Aguascalientes a emprender un negocio software, ya que mi hermano Fernando, que a pesar de ser menor ha cuidado en varias ocasiones de mí, me había enseñado el oficio de programar.

Aguascalientes ha crecido, pero no es tan grande como el DF de 1970 que yo conocí bien; ni siquiera es del tamaño que recordaba mi tío Basilio, quien decía que la ciudad se terminaba, al sur, en el Viaducto. De vez en cuando les pregunto a mis hijos si están contentos con la decisión que en su nombre tomamos, dejar la capital y mudarnos a Aguascalientes; Sofía, que conoce los mini-embotellamientos de Guadalajara (comparados con el DF), dice que estuvo bien; Rodrigo y Lucía también aprueban, sin conocer el tráfico intenso. La última jugada que nos hizo el DF, el día que entregamos el departamento de Tlalpan en 1986, Beatriz y yo tomamos nuestro coche y enfilamos al Periférico al mediodía. Un poco después de Reforma se empezó a atascar el tráfico, avanzando a paso de rueda. Muchos kilómetros adelante descubrimos la razón, un tráiler volteado estorbando casi todos los carriles. El DF nos cobró con cinco horas desde Tlalpan hasta Tepozotlán la traición de abandonarlo, pero yo ya no estaba enojado, estaba contento porque había resuelto mi problema.

El gran problema del DF es que es culpa de todos y de nadie; todos y cada uno de los habitantes que viven ahí contribuyen con su granito de arena a hacer más difícil la vida en la ciudad. Cierto que el gobierno debería estimular la emigración de la capital, y casi todo el mundo se queda ahí porque no tiene otras opciones, pero las oportunidades en la vida se presentan (las menos) o hay que buscarlas (en su mayor parte). Entre muchísimos problemas, el centro del DF está edificado sobre arenas movedizas, que reflejan y amplifican cualquier temblor, la zona es una caja de resonancia para epicentros cercanos y lejanos. ¿De quién es la culpa? ¿De los españoles o de los aztecas? En el excesivo crecimiento de la ciudad yo advierto una de las características de nuestra personalidad, estar demasiado atenidos a lo que hacen los demás, carecer del carácter aventurero que tienen otros pueblos. En épocas de la Colonia, donde las grandes decisiones venían de España y pasaban por el Virrey, era natural que los ambiciosos vivieran en la capital o tuvieran casa ahí, pero cayó el  dominio español y seguimos siendo centralistas, la gran mayoría de las decisiones importantes en el país se siguen tomando en el DF, y los mexicanos, pendientes de la voluntad suprema, nos agolpamos alrededor de ella.

Por otro lado, el DF saca a relucir lo mejor de nuestra raza, la solidaridad frente a las desgracias. Al igual que en el ’85, los capitalinos se ofrecen para quitar escombros, rescatar a víctimas, llevar alimentos, ayudar a quien lo necesita. Ante una fuerte desgracia, el defeño no espera a que llegue el ejército ni el gobierno, él sale a la calle y ayuda, pone el ejemplo tanto a las zonas del país que viven alejados de esa clase de problemas, y a los lugares donde cada año hay desgracias naturales y la gente siempre espera ayuda del gobierno.

Es inútil culpar a las autoridades de que se cayeron los edificios, muchos de ellos fueron construidos hace más de cincuenta años, y además el hombre no puede hacer casas y edificios a prueba de cualquier fenómeno natural. Es inútil repetir que el 2º piso del periférico no resolvió nada, que el tráfico es cada día peor, que la contaminación sube; todos esos problemas son originados en principio de cuentas porque hay demasiada gente viviendo en un espacio reducido. Yo creo que la solución es individual, considero saludable que cada quien haga el ejercicio de multiplicar las horas diarias en transporte por meses y años de trabajo y ver el tiempo que dedicarán a lo largo de su vida a estar sentados o parados en coche, camión o vagón, renegando de la ciudad y de sus distancias. Algunos amigos que tengo en el DF me platican que hacen entre 2 y 2.5 horas de casa al trabajo, y otras tantas de regreso. Cinco horas diarias de transporte solamente son aceptables para quien es chofer, no para un usuario.

Los temblores fuertes son un problema esporádico, afortunadamente; el principal y cotidiano problema de la ciudad es el número de habitantes que tiene (23 millones, contando el área metropolitana), que necesitaría periféricos de cinco pisos y líneas de metro cuya construcción no puede pagar el país. El hacinamiento de población en esa pequeña área no lo va a resolver ningún gobernante, ni siquiera López Obrador promete acabar con el problema del transporte en la Cd. de México, quizá porque no hay borracho que coma lumbre. El problema de la sobrepoblación, que ES la sobrepoblación, solamente podrá resolverse individualmente, por medio de aquellos que con sus familias decidan incursionar en provincia.

También en San Juan hace aire.


Comentarios

Memorias del DF — 3 comentarios

  1. Es verdad que la Ciudad de México tiene demasiada gente, pero los problemas de vialidad no son solamente por eso. Hoy en Aguascalientes también uno gasta media hora en un trayecto de pocos kilómetros al medio día y la ciudad tiene menos de un millón de habitantes, y una densidad poblacional baja (porque somos una ciudad que crece solo para los lados y eso también produce más tráfico). La planeación de nuestras ciudades mexicanas es deficiente y es una muestra de todos nuestros vicios como país (la densidad poblacional no es un obstáculo para que muchas ciudades en otros lados del mundo sean mucho más habitables en todos los sentidos). Entre otras cosas, es cortoplacista y resulta siempre en una invitación para quien tiene los medios, a comprar un auto para estar lo más aislado posible durante los trayectos o porque, en los casos extremos, de plano ni siquiera hay otra opción para moverse de ciertos lugares a otros. ¿Quién quiere caminar por kilómetros y kilómetros de autopistas, sin banquetas? ¿Quién, si tiene otra opción, va a querer subirse al transporte a un público como el que hay en la mayoría de las ciudades mexicanas (con excepciones dentro de las mismas ciudades, como el macrobús en Gdl, que es el único transporte decente en toda la ciudad)? Hace falta voluntad de sacrificio o -en el caso de Aguascalientes- no tener que llegar a una hora precisa porque muy posiblemente el camión ni siquiera pase, ya no digamos que el camino sea tranquilo y que el chofer conduzca bien. Por eso en México, incluso en ciudades “pequeñas”, el tráfico es una desgracia (Oaxaca, por ejemplo). Y eso no tiene fin a menos de que cambiemos poco a poco ese chip cultural que dice, entre otras cosas, que solo los jodidos caminan y andan en camión.

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