Durante muchos meses acechó mis reflexiones un artículo de George Steiner, inquietante desde el principio: datos históricos correctos y conclusiones apresuradas, reflexiones que podrían ser acertadas pero afirmadas en otro contexto; no había manera de rechazarlo tajantemente pero sus conclusiones me incomodaban. Como se acostumbra en estos casos, dejé asentar mis pensamientos y ahora vuelvo a ellos. El artículo, como ahora lo veo, está extrañamente equivocado y vigente; se llama The Hollow Miracle (el milagro hueco), fechado en 1959 y habla sobre el milagro alemán de la posguerra[1].

La opinión que tienen los extranjeros acerca de Alemania ha cambiado mucho a lo largo de los años y además está muy polarizada, porque es una de esas naciones que lo mismo despiertan admiración que envidia, miedo o desprecio; este último, en el caso de Alemania, es casi siempre miedo bajo otro nombre.

Los romanos nunca pudieron conquistarlos, y terminaron por fijar el Rin como la frontera del Imperio, dejando libre al Oriente lo que hoy es Alemania. La región de Germania estaba habitada por muchas tribus, casi siempre guerreando entre ellas, de vez en cuando unidas por alguna causa común. Uno de sus jefes, Arminius, consiguió convencer a otras tribus de que la única manera de hacer frente a los romanos era uniéndose; reunidos consiguieron algunos éxitos hasta que irónicamente, el general romano de nombre Germánico reorganizó la guerra contra ellos y los venció. Arminius fue muerto a traición por uno de los jefes rivales, y su historia se convirtió en ejemplo y en mito para los alemanes: llevó a las tribus germánicas a su punto más alto durante ocho siglos, hasta que llegó Carlomagno. Hay una estatua enorme en el sitio probable de la batalla de Teutoburg, donde derrotó a los romanos hacia el año 9 D.C.; las grandes dimensiones son entendibles, tanto por la necesidad de cualquier país de héroes como porque efectivamente el liderazgo de Arminius contribuyó a fijar el Rin como la frontera del Imperio Romano. Sin embargo, lo que a alguien puede parecer correcto, vendrá otro que le encontrará el lado malo. Tal es el caso de la historiadora inglesa Cecile V. Wedgwood, quien escribió en 1942 un artículo llamado The German Myth (el mito alemán)[2], donde reflexiona sobre la posible inexactitud del sitio de la batalla, rebaja al héroe a la categoría de personaje de un libro de texto y ve en la veneración de los alemanes por Arminius más la necesidad de crearse un pasado glorioso, que una realidad histórica.

También opina Wedgwood sobre la mentalidad alemana, “desesperadamente ansiosa de que la fábula sea realidad, y que con un respeto indiscriminado para la autoridad y la palabra impresa… podrá malamente distinguir entre fábula atractiva y hecho real.” Al final de su artículo hace una alusión a otro personaje mítico alemán, Luis II de Baviera; menciona uno de sus castillos, señalando que no fue diseñado por un arquitecto sino por un diseñador escénico, y encuentra un paralelo con la debilidad de la historia alemana vista por los alemanes: no está basada en hechos ni escrita para la luz del día. No es arquitectónica, sino escénica.

The German Myth está fechado en 1942 y lo que pudiera decirse sobre esa época ha fatigado todas las imprentas del mundo; es entendible que reflexionando sobre el pueblo alemán en los años en que Hitler ya los había lanzado a una guerra contra el mundo, ella haya cuestionado el sano juicio de los alemanes; no se necesita mucha perspicacia para crear esa duda. Pero en otro libro –extraordinario, porque C.V. Wedgwood fue una gran historiadora- ella analiza las circunstancias que dieron origen a la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) y nos presenta un retrato del pueblo alemán muy poco halagüeño: gentes dedicadas a comer y a beber, capaces de hazañas de glotonería, donde su diversión era seguir bebiendo después de estar ya embriagados. Alcanza a mencionar que el idioma alemán era desconocido en el arte, invadidos como estaban por novelas, poesías y canciones francesas o italianas; su opinión está documentada por viajeros de la época que conocieron los excesos alemanes en la mesa. Pero en resto del libro, Wedgwood analiza con gran detalle, precisión y capacidad de síntesis, presentando a Alemania como el campo de batalla donde se libró aquella guerra, gracias a las maquinaciones de Richelieu quien logró hacer frente a una posible tenaza que envolvería a Francia entre Alemania y España, unidas por la familia de los Habsburgo.

El idioma alemán ha sufrido los embates de nuestra ignorancia. En toda América, el alemán es vastamente desconocido: para los latinoamericanos es ajena su estructura, su estricta sintaxis y el sonido de sus palabras, no guarda mayor semejanza con nuestro idioma, como sí sucede con el francés y el italiano; para los norteamericanos, quienes vinieron en su mayor parte de Inglaterra e Irlanda, donde hacía muchos siglos estaba olvidado el pasado común racial y de lengua con los alemanes, el alemán es un idioma excesivamente complicado. Para los latinos, el inglés tiene incontables palabras derivadas del latín y de esta forma nos brinda todos esos puentes para entendernos; el inglés es estructuralmente una lengua muy simple, no hay géneros ni declinaciones, los verbos son sencillos y las palabras cortas; en suma, vehículo ideal en lingua franca para los negocios y la comunicación en todo el mundo. En Latinoamérica, donde brincar la barrera del monolingüismo sigue siendo un reto para los gobiernos, el inglés ha acaparado sus esfuerzos y las escasas energías que el alumno promedio tiene reservadas para una lengua extranjera. Jorge Luis Borges, quien hablaba con soltura el inglés y conocía el francés y el alemán, escribió espléndidos ensayos sobre Shakespeare, Wilde y algunos autores menores de habla inglesa, pero del Fausto de Goethe opina “para los alemanes y austríacos el Fausto es una obra genial; para otros, una de las más famosas formas del tedio[3].” Yo he publicado varias traducciones de poesía alemana, pero veo que son mucho más frecuentadas las páginas que dediqué a Bismarck, a la guerra Ruso-Japonesa, o al CRIT; tristemente, no he recibido comentario de joven alguna que se sienta abrumada por los versos donde la muerte quiere atraer a una doncella:

Matthias Claudius
Der Tod und das Mädchen

Matthias Claudius
La muerte y la doncella

Das Mädchen:
Vorüber, ach vorüber
geh, wilder Knochenmann!
Ich bin noch jung! Geh, Lieber,
Und rühre mich nicht an.

La doncella:

¡Adelante, ay, adelante,
Vete, salvaje esqueleto!
¡Soy todavía joven! Continúa, querida,
Y no me toques.

Der Tod:
Gibt deine Hand, du schön und zart Gebild!
Bin Freud und komme nicht zu strafen.
Sei gutes Muts! Ich bin nicht wild!
Sollst sanft in meinen Armen schlafen!

La muerte:

Dame tu mano, tú figura tierna y hermosa.
Soy amiga y no vengo a castigar.
¡Levanta el ánimo! ¡No soy feroz!
Vas a descansar dulcemente en mis brazos.

El alemán se ha convertido en un arma para atacar a los alemanes; la razón no tiene que ser la ignorancia del idioma, porque Georg Steiner, escritor nacido en Francia y naturalizado norteamericano, vivió en un ambiente familiar trilingüe, donde se hablaba indiferentemente francés, alemán e inglés. En 1959 publicó The Hollow Miracle (el milagro hueco), cuya tesis fundamental es

El milagro alemán de la posguerra es efectivamente un milagro, pero hueco: existe una gran actividad económica pero en el corazón hay una sospechosa quietud (in the heart, there is a queer stillness). Lo que está muerto es el idioma alemán, puesto que no crea un sentimiento de comunicación.

La demostración de esta tesis milagrosa son varias páginas en donde recuerda, una vez más, los horrores del nazismo y la influencia que tuvo en el idioma. Gentilmente proporciona algunas claves para definir cuándo lleva un idioma el germen de la disolución:

  • Antiguas acciones mentales que un día fueron espontáneas se vuelven hábitos congelados (dead metaphors, stock smiles, slogans).
  • El estilo cede lugar a la retórica.
  • En lugar de un uso preciso del lenguaje, aparece la jerga.
  • El lenguaje ya no afila el pensamiento sino lo vuelve borroso.

Y finalmente anuncia que “esto ha sucedido en Alemania”. Quizá el señor Steiner escuchó suficientes voces en 1959 y leyó suficientes libros y periódicos alemanes para convencerse de su tesis, pero no lo transmite en su artículo. En poco menos de una página enuncia la tesis y pronuncia que las definiciones pueden sustituir a una prueba; en un campo tan debatible como es el lenguaje, donde las ideas y los argumentos sin referencias concretas no son sino expresión de una opinión, nos faltan los ejemplos y las referencias. Sin embargo, las siguientes diez páginas están dedicadas a encontrar las causas de esta (presunta) muerte del idioma alemán, empezando con el peregrino argumento de que los más grandes genios del idioma vivieron antes de que se unificara Alemania en 1870 bajo Bismarck; este argumento es cierto en español (no ha vuelto a nacer Cervantes), en inglés (ningún poeta puede compararse a Shakespeare), en portugués (tampoco ha renacido Luis de Camoens) y en italiano (Dante sigue siendo una estrella solitaria en ese firmamento), y no podremos decir que ninguno de esos idiomas esté muerto porque no han renacido genios parecidos a aquellos.

Pero Steiner menciona algo muy importante: el cambio en la mentalidad alemana que produjo la  unificación de 1870: anteriormente eran pequeños reinos, preocupados por su entorno inmediato; una vez unidos bajo Prusia, juntaron fuerzas, se convirtieron en una potencia industrial y dedicaron una gran parte de sus energías a hacer crecer su poder militar, ignoraron el balance de fuerzas que sabiamente había fijado Bismarck y terminaron embarcados en una guerra en dos frentes contra fuerzas numérica y económicamente superiores; el ejército alemán, que en teoría podría vencer a cualquiera de sus oponentes por separado, fue incapaz contra todos ellos reunidos. Al final perdió Alemania, desapareció el Segundo Reich y el país entró en una etapa de incertidumbre política y de hiperinflación. Aparecieron dos rencores dentro de la mentalidad alemana: que no habían perdido la guerra sino que fueron traicionados por los comunistas, y que las especificaciones del Tratado de Versalles, a pesar de la palabrería utópica del presidente Wilson, imponían a Alemania condiciones humillantes de las que tarde o temprano tendrían que liberarse; ni siquiera la responsabilidad de haber iniciado la guerra fue aceptada, sino endosada a Rusia y a Austria.

La década 1920-30 fueron anni mirabilis: Bertold Brecht, Thomas y Klaus Mann, Reiner Maria Rilke, Kafka como escritores; Käthe Kollwitz en la pintura, Josef von Sternberg en el cine, quien dirigió El Ángel Azul. Estos creadores estuvieron a la par que los grandes escritores y artistas contemporáneos, como Faulkner, Stravinsky, Proust, Picasso. Durante esos breves años, el pensamiento y el arte alemán brillaron como en sus mejores tiempos, pero a partir de 1930 empezó a tomar el poder el nazismo y las cosas cambiaron drásticamente en el pensamiento y en el arte, para mal.

Steiner hace una crítica de la propaganda bajo los nazis que es estremecedoramente actual. Ese genio de la propaganda y la imagen que fue Joseph Goebbels, creó para los alemanes una imagen de poder y de gloria en donde la figura central era el Führer, quien los elevaría por encima de los demás pueblos, les daría la revancha contra las humillantes condiciones de Versalles y les proporcionaría el necesario Lebensraum donde la raza aria se multiplicaría y dominaría a las razas inferiores. Las palabras y su significado fueron torcidas, las palabras fueron vestidas de imágenes y al final, se olvidaron palabras y contenido, quedó nada más la imagen. El genio de la publicidad fue ayudado por un genio de la oratoria, Hitler, y entre los dos convencieron a los alemanes de su destino superior, de su mejor condición, y de que estaban en posición de exigir. Una mentalidad así exige culpables y enemigos; el culpable ya no fueron las lejanas potencias aliadas en Versalles sino el conveniente chivo expiatorio que eran los judíos, a la mano en cualquier ciudad alemana; el enemigo fueron los rusos comunistas. “Se modificó el uso del lenguaje para que sirviera a los intereses del Reich”, escribe Steiner, y nos proporciona una lista de abominaciones hechas por los nazis con las palabras:

  • Partes de guerra totalmente falsos, principalmente en los últimos meses del conflicto.
  • Lenguaje infectado de bestialidades, refiriéndose a otros seres humanos como ratas, sabandijas, escoria, mierda, subhumanos.
  • Insultos de las SS a los judíos que internaban en los campos.
  • Gran cantidad de escritores e intelectuales muertos en los campos.
  • Muchos escritores y científicos exiliados.

Alemania perdió para siempre algo enorme e irrecuperable con la emigración de esos talentos, y con ello ayudó a labrar su desgracia. Por ejemplo, una buena parte de los científicos que trabajaron en el Proyecto Manhattan para construir la bomba A fueron judíos emigrados de Alemania, como Teller, Ulam, Szilard y von Neumann. Thomas Mann, una vez emigrado, fue despojado de sus títulos por la Universidad de Bonn, y contestó al rector de esta manera:

El misterio del lenguaje es uno grande; la responsabilidad por un lenguaje y por su pureza es de una clase simbólica y espiritual; esta responsabilidad no nada más tiene un sentido estético. La responsabilidad por un lenguaje es, en esencia, responsabilidad humana… ¿debería un escritor alemán, hecho responsable a través de su uso habitual del lenguaje, permanecer en silencio, completamente en silencio, frente al daño irreparable que se comete diariamente, y es cometido en mi país contra cuerpo, alma y espíritu, contra justicia y verdad, contra los hombres y contra el hombre?

Los escritores que permanecieron en Alemania fueron reducidos al silencio, exterminados, o se convirtieron en lacayos del nazismo; unos pocos trabajaron en secreto y años después exhumaron sus obras.

Una vez concluida la guerra, escribe Steiner, durante unos tres años los alemanes sacaron a la luz, poco a poco, la verdad, y se examinaron. Regresaban los soldados del frente, narraban lo que habían hecho en Rusia, en Francia y en Noruega, y el pueblo se iba enterando de horrores y abusos. Pero en 1948, con la adopción del Deutschmark, los alemanes se concentraron en la reconstrucción, en el ascenso económico, y olvidaron su pasado inmediato. “Millones de alemanes se dijeron a sí mismos y a los extranjeros que el pasado no había sido así, que estaba siendo exagerado”, se declararon inocentes e ignorantes de las atrocidades nazis y se concentraron en olvidar y trabajar. “La historia de la posguerra ha sido de disimulación y olvido deliberados”, termina declarando Steiner.

Hay poco que refutar con respecto a lo dicho acerca del período nazi, pero la tesis de Steiner no es sobre lo que pasó durante la guerra sino lo que está pasando después, desde 1945 hasta 1959 (cuando escribió el artículo) y al menos hasta 1968 (cuando redactó una nota que sostiene su posición original) o quizá en 1989, fecha de edición del libro que poseo. El grueso del artículo está dedicado a narrar lo que sucedió durante el período nazi, no después, como lo presume el título; las atrocidades nazis son narradas con relativa sobriedad, pero el período posguerra –el crucial a la tesis del artículo- es tratado brevemente, con superficialidad, y sin ejemplos. Argumentar que un lenguaje está muerto es una acusación seria y requiere pruebas, no basta la simple acusación. Faltan ejemplos, faltan citas de libros y periódicos, revistas o programas de radio donde se siga hablando el alemán vacío de contenido que se habló durante el nazismo. Personalmente no he sabido de ningún lugar en la prensa o literatura alemana en donde se vuelva a llamar Schwein (cerdo) a ningún judío, ni proporciona el autor citas que nos convenzan que el alemán no ha recuperado, para empezar, la libre expresión del pensamiento, lo primero que es bloqueado por los regímenes totalitarios. Es cierto que la mayor parte de los genios alemanes, no únicamente en el lenguaje sino en todos los campos, fueron anteriores a la guerra, pero Steiner está considerando los catorce años que pasaron entre 1945 y 1959, y ve con desesperación que en catorce años todavía no aparecen tantos genios como en los siglos anteriores. Lo milagroso sería que sí aparecieran tantos genios en tan poco tiempo.

Leído y releído el artículo, su argumento se reduce a la opinión de George Steiner: los alemanes no se han arrepentido lo suficiente de los crímenes de guerra. Si es así, su opinión se respetará; si se trata de decir que lo que sucedió en la guerra necesariamente implica la muerte actual del idioma alemán, es completamente debatible.

Ya en 1959, escritores como Heinrich Böll y Gunther Grass habían publicado ensayos e historias en donde examinaban y criticaban el pasado nazi de Alemania; el Gruppe 47, una organización informal de escritores, se reunía periódicamente y analizaban sus escritos, donde examinaban su pasado y los caminos futuros posibles para su patria; en este sitio está publicado un artículo donde traduzco poesías alemanas de la posguerra, en las que hablan de culpa y arrepentimiento[4]. Además, como país, es el único en el mundo en donde públicamente se reconocen los errores antiguos y se han tomado medidas para no volver a caer en ellos. El reconocimiento de estos errores y horrores llevó a Alemania a aceptar indemnizar a los judíos por las pérdidas sufridas en la guerra, y ha pagado al estado de Israel billones por este motivo.

Hay una película francesa acerca de la primera guerra mundial, Joyeux Noël (Noche de Paz), dirigida Christian Carion en 2005. Las primeras escenas presentan a niños ingleses, franceses y alemanes rezando en sus escuelas y rogando a Dios que preserve a sus bravos soldados y que los ayude a aniquilar al enemigo; todos los niños dicen lo mismo, varían solamente los idiomas y los objetos de sus oraciones: el que es bravo soldado para los niños ingleses, merece morir para los alemanes. Los lenguajes oficiales en tiempos de guerra se convierten todos en herramientas de propaganda, para denostar al enemigo y reforzar el patriotismo y los sentimientos de deber hacia la patria; todos ellos preparan el camino para que los hijos de la patria vayan a morir a los campos de batalla.

Una buena parte de la propaganda nazi estuvo alrededor del Lebensraum, el espacio vital que Alemania conseguiría al Oriente, a costa de pueblos “inferiores” como los eslavos, para poder florecer ahí. Sucede que el concepto de Lebensraum tampoco lo inventaron los alemanes: con otro nombre aparece en la mitología norteamericana, dentro del concepto de Manifest Destiny[5], que popularizó entre los norteamericanos de mediados del siglo XIX la idea de que ellos, como pueblo elegido por Dios, estaban destinados a gobernar todo el Oeste. Una forma encubierta de este destino manifiesto se puede leer entre líneas en la Doctrina Monroe[6], establecida desde principios del siglo XIX. La diferencia entre alemanes y norteamericanos es que los primeros no consiguieron ningún territorio y en cambio terminaron perdiendo mucho: por ejemplo la Prusia Oriental, donde está Kaliningrad (antigua Koenigsberg), pertenece ahora a Rusia; en cambio los norteamericanos sí llevaron a cabo la conquista de su Lebensraum, a costa de los indios y de México. El historiador norteamericano Ernesto Chávez menciona en The U.S. war with Mexico[7] la canción que cantaba la gente en Nueva York en 1846, estimulando al país a la guerra:

The Mexicans are in our soil
In war they wish us to embroil;
They’ve tried their best and worst to vex us,
By murdering our brave men in Texas.

Los mexicanos están en nuestra tierra
Quieren enredarnos en guerra;
Han tratado lo mejor y lo peor para vejarnos,
Asesinando a nuestros valientes en Texas.

El texto de esta canción es un perfecto ejemplo de la perversión del lenguaje que menciona Steiner. A partir de la afirmación “los mexicanos están en nuestra tierra” puede concluirse lo que uno quiera; el punto crucial es que cantada por el populacho norteamericano, era un grito patriótico, que estimulaba a los compatriotas a enlistarse para la guerra, sin cuestionar a quién pertenecía Texas e independientemente de cualquier tratado que los norteamericanos pudieran haber firmado, como Adams-de Onis, que en 1819 estableció que Texas era parte de México. El mito alemán de la superioridad de la raza aria se encuentra, actualizado, en ese arrogante mito del “excepcionalismo norteamericano”, que desde principios del siglo XX ha sido utilizado como patente de corso para imponer su voluntad en distintas partes del mundo.

Ya desde la época de los cincuentas se habían tenido suficientes ejemplos en el mundo “libre” de que el lenguaje pervertido no era patente alemana, por ejemplo la cacería de brujas que organizó Joseph McCarthy para eliminar a comunistas y enemigos de Norteamérica. O bien, la discriminación racial contra los negros en EEUU, todavía en 1957 cuando nueve niños negros tuvieron que ser protegidos por el ejército para integrarse a una escuela de blancos en Little Rock, Arkansas, y sin ir más lejos, la Declaración de Independencia, proclamando que “todos los hombres son iguales” pero permitiendo que existiera la esclavitud. Eso también califica para perversión del lenguaje.

En todos los países imperialistas se cuecen habas. Los rusos, que empezaron a crecer hacia el Oriente desde la época de Iván el Terrible (hacia 1560), miraron su avance no nada más con adquisición de territorio y riquezas, sino como el destino de ellos a dominar todos los pueblos que se encontraran ahí, como lo dice el poema de Lermontov:

¡Circasianos, ya no luchéis! Os guste o no,
tanto Este como Oeste compartirán vuestra suerte.
EL tiempo llegará: vos diréis, con aplomo:
“Soy un esclavo pero mi Zar gobierna el mundo.”
El tiempo llegará: el Norte será agraciado
Por una extraordinaria nueva Roma, un segundo Augusto.

De manera semejante, podremos encontrar aquellas razones disfrazadas bajo otras diferentes en la conquista española de América, en la expansión de China, en las guerras de los emperadores antiguos como Alejandro. Los que empezaron a darse cuenta de que era “políticamente incorrecto” hablar de conquista y de sojuzgar otros pueblos fueron los ingleses, quienes establecieron colonias en donde respetaron la cultura autóctona, al revés de los rusos, por ejemplo, quienes trataron de convertir a los siberianos al cristianismo y a su propia cultura.

Los nazis no inventaron la propaganda, nada más la perfeccionaron y la llevaron a extremos; los nazis no fueron los únicos en exterminar el alma del idioma, vaciarlo de significado y convertirlo en una herramienta al servicio de otro fin, esto es algo que modernamente se hace en casi todo el mundo, principalmente al servicio de dos fines: la propaganda comercial y los intereses económico-militares de algunas naciones. Hace unos veinte años se consagró en México la frase “una imagen dice más que mil palabras”, hablando del poder de la imagen como herramienta de persuasión. La historia reciente del arte de la publicidad es precisamente eso: vaciar al lenguaje de su contenido y sustituirlo por la imagen, todo con el objetivo de orientar la conducta. No se argumenta para demostrar que un producto es mejor, sino se proporcionan imágenes motivadoras y palabras vacías, lenguaje carente de contenido que enmascara un único objetivo: modificar la conducta del recipiente en favor del objetivo señalado. El lenguaje se ha trivializado y se ha convertido en slogan, como dice Steiner de la Alemania nazi: todo es grito, o sugestión, o alusión a sexo y placer, o silencio; no se proporcionan elementos para que el público se informe y forme una opinión sobre los productos, sino se le empuja para que se deshaga de su pensamiento y su voluntad, y siga dócilmente el rebaño de todos los que ya han comprado el producto. Hace unos veinticinco años era famosa la frase “tanta gente no puede estar equivocada” que argumentaban los vendedores de IBM para tratar de convencer a sus prospectos; dicho en otras palabras “siga al rebaño, conviértase en un ser sin pensamiento y sin voluntad”.

Esta degeneración del lenguaje, verse relegado a mero vehículo de sonidos sin contenido, es un invento de la publicidad moderna, principalmente la norteamericana. El lenguaje se ha vuelto un instrumento en manos de la industria, con casi todos los agravantes que se le podían adjudicar al alemán de los nazis: elimina todo contenido racional y el único mensaje es emocional: despertar en el recipiente un deseo –si se puede una necesidad, tanto mejor- de comprar el producto anunciado. No importan los medios, no importa que el spot televisado sea ofensivo al intelecto; se trata de inducir a la gente a que compre, y siempre habrá personas dispuestas a idiotizarse entre interrupciones de su programa favorito. Cualquier idioma en que se publican anuncios comerciales –es decir, casi todos- es víctima de esta degeneración, pero la víctima principal es, paradójicamente, el idioma de adopción de Steiner, aquel en que publicó el artículo mencionado: el inglés. Puesto que se habla en todo el mundo, el mensaje muerto que envían los publicistas tiene que refinarse a través del medio más ubicuo de todos, precisamente el inglés.

El lenguaje muerto, de acuerdo a la definición de Steiner, también está al servicio de la desinformación, y aquí encontramos dos ejemplos sobresalientes: el acto de vendernos a un candidato en esta mal llamada democracia, y la suavización de noticias terribles, como una guerra “necesaria” o el rescate de los bancos en la crisis de 2008. En estos casos vemos a un lenguaje en donde no se da información precisa, y lo que se informa no se hace para que el público analice y forme su propia opinión, sino para que acepte y digiera la noticia que le quieren dar, y acepte la decisión que ya fue tomada en la cúpula. Las guerras en que periódicamente participan los Estados Unidos van precedidas de una campaña en donde se “informa” al público del grave peligro para la humanidad que representa tal o cual país, y la necesidad de intervenir militarmente para preservar la democracia y los valores occidentales. ¿Por qué precisamente esas guerras, como la del Golfo y la invasión de Irak? Por la riqueza petrolera de los países que serían liberados, lo cual nos lleva a concluir que los ejércitos nacionales que pelean esas guerras de invasión son en realidad ejércitos mercenarios de las grandes compañías petroleras, quienes mediante un camino más tortuoso que una contratación normal de mercenarios, en la práctica utilizan a los ejércitos de algunos países para que les hagan el trabajo sucio. Si verdaderamente quisieran terminar con todas las guerras en el Medio Oriente, la solución es muy sencilla: cero ventas de armas a esos países, que peleen con las armas de la antigüedad.

En septiembre pasado fue publicada una noticia en periódicos del mundo: cuarenta y tres veteranos de guerra israelíes se niegan a servir en territorios de Palestina[8], alegando que “los extensivos servicios de inteligencia que su unidad reunía acerca de los Palestinos, muchos de ellos personas inocentes, era utilizado para ‘persecución política’ y para crear división en la sociedad palestina”. La noticia es sorprendente en el contexto de la última guerra librada por el Estado de Israel, pero a la vez arroja una esperanza, ilustrando el hecho de que no todos los judíos piensan como Netanyahu, su primer ministro; George Steiner y Noam Chomsky, por ejemplo, son críticos del Estado de Israel. Naturalmente, viene la reacción de las autoridades israelíes, quienes en boca del Ministro de Defensa declaran que esos refuseniks son criminales y les caerá encima el peso de la ley. El lenguaje está pervertido, en este caso el hebreo: no se responde a lo que dicen los militares rebeldes, no se cuestiona si es cierto o no la existencia de aquella vigilancia de todos los palestinos, inocentes o no, no encara la acusación de que se expropian grandes terrenos para asentamientos judíos y que los palestinos son tratados como ciudadanos de tercera; los militares recalcitrantes son etiquetados de criminales y amenazados con el peso de la ley. En un testimonio grabado de otro miembro de la inteligencia israelí[9], se revela que “una parte significante de nuestros objetivos son gente inocente, desconectados totalmente de cualquier actividad militar.” Sin embargo, todas esas actividades se declaran en Israel como actos de defensa, sosteniéndose en el derecho de Israel a defenderse de sus enemigos. La triste realidad es que en cualquier guerra, librada por cualquier nación, el lenguaje se muere y es convertido en simple vehículo de la propaganda oficial.

Steiner tenía razón, pero no sobre Alemania. Este es el único país con tradición militar que públicamente ha repudiado su pasado militar y mira el futuro con un espíritu pacifista, todos los demás países así mantienen ejércitos prestos a lanzarse a las guerras que les señalen; la conscripción militar es voluntaria, y puede cumplirse haciendo trabajo social. Alemania enseña en sus escuelas lo que pasó en la Segunda Guerra Mundial como un ejemplo de lo que no debe de hacerse; me gustaría que alguien me citara otro ejemplo de un país en donde enseñe a sus niños acerca de sus propios errores, para que generaciones futuras no los vayan a cometer. A pesar de las fraternales exhortaciones de EEUU para que los países europeos gasten al menos el 2% de su PIB en Defensa, Alemania nada más dedica a ello el 1.5%; EEUU gasta aproximadamente el 4% de su PIB en Defensa.

Una de las artistas en desgracia citadas por Steiner es Käthe Kollwitz (1867-1945), pintora y escultora alemana. Ella creó muchas obras de gran calidad, por ejemplo una escultura donde los padres lloran al hijo muerto; los dos están separados, hincados en el suelo, mirando al frente; no hay contacto ni consuelo entre ellos. La obra es tan elocuente en su desolación que ni siquiera la pena del hijo muerto aparece compartida entre los padres[10]. Kollwitz dibujó también un boceto antiguerra, donde muestra a un joven con el brazo levantado gritando “Nie wieder Krieg” (nunca más la guerra). La obra fue realizada en 1924, y en esos años Alemania no entendió la lección, pero ahora sí. Mientras los demás países no aprendan esta misma lección, el texto de Steiner estará vigente para ellos.

Kollwitz-NieWiederKrieg

Posdata. Quiero agradecer a Nicholas S., de www.artsy.net, quien me sugirió colocar una liga a su sitio, en donde aparece una serie de obras de Käthe Kollwitz. Allí encontrará usted pinturas sumamente elocuentes, en donde hallamos una extraña concordancia entre artistas lejanos, ya que algunas de ellas guardan cierto parecido con los muralistas mexicanos, quienes, al igual que Kollwitz, intentaron capturar el dolor y la impotencia del pueblo ante la desgracia. Esta es la liga: https://www.artsy.net/artist/kathe-kollwitz

 

[1] George Steiner: The Hollow Miracle, contenido en A Reader, Oxford University Press, New York 1984.

[2] C.V.Wedgwood: History and Hope, essays on History and the English Civil War, E.P.Dutton, New York 1989.

[3] Sobre los Clásicos, contenido en Otras Inquisiciones (1952)

[4] https://jlgs.com.mx/articulos/historia/los-demonios-colectivos/

[5] https://jlgs.com.mx/articulos/historia/mexico-y-eeuu/destino-manifiesto/

[6] https://jlgs.com.mx/articulos/historia/mexico-y-eeuu/doctrina-monroe/

[7] Ernesto Chavez: The U.S. war with Mexico, Bedford/St. Martins, Boston 2008

[8] http://www.theguardian.com/world/2014/sep/12/israeli-intelligence-reservists-refuse-serve-palestinian-territories

[9] http://www.theguardian.com/world/2014/sep/12/israeli-intelligence-unit-testimonies

[10] http://en.wikipedia.org/wiki/K%C3%A4the_Kollwitz#mediaviewer/File:Het_treurende_ouderpaar_-_K%C3%A4the_Kolwitz.JPG


Comentarios

Sobre el milagro alemán — 5 comentarios

    • Durante unos cincuenta años ha sido común considerar la Alemania nazi como el epítome de la maldad, y colgarle todos los pecados del mundo. En algunos casos, como el artículo de Steiner que analizo, la crítica no es convincente con respecto a Alemania, pero sorprendentemente es aplicable a muchas situaciones de hoy en día; por esta razón vale la pena releer el texto de Steiner, tratando de sustituir “Alemania Nazi” por “país imperialista” o “propaganda comercial moderna”; veremos que hay muchos lugares en ese artículo en donde es válida la sustitución.
      JL

    • Gracias, Yoli. El tema es muy interesante, porque Alemania fue el malo por excelencia durante muchos años, como ahora son los rusos. A ambos países les cae encima el peso de la (in)justicia norteamericana, sin hacerles (verdadera) justicia.
      JL

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