(este es el primero de una serie de artículos sobre grandes diplomáticos)

1 – Europa hacia 1620

Los últimos restos del Imperio Romano se extinguieron después de la 1ª Guerra Mundial cuando cayeron los imperios ruso, alemán y austro-húngaro, pero aquel imperio había recibido el golpe mortal tres siglos antes, hacia 1630. En el año 330 el emperador Constantino dividió el imperio en dos partes, Roma y Bizancio; con los siglos, cada una siguió un camino cada vez más separado. La parte romana cayó hacia el año 435 cuando los bárbaros invadieron Roma, y estuvo latente durante algunos años hasta la navidad del año 800, cuando el Carlomagno se hizo coronar por el papa como Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico (SIRG). Esa extraña mezcla de características (romano, germano, santo) se había mantenido como un imperio, con altibajos, hasta principios del siglo XVI, donde variaban los pueblos que lo componían pero siempre conservaron una línea de apego y de defensa de la religión cristiana. Con la Reforma Protestante iniciada por Martín Lutero en 1517, Europa se dividió en dos bandos: el norte protestante, el sur católico; el Sacro Imperio se convirtió entonces en paladín del lado católico, que tomó para sí el honor de defender la fe católica, y el derecho de sojuzgar a los pequeños estados protestantes del norte de Alemania.

Nuestros siglos cínicos empezaron por separar la Iglesia y el Estado y terminaron por no creer ni en la Iglesia ni en el Estado; no siempre fue así, cínicos y creyentes ha habido siempre. Le atribuyen al rey Enrique IV de Francia la frase “París bien vale una misa” cuando aceptó la condición de abjurar del protestantismo para poder ser coronado; en otro extremo está el emperador austríaco Fernando II, católico intransigente que quería conquistar a los estados protestantes del norte e imponerles su religión. Pero las acciones de dos hombres nada más no determinan la historia, se necesitan siglos para que muera una idea y emerja otra en su lugar. Hacia 1600 los estados europeos, todos, se manejaban –al menos nominalmente- bajo la influencia de valores universales basados en el Cristianismo. En lenguaje moderno, la religión estaba metida en los asuntos de Estado; en términos más prácticos, significaba que el rey decidía la religión de sus súbditos. Sin embargo, no puedo hallar en lo poco que conozco de esa parte de la Historia símbolos reales del Cristianismo de Jesús (amor al prójimo, respeto a los mandamientos); encuentro, al igual que ahora, una religión ritualista y una vida privada alejada de esos valores; quizá el hombre ha sido y será el mismo siempre.

Había entre los gobernantes de 1600 un valor entendido fundamental: apoyaban a otros gobernantes de su misma religión, y podían pedir su ayuda en caso de conflicto. Una vez definidos los campos protestante y católico en dos regiones, los estados pertenecientes a uno y otro grupo formaban alianzas entre sí, atacaban a los del bando contrario, trataban de acrecentar sus territorios y “convertir a la religión verdadera” a los de la otra religión: en pocas palabras, se hacían la guerra con el pretexto de la religión. Debajo de todo ello, en mi opinión, estaba la sed de poder que los gobernantes de todos los tiempos han traído consigo.

El grupo de estados protestantes tenía dos reinos grandes y fuertes, Inglaterra y Suecia, y muchos estados pequeños en lo que hoy es Alemania, partes de Francia, los Países Bajos, Checoslovaquia, Suiza y Hungría. El bando católico se dividía básicamente en dos: Francia y la alianza entre España y el Sacro Imperio, con sede en Viena; la alianza se debía a que sus gobernantes pertenecían a la misma familia, los Habsburgo: durante años, a través de alianzas y matrimonios de conveniencia, se había consolidado el poder de esa familia en los dos reinos. En estas condiciones, los valores entendidos decían que si había un conflicto entre dos estados, uno era católico y el otro protestante; no era aceptable pelear contra los de la misma religión. Claro que hubo innumerables conflictos pequeños entre miembros de la misma religión, pero guerras mayores tenían que ser de religiones contrarias.

Los dos personajes que jugaron un papel decisivo para definir lo que sería la Europa de los siguientes siglos fueron el emperador Fernando II del SIRG, y el cardenal Richelieu, primer ministro del rey francés Luis XIII. Su papel no fue como aliados, sino como antagonistas, a pesar de que las normas políticas de la época dictaban que ambos debían aliarse contra los protestantes del norte de Alemania. Su lucha no fue accidental, sino deliberada; no fue un escalamiento de pequeñas acciones que se fueron volviendo grandes, sino fue una serie de acciones premeditadas por parte de Richelieu para disminuir el poder del SIRG y engrandecer a Francia, que utilizó a su favor las normas de la época, que hacían predecibles las acciones de Fernando II y contrarias a la razón las de Richelieu. Utilizando un lenguaje moderno, con perdón de los franceses, Fernando II era el técnico y Richelieu fue el rudo; a pesar de la gran superioridad inicial del técnico, ganó el rudo.

2 – Richelieu

Su nombre era Armand Jean du Plessis, nacido en 1585 como hijo del señor de Richelieu, miembro de la baja nobleza que había servido al rey Enrique III y recibió el obispado de Luçon a cambio de sus servicios. Sí, era una de las prerrogativas reales, otorgar obispados. El padre murió cuando Armand Jean tenía 5 años, y la familia se encontró en situación difícil; salió gracias a la organización de la casa que dio la madre, y a otros favores reales. El obispado empezó a dar problemas, porque los clérigos que vivían ahí se sentían con mejor derecho que la familia Richelieu, y estorbaban el flujo de rentas hacia la familia; se decidió que Armand Jean viajara a Roma a solicitar dispensa papal para ordenarse sacerdote antes de la edad reglamentaria y hacerse cargo del obispado. Tenía 22 años en 1607, era delgado, serio, inteligente, estudioso y enfermizo; tenía la habilidad de conocer a sus interlocutores y adivinar sus posibles acciones antes de que ellos pudieran imaginarlas; posiblemente estos talentos le ganaron la aprobación de Paulo V, la ordenación sacerdotal y la consagración como obispo de Luçon. En adelante, Richelieu no volvió a preocuparse de su economía; vivió una vida de alianzas, intrigas, amenazas, luchas y problemas, pero no de penurias.

La carrera, el ascenso al poder y su permanencia ahí fueron dignos de muchas novelas; Richelieu podía ser el malo por excelencia, el que intrigaba, el que ejercía el poder pero no combatía él mismo con la espada a sus enemigos, sino a través de sus servidores: así aparece en la obra de Alejandro Dumas. Empezó siendo delegado de su obispado a una reunión de los Estados Generales, una reunión de los tres Estados en que se dividía la sociedad francesa: el clero, la nobleza, y los representantes de las ciudades. Esta asamblea era convocada por el rey en condiciones extraordinarias, que se dieron a partir de 1610, porque fue asesinado Enrique IV por un católico que no estaba de acuerdo con su política de tolerancia religiosa. El país se vio amenazado con una vuelta a las guerras de religión, ayudado por el gobierno corrupto, abusivo e ineficiente que encabezaba la regente María de Medicis, madre del rey menor Luis XIII. Los Estados Generales fueron convocados en 1614 y Richelieu sobresalió por su talento diplomático, ejerciendo un papel conciliador entre las muchas facciones que estaban presentes: la regente, los tres estados, el papado. Fue elegido para pronunciar el discurso final del Primer Estado (los clérigos), y unos meses después fue convocado a servir como capellán de la regente. El puesto no era atractivo, pero le permitió la cercanía a los centros de información y de decisión. Su carácter observador, su inteligencia, su naturaleza enfermiza fueron capitalizados por Richelieu en el desarrollo de los bienes que son el patrimonio de los buenos ministros y diplomáticos: trabajando preferentemente en segundo plano pero manteniéndose cerca de quien tiene el poder, observando, acumulando información, relacionándose con todos lo que puedan tener algún poder y desarrollando una vasta red de espionaje para estar informado de lo que hacían y no hacían, amigos y enemigos.

Los servicios que prestó a la regente negociando con las muchas personas que atacaban o pretendían algo del gobierno valieron para que Richelieu fuera nombrado Secretario de Estado en 1616. En ese puesto, realmente importante, se dio cuenta de las circunstancias geopolíticas del momento y del papel, los riesgos y las posibilidades que tenía Francia. La oportunidad se presentó cuando tuvo que actuar como mediador en un conflicto entre España y Venecia, donde pudo observar tres hechos fundamentales: 1) Francia estaba rodeada geográficamente por países regidos por la familia Habsburgo, 2) los Habsburgo tenían pleitos internos, y se discutían el primer lugar España y los vieneses, 3) las guerras entre católicos y protestantes eran cosa frecuente. El genio de Richelieu como diplomático y como estadista fue juzgar estas condiciones como hechos de la vida, sin implicar consideraciones religiosas ni morales. Hablo de “genio” en el mismo sentido que está aceptado que Napoleón fue un genio de la estrategia militar, sin consideraciones acerca de lo moral que hayan sido sus acciones. Una vez que Richelieu vio el mundo europeo y compendió sus principales componentes, se ajustó a esa situación y obró según lo que le convenía a Francia, no según lo que le dictaba su conciencia de cristiano. Esto es precisamente “Raison d’État”, Razón de Estado.

A Richelieu lo ayudó al principio el carácter y las limitaciones de María de Medicis: intrigante, inestable, inhábil para ejercer el poder, ambiciosa. Richelieu la ayudó y ligó su suerte con ella siendo Secretario de Estado, al grado de tener la cabeza en juego en uno de los episodios, cuando el rey se fastidió de las intrigas de su madre y la desterró; fue una de las oportunidades que tuvo Luis XIII para deshacerse Richelieu, a quien personalmente no le guardaba afecto; pero el cardenal salvó la vida y fue a dar a Avignon, donde pasó el tiempo leyendo, estudiando, y aprovechó para escribir un Catecismo: efectivamente, su personalidad era compleja, podía crear guerras y al mismo tiempo dar consejos sobre cómo ser un buen cristiano.

De nuevo, vino María de Medicis en auxilio involuntario de Richelieu: en 1619 volvió a sublevarse y el rey se acordó que Richelieu tenía influencia sobre ella; lo envió como pacificador, y mantuvo un precario equilibrio entre el rey y su madre, aplacándola pero no tanto como para que el rey dejara de necesitar sus servicios y ejerciendo el difícil arte de dejar a ambos lados contentos pero necesitados de él. En esa época tempestuosa abundaban los conflictos donde Francia tenía que intervenir, y en varios de ellos recibió Richelieu encargos de negociación, que a fin de cuentas hicieron al rey entender que le convenía servirse de Richelieu, y lo hizo Secretario de Estado en 1624. Cuando medió en conflictos externos entendió la situación de Francia en el contexto de Europa; como Secretario de Estado tuvo que darse cuenta y comprender la situación interna, las fortalezas y debilidades del país, el lugar en que el rey estaba parado, y lo que había que hacer para apoyar a su señor. Richelieu fue toda su vida fiel a sus principios políticos: Francia y el rey; estuvo satisfecho con ser Ministro y no quiso buscar un lugar más alto.

Francia tenía muchos problemas internos, y los principales eran: una nobleza semi-independiente, la cuestión religiosa, y pobreza del Tesoro Real. Los tres problemas mencionados estaban íntimamente relacionados con el poder efectivo de que disponía el rey, que era una de las convicciones fuertes de Richelieu: él creía que Luis XIII era rey por derecho divino, que sus decisiones como rey eran justas, que solamente tenía que responder a Dios por sus acciones, y que todos los franceses le debían obediencia absoluta. A fortalecer a Francia en Europa y a fortalecer al rey en Francia dedicó Richelieu su vida. A la nobleza le fue quitando los privilegios que tenían de gobernar sus propias regiones como si fueran reyes locales, debilitando así su poder económico. Combatió a los protestantes y fue eliminando los focos de resistencia, hasta que terminó con la toma de la fortaleza de La Rochelle en 1629. El poder económico del rey lo reforzó de la única manera que se podía, con impuestos y vigilancia sobre los encargados de recolectarlos.

Se enriqueció mucho en lo personal, pero fue generoso con sus bienes, ya que hizo donaciones a Universidades, fundó y financió la Academia Francesa (gloria nacional hasta el día de hoy), y a su muerte dejó propiedades importantes al Estado, como el Palais Royal. El trabajo para resolver los problemas internos de su país es la segunda parte de la grandeza como estadista de Richelieu, a quien los franceses hoy en día lo consideran como uno de los creadores de la Francia moderna. La Historia, como sucede casi siempre, se fija menos en los métodos utilizados que en resultado final, otra forma de decir que la Historia la escriben los vencedores.

3 – Fernando II, emperador del Sacro Impero Romano Germánico

Nació en una familia católica, en un país católico, era de carácter intransigente, se consideraba a sí mismo un monarca absoluto, le respondía de sus actos solamente a Dios (sin necesidad de ser protestante), fue educado por jesuitas y subió al trono del SIRG. El resultado fue la Guerra de los Treinta Años, que asoló a Alemania desde 1618 hasta 1642, devastó al país, diezmó la población y retrasó la unión de Alemania por más de dos siglos. La cuestión religiosa se resolvió al final al contrario de las intenciones de Fernando II, puesto que los estados protestantes siguieron siendo protestantes, y además se garantizó la libertad de creencias y de culto. Para su propio país, él ha sido probablemente uno de los personajes que mayor daño han causado, aunque lo haya hecho A.M.G.D.

El nacimiento de Fernando en 1578 como hijo de un Archiduque de Austria marcó el principio de su destino; su carácter y su educación marcaron el resto. Era nieto de Fernando I, emperador de SIRG, estaba emparentado con la familia Habsburgo y fue electo Rey de Bohemia en 1617 por la Dieta de Bohemia, en la región de la difunta Checoslovaquia. En esa zona había una gran cantidad de población protestante, pero Fernando quiso convertirlos a fuerzas al catolicismo y suprimir las libertades religiosas que habían ganado con el emperador Rodolfo II. Por su intolerancia religiosa se enemistó con los protestantes, y por sus tendencias absolutistas, con la nobleza. Al año de electo hubo un pequeño incidente (la población de Praga arrojó por la ventana a dos enviados de Fernando) en donde no hubo heridos físicos, pero el Rey consideró ofendida su dignidad, endureció la postura y los nobles terminaron por quitarlo de su puesto y traer a un rey protestante, Federico V del Palatinado, una región al noroeste de Alemania. Fernando no aprendió la lección. En 1618 fue coronado Rey de Hungría y también ahí quiso quitar el protestantismo, que tenía muchos adeptos en la región oriental de Hungría, sirvió como pretexto para que el Rey de Transilvania, Gabriel Bethlen, declarara la guerra a Fernando. Este incidente es el que se acepta como el inicio de la Guerra de los Treinta años.

Al año siguiente murió el emperador Matías, y como ya estaba negociado con los Habsburgo de España, subió al trono como Fernando II. Por tercera vez en tres años, enfocó sus baterías a los protestantes; les tocó de nuevo a los de Bohemia, con los que entró en guerra para reclamar sus posesiones y para erradicar al protestantismo. Los países católicos Polonia y España se alinearon con él, obtuvo financiamiento del Papado y de España, pero después de siete años estaba entrampado una guerra que no podía ganar. Contrató a uno de los que se consideran “grandes generales” por los historiadores militares: Albrecht vonWallenstein, que pidió administrar el ejército confiado a él como si fuera propio, administrar su dinero, y el derecho de rapiña. En esa época se acostumbraba una especie de “outsourcing” para contratar ejércitos: les daban permiso de hacer la guerra y los autorizaban a saquear las poblaciones conquistadas; los ejércitos modernos, mantenidos por el Estado, eran prácticamente desconocidos. Wallenstein obtuvo un gran número de victorias y para 1629 Fernando se sintió suficientemente fuerte como para promulgar el Edicto de Restitución, que decía que los protestantes que les habían quitado tierras y propiedades a los católicos deberían devolverlas; entonces y siempre, las cosas de conciencia se recrudecen cuando se juntan con las cosas del dinero: los protestantes decidieron seguir peleando y atrajeron a su lucha al rey Gustavo Adolfo de Suecia.

Fernando receló de los éxitos de Wallenstein y lo despidió en 1630; puso en su lugar a Tilly, que no tenía la capacidad del depuesto, y los protestantes empezaron a ganar la guerra. A estas alturas del partido todos ya eran perdedores, pero seguían peleando. Así que Fernando llamó otra vez a Wallenstein, y hubo nuevas batallas y mayores matanzas; los protestantes fueron expulsados de Bohemia, pero los suecos derrotaron a los católicos en la Batalla de Lützen. En esa batalla murió Gustavo Adolfo de Suecia, y poco después siguió Wallenstein: las leyendas dicen que había empezado a negociar con el enemigo, y un día fue asesinado en su castillo por dos colaboradores suyos, quizá pagados por Fernando II.

Después de que perdieron a su rey, los suecos empezaron a retirarse y a dejar el campo relativamente libre para el Emperador; ahí intervino Francia, país católico, de parte de los suecos. Pocos años, pero muchos muertos después, en 1635 se firmó la Paz de Praga, que no dejó a nadie satisfecho, en particular a Francia. Las razones de Francia serían monstruosas a la luz de nuestro siglo, pero a la luz de cualquier siglo, no eran más que Raison d’État: Alemania no estaba suficientemente destruida. Azuzados por Francia, siguieron enfrentamientos entre protestantes y católicos, en menor número, y por fin, en 1648 se firmó la Paz de Westfalia entre los países que habían participado en esa guerra, concediendo la libertad de creencias, de culto, y respetando las posesiones que tenían los diversos reyes y príncipes, al margen de su religión.

4 – Raison d’État

La Guerra de los Treinta años tuvo como consecuencia la devastación, empobrecimiento, pérdida de la población, enfermedades y miseria en la región de Alemania, principalmente. Con menos rigor, pero también hubo las desgracias de la guerra en Bohemia y en partes de lo que hoy es Polonia. Algunas regiones de Alemania tardaron cien años en volver a tener la población que tenían en 1618, al inicio de la guerra, y como todo sobreviviente había perdido familiares y bienes en esos años, se generaron odios que tardaron siglos en resanarse.

Por el lado político, se consiguió el objetivo de Richelieu: debilitar al Imperio, impedir que conquistara más principados y reinos en el norte de Alemania, crear separación entre los Habsburgo de España y los de Austria, eliminar la influencia de España en los países bajos. El ganador absoluto en esta guerra fue Francia, el último que entró a pelear, el que comparativamente sufrió menos pérdidas; el resto de los países le habían hecho el trabajo sucio a Francia: pelear y debilitar al Imperio y a los estados del norte de Alemania.

Cuando Richelieu subió al poder en 1624, Francia estaba rodeada por países dominados por los Habsburgo: al sur España, al Oriente el Imperio, al norte las posesiones españolas en los Países Bajos: el cardenal vio que si los Habsburgo llegaban a consolidar sus dominios al norte de Austria, donde había decenas de principados y reinos independientes, entonces se cerraría la tenaza y estaría completamente rodeada de Habsburgo. Los pequeños principados alemanes serían fácilmente derrotados por el Imperio aliado con España, y una guerra con cualquiera de ellos será fácilmente provocada, por ejemplo, con el pretexto de la religión. Estas consideraciones, estrictamente políticas, le dijeron a Richelieu lo que sucedería si el Imperio consolidaba su poder en el norte.

Pero había una consideración importante: la religión, que era el motivo por el que estuvieran peleados católicos y protestantes. Crímenes son del tiempo y no de España, reza un refrán viejo: la libertad de culto no existía en el siglo XVI, y las 95 tesis de Lutero eran una rebelión contra la Iglesia Católica y el Papado en el orden religioso, civil, económico, y al final, militar. Los valores entendidos de los reyes europeos en 1620 les decían que católicos apoyaban a católicos, protestantes a protestantes, y si había guerra, debería ser entre católicos y protestantes. No era considerada legítima una alianza entre católicos y protestantes, mucho menos una alianza agresiva para atacar a un reino católico. Richelieu comprendió que esas eran las reglas del juego con las que jugaría Fernando II, y decidió sacarles ventaja a su favor, jugando con otras reglas que el Emperador no imaginó.

Dicho de otra forma, la escala de valores universal en Europa decía que la religión estaba por encima de los demás valores; los intereses de cada estado deberían supeditarse a la religión. Richelieu decidió jugar con una regla diferente: puso el Estado por encima de la religión, y si a Francia le convenía una alianza con un país protestante, la hizo; si a Francia le convenía la guerra contra un país católico, la hizo. Fernando II no entendió y probablemente no imaginó esta regla: para él, Dios y la religión católica estaban por encima de cualquier otro valor, y actuó en consecuencia, aunque no le conviniera al Imperio. Cuando Wallenstein le consiguió victorias significativas, en vez de hacer una paz honorable con los protestantes y dejarlos que creyeran lo que quisieran, los atacó con el Edicto de Restitución, que reavivó de nuevo la lucha entre católicos y protestantes. A la larga, Fernando II perdió todo lo que había buscado: el engrandecimiento de su imperio y de la religión católica.

Los jefes de Estado que tienen esas convicciones tan metidas en la piel son fatales para su Estado; entre otras cosas, porque son predecibles. Richelieu se dio cuenta de que Fernando II invariablemente atacaría a los protestantes y miraría con simpatía a los católicos; siendo Francia católica, supo que no tendría que preocuparse de Fernando. Fernando, como católico, asumía que los países católicos se apoyarían entre sí, y por lo tanto no aceptaba la posibilidad de ser atacado por Francia. Richelieu, paciente observador de la naturaleza humana, supo que podía atacar por sorpresa, y supo también que podía atacar por la espalda.

Durante los primeros años de la guerra Francia no intervino directamente, pero subsidió a Gustavo Adolfo de Suecia para que tuviera permanentemente un ejército de invasión en Alemania; sabía que así estaba atacando al Impero y asolando Alemania, convertida en campo de batalla de todas las naciones. Era católico y era cardenal, pero la conveniencia de Francia, su Raison d’État, era precisamente eso: debilitar a su enemigo principal, los Habsburgo, y arrasar, si se pudiera, con las tierras alemanas, puesto que estaban señaladas como el siguiente paso que darían los Habsburgo para defender la fe católica o engrandecer sus dominios, pregunte usted a la conciencia de los Habsburgo cuál fue la verdadera razón. Richelieu se decidió por lo que le convenía a Francia, y en una inexplicable (al menos para mí) sujeción de su conciencia cristiana al beneficio de su país, intrigó, subsidió ejércitos, bloqueó acuerdos, guerreó y cuenta en su haber la mitad del mérito de la existencia de la Guerra de los Treinta Años. La otra mitad es de Fernando II.

Si estos dos personajes no hubieran coincidido en ese tiempo y en esas circunstancias, Alemania no hubiera sido reducida a cenizas en muchos lugares y probablemente se hubiera logrado su unificación política bajo Austria. Pero como sucedieron las cosas, Francia emergió después de la Paz de Westfalia como el país más poderoso de Europa continental y permaneció así por unos 200 años, y Alemania tuvo que esperar hasta 1875 para unificarse.

Como todo personaje sobresaliente en la Historia, la personalidad de Richelieu admite muchas lecturas. Como estadista es de admirarse, puesto que fortaleció a Francia internamente y ante las naciones Europeas. Desde el punto de vista ético, sus métodos pueden ser reprobables. Los franceses lo consideran un gran personaje y a los alemanes, que tuvieron después de Richelieu todavía muchísimas desgracias, probablemente no le guarden ya tanto rencor. Su aportación a la política entre las naciones fue cambiar de paradigma: dejaron de importar las consideraciones religiosas, y cada país vio nada más sus propias conveniencias. Personalmente simpatizo con esta consecuencia, por una razón: yo creo que cualquier gobernante que utilice la religión para justificar sus acciones, o está mal informado o es un hipócrita; las nuevas reglas del juego inauguradas por Richelieu tienen al menos el mérito de una mayor honestidad: cada país busca su propio beneficio, sin poner de pretexto a Dios.

jlgs, El Heraldo de Ags., 2.4.2011


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