Pregunta un agente de bolsa en Wall Street a otro:
-¿Tú crees que el dinero es todo en la vida?
-No. También hay autos, viajes, casas, golf, yates, aviones, joyas, y drogas.

Este artículo puede estropearle el placer de ver la película, porque narra a grandes rasgos su trama y características; me atrevo a publicarlo a pesar del riesgo, por la calidad del film. Martin Scorsese filmó en 2013 la historia de Jordan Belfort, un especulador en Wall Street –no sé si haya ahí gente de otra clase- que se hizo rico por métodos cuestionables y llevó una vida de escándalo, pero que no cuidó las formas y perdió su fortuna, conoció la prisión y actualmente vive como conferencista. La película es El lobo de Wall Street, por el mote que se ganó Belfort (“Wolfie”) en sus años de operador de bolsa. El retrato del personaje central, el dominante en toda la obra, es el de una persona que quiere vivir el extremo del sueño americano, hacerse riquísimo a como dé lugar; la película podría haberse titulado Avaricia, que es la motivación escondida en el corazón en forma de bóveda bancaria que muestran Belfort y sus asociados, pero el título ya está ocupado por otra película filmada en 2006.

Leonardo DiCaprio encarna magistralmente a Belfort, salvo por el hecho de que nunca le aparecen arrugas en la cara; quizá deberemos esperar a que cumpla setenta años para verlas. La película se basó en un libro autobiográfico del carácter principal, quien es el narrador de la película; empieza en un viaje en helicóptero que paga Belfort a un instructor con nervios de acero, porque su aprendiz ejerce a discreción el privilegio de volar como se le da la gana, gracias al efecto de la coca, cristal, y el conjunto de drogas que se ha metido en el organismo en las últimas doce horas; acaba en una especie de aterrizaje de emergencia en el jardín de la casa del protagonista, quien se baja tambaleándose pero eufórico por la experiencia que acaba de vivir.

Belfort había nacido en Bronx dentro de una familia judía; Nueva York le ofrecía muchas alternativas y eligió la más cercana a su corazón, simple y sencillamente ser rico. Ingresa como aprendiz a la firma de inversiones L. F. Rothschild y su jefe le empieza a enseñar los secretos para sobrevivir en el negocio; no necesita más ya que en ese tipo de actividad solamente hay dos posibilidades: volverse muy rico o verse en la calle. Curiosamente, la recomendación que le da es un uso liberal de las drogas, para mantener el espíritu atento y volando muy, pero muy alto. El aprendiz progresa y obtiene su licencia de bróker, pero por mala suerte es el Lunes Negro, 19 de octubre de 1987, en donde la bolsa de Nueva York sufre grandes pérdidas, su patrón quiebra y descubre que sí había una tercera opción, la de que su empresa no pudiera continuar operando. Se deprime y piensa en tomar un empleo en otra área ya que nadie está contratando agentes de bolsa, pero su esposa lo convence de que él pertenece al sistema financiero, Belfort toma muy literalmente esa opinión y el resto de la película es la manera en que actúa como si el sistema financiero fuera de su propiedad.

Se emplea en una especie de casa de bolsa en Long Island, y con su talento para los negocios, identifica un filón en el mercado de penny stocks (el mercado de acciones de poco valor, menos de US$5 por acción) por dos razones: la primera y más importante es que no son actividades reguladas tan fuertemente como las de Wall Street, y la segunda es que ofrecen 50% de comisión y los clientes no son ricos experimentados, sino amas de casa, profesionistas medios, blue-collar workers (obreros, trabajadores textiles, empleados de construcción), de los cuales hay millones, es decir millones de clientes potenciales. Crea su propia empresa, Stratton Oakton. se lleva a los mejores de su antiguo empleo en Long Island y progresa en forma extraordinaria.

La película es muy buena, porque nos narra una historia repugnante pero nos obliga a permanecer sentados hasta el final. Hay dos aspectos especialmente repulsivos: el más obvio es el estilo de vida que llevan Belfort y sus amigos: fiestas escandalosas, uso de drogas sin límites, contratación de prostitutas para sus orgías. Llegan inclusive a hablar de las tres clases de mujeres que contratan para estos servicios, con descripciones explícitas de las características físicas de cada clase y de la forma en que proporcionan sus servicios, con una que otra escena de sexo explícito (o casi explícito, porque ha cambiado el umbral de clasificación desde que yo era joven). Insertado en el deleite de un viaje de drogas, Belfort recibe una llamada en donde le alertan que las autoridades están sobre él y le dicen que vaya a una caseta pública, porque los teléfonos de su casa están intervenidos. Con pasos inseguros aborda el Lamborghini que tiene en la cochera y milagrosamente llega a un club social de categoría (“parecía un refugio de blancos protestantes”, dice la voz de narrador, referencia indirecta a la etnicidad de Belfort; la otra señal, también indirecta, es la elección de los nombres de sus colaboradores cercanos, casi todos judíos) en donde nos presenta la escena cumbre, en cuanto a actuación: a Belfort le hace finalmente efecto las pastillas viejas que habían conseguido de una sustancia más que prohibida, tiene que bajarse arrastrando del coche, subir el porche del club y las escalinatas de la entrada para llegar al teléfono público; habla, se regresa rodando las escaleras y como puede maneja hasta su casa, milagrosamente ileso. Al día siguiente llega la policía a buscarlo porque está reportado que su Lamborghini había causado destrozos en el camino; sale a la cochera y el coche está ahí, pero hecho añicos por la aventura, no intacto como lo imaginó en su delirio.

El otro aspecto repugnante es mucho más serio: los medios utilizados para adquirir dinero. Las casas de bolsa y la especulación han sido terreno fértil desde hace siglos para atrapar incautos[1], esta actividad tiene muchas facetas cuestionables y la historia lejana y reciente de abusos por parte de los operadores de bolsa ha hecho que las autoridades de todo el mundo creen entidades encargadas directamente de supervisar la bolsa. Pero sigue habiendo rendijas legales y siempre existirán incautos, aquellos que se creen un discurso machacón escuchado por teléfono (como en la película) en donde les aseguran que si invierten mil dólares, a fin de año tendrán cinco mil; les recalcan que ellos no les venden nada, sino que los invitan a invertir en una empresa de futuro. El argumento de “no te vendo nada” funciona como aval de la honestidad del vendedor, pero en la práctica es un gancho para atrapar al cliente en un negocio en donde el principal ganador es el bróker. Explícitamente se deja en el anonimato al cliente: es un pobre diablo cuyo único trabajo es facilitarles algunos dólares, el mercado se encargará de cobrarle su credulidad; esta crudeza está expresada en la forma en que se refiere Belfort a su inversionistas, presentándolo como un proveedor que recibirá a cambio un papel que en el camino ya fue devaluado en 50%, la comisión del agente.

La historia termina haciendo justicia, y no. Belfort vivía en el umbral de la locura por las drogas que consumía, y podía inventar argumentos para convencer amas de casa pero no medir los riesgos con la SEC (Securities and Exchange Commission); tampoco puede lidiar satisfactoriamente con el problema de lavar su dinero para darle apariencia legítima y tiene que buscar quién lleve los fajos de billetes escondidos en la ropa a Suiza, donde encuentra un banquero comprensivo que le da garantías razonables que su dinero no lo va a tocar el IRS norteamericano. Finalmente le caen encima, lo meten a prisión y la justicia se somete a un “bien mayor”, la negociación con los fiscales para reducir su sentencia a cambio de delatar a sus asociados. Obtiene nada más cuatro años de cárcel a pesar de pérdidas de sus inversionistas, valuadas en US$200 millones. En teoría, Belfort está pagando su deuda, en la práctica no se sabe si podrá hacerlo algún día (por medios legítimos, yo creo que no); en la práctica también, cobró regalías por esta película (basada en sus memorias) de US$1 millón.

Scorsese emprendió una tarea con esta película en la que no podía quedar bien con todo mundo. Por ejemplo, el retrato de los inversionistas de Belfort es inexistente; la descripción de los excesos de los empleados en Stratton Oakton es explícita, quizá excesiva; la película está narrada desde la perspectiva de Belfort, un hombre arrogante que narra sus aventuras como si fueran hazañas y no actos de depredación; no hay un comentario, mucho menos crítica de fondo sobre las actividades de especulación en la bolsa, quizá porque afectaría a mentes sensibles. Pero como sucedáneo de la cocaína, esta película es algo muy bueno: usted saldrá aturdido por la experiencia, poco a poco irá atando cabos y sacando sus propias conclusiones.

Yo preferiría que los Oscares se otorgaran a películas como la ganadora en 2013, Lincoln, por tratarse de un personaje realmente admirable. Pero este año me atrevo a prever que le tocarán algunos premios a esta película, y que la justicia divina será postergada hasta el siguiente año. O tal vez no: Rescatando al soldado Ryan camianaba directo a la premiación, pero ese año decidieron que la guerra era un tema políticamente incorrecto.